Retrato en sangre (27 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Al contrario que ella.

La detective Barren arrojó el cuaderno y el maletín sobre su pequeño escritorio, se quitó los zapatos de cualquier manera y fue a la cocina. Cogió de la nevera lechuga, queso y fruta. «Comida para conejos», pensó. Se preparó un plato y luego lo dejó sobre la mesa. Fue hasta su habitación y dejó la falda tirada en el suelo. Se lavó las manos y la cara y después salió otra vez, medio desnuda. Comió procurando no pensar en Rhotzbadegh, intentando no dejarse invadir por la desesperación. Apenas probó la comida.

Pensó enfadada en que Rhotzbadegh podría haber sido más directo.

¡Maldita sea! ¡Sueños! ¡La ve en sueños, pero ella no lo atormenta! ¿Qué diablos quiere decir eso? ¿Que él no la mató?

«Es probable.»

Sonrió con tristeza, y de repente se imaginó a sí misma acudiendo al detective Perry. ¡Una gran noticia!, le diría. ¡Ese cabrón sueña! Una prueba irrefutable de que él no mató a Susan.

Negó con la cabeza.

«Qué desastre. Qué irremediable desastre.» Se terminó la ensalada y apartó el plato.

—Muy bien —se dijo—. Ya está bien. ¡Ya basta! Deja de perder el tiempo con ese árabe.

«Despeja la mente y vuelve a empezar desde cero.»

Se levantó de la mesa y llevó los platos al fregadero. Los lavó lentamente, sumergiendo las manos en el agua, que casi escaldaba, haciendo rechinar los dientes pero obligándose a sí misma a continuar. Luego guardó los platos y fue al cuarto de estar. Miró las pilas de papeles de su escritorio, seguramente por millonésima vez; quizá la milmillonésima. «Está ahí dentro, pensó. Ahí dentro hay algo.»

—Mañana —dijo en voz alta— iré a Homicidios y empezaré a sacar casos relacionados con éste. Miraré listas de delincuentes sexuales conocidos. Volveré a la universidad y averiguaré si Susan tenía algún enemigo. Pasaré el modus operandi por los ordenadores del NCIC, puede que también por los del FBI. Buscaré crímenes similares cometidos tras el arresto del árabe…

Se interrumpió y reflexionó. Miró por la ventana.

«Está ahí fuera. El asesino anda suelto.»

Sonrió. «Ya sabías que no iba a resultar fácil. No esperabas demostrar que el árabe no lo hizo y reabrir la investigación oficial. Sigues estando sola, y eso no es terrible.»

«No es terrible en absoluto.»

Contempló la fotografía de Susan que descansaba sobre la estantería.

—No te preocupes, voy a llegar. Voy a llegar.

Pero los ojos se le llenaron de lágrimas rápidamente.

Desvió el rostro y contempló una vez más la negrura de la noche tropical. El cielo estaba cuajado de constelaciones, y la detective Barren vio una estrella que brilló intensamente, rasgó velozmente el vacío y desapareció.

—Qué lástima —dijo. Sintió que las lágrimas le corrían sin trabas por las mejillas, pero permaneció rígida.

Después de pasar varios minutos perdida en aquel vacío interior, se dio la vuelta por fin. Despeja la mente, se dijo. Fue hasta la televisión y la encendió. Se sorprendió al ver un par de locutores locales de deportes hablando animadamente a la cámara, y al fondo distinguió el estadio Orange Bowl, en el centro de Miami.

—… Bueno, ha sido un comienzo muy emocionante para la pretemporada de los Dolphins —decía un locutor—. Nos estamos preparando para dar comienzo al último cuarto del primer partido de exhibición del año, con el marcador empatado a veinticuatro y los Saints con el balón en sus veinte yardas.

Había olvidado el inicio de la temporada de exhibición de fútbol americano.

«Esto no es propio de ti. No es propio de ti en absoluto…» Cogió su copa de vino y la colocó delante del televisor.

—El supremo lavado de cerebro —dijo—. ¡Ánimo, Fins!

Vio el partido con ajeno placer, dejando que el juego barriera a un lado los pensamientos y las lágrimas, cómoda, sola. «Es el comienzo de una temporada nueva —pensó—. Para ellos y para mí.»A mitad del último cuarto los Saints metieron un último gol y se pusieron a la cabeza por tres puntos. Un minuto después, a un novato que corría balón en mano con los Dolphins se le cayó la pelota dentro de su propia línea de las treinta yardas. Ello tuvo como resultado otro gol en el terreno de los Saints, que se adelantaron con seis puntos cuando el partido ya se acercaba al final. Pero en los últimos minutos los Dolphins se rehicieron. Recuperaron terreno a toda prisa devorando yardas hasta que quedó menos de un minuto para acabar, y entonces alcanzaron la línea de una yarda de los Saints. Era el cuarto intento y el partido estaba en la balanza.

—¡Vamos! ¡Maldita sea! ¡Mete el balón! —Golpeó el puño contra la palma abierta—. ¡Vamos! —Vio cómo el quarterback se aproximaba a la línea—. ¡Por encima, maldita sea! ¡Lanza por encima! —Ambos equipos estaban apiñados, esperando el choque en el centro, una fuerza contra otra. La detective estaba encantada—. ¡Métete ahí dentro! —vociferó.

De pronto las dos líneas convergieron y la detective Barren vio que el quarterback giraba sobre sí mismo y entregaba el balón a un corredor que volaba hacia el medio. Hubo un choque tremendo y el público estalló en gritos de emoción. El estadio entero se sacudió con el griterío cuando el público, en pie, chilló enfervorecido. La detective Barren, al igual que los miles de espectadores del estadio, se levantó también medio gritando, medio llorando, porque ella, como los demás, veía que el quarterback no había entregado el balón sino que simplemente había fingido el pase y ahora corría desesperado, solo y sin protección alguna, hacia la esquina de la zona del fondo. De manera simultánea, el linebacker, un individuo grande y violento, se acercaba rápidamente al quarterback desde una diagonal, de tal modo que ambos se encontrarían justo rozando la línea de meta, en la esquina misma del campo de juego.

—¡Vamos, vamos, vamos! —chilló la detective Barren, cuya voz se fundió con el muro formado por el griterío del público que salía del televisor—. ¡Agacha la cabeza!

Y eso fue lo que hizo el quarterback.

En el momento en que se lanzaba sobre la línea de gol, chocó contra el linebacker. Los dos hombres salieron volando por los aires y se estrellaron violentamente contra un grupo de fotógrafos congregados en la línea de gol para tomar instantáneas, que se apresuraron a apartarse y huyeron como gansos asustados, intentando evitar los proyectiles humanos. El público rugió, pues el árbitro había alzado las manos en alto indicando el final del encuentro, y la detective Barren se dejó caer en el sofá sin pensar, dejando que la inundara la idea de la victoria.

Los locutores farfullaban emocionados.

—Ha habido una buena colisión en la línea de meta, ¿verdad, Bob?

—Bueno, yo creo que ha sido una jugada valiente por parte del quarterback novato y una manera de aprender por las malas cómo son las cosas en la Liga Nacional de Fútbol. Ese lanzamiento ha sido de los que se ven en un equipo de estrellas.

—Espero que esos fotógrafos no hayan sufrido daños…

—Bueno, sospecho que el linebacker de los Saints se ha merendado a un par de ellos…

Los dos rieron la gracia, y luego callaron unos instantes.

—Mira, te propongo que se lo preguntemos a Chuck, que está en el campo. Ahora se encuentra con un par de fotógrafos. Han disfrutado de un buen primer plano del aterrizaje, ¿no es así, Chuck?

—Así es, Ted. Estoy con Pete Cross y Tim Chapman, del
Miami Herald
, y con Kathy Willens de
Associated Press
. Contadnos qué es lo que habéis visto…

—Pues —empezó uno de los fotógrafos, un hombre de cabello rubio arena con barba— estábamos todos aquí en fila, para hacer la foto del lanzamiento, y de pronto nos encontramos con…

Lo interrumpió la joven:

—De pronto nos encontramos con esos dos jugadores escupiendo fuego que venían hacia nosotros, y…

—Tuve que sostener a Kathy —dijo el otro, un individuo de cabello rizado y pecho grueso—. Estaba tomando fotos con motor y creí que esos dos iban a llevársela por delante…

—Estar de pie en las bandas puede resultar bastante peligroso, ¿no? —dijo el locutor.

—Igual que cubrir una guerra o una revolución cualquiera —replicó la joven.

A continuación la cámara de televisión se mantuvo en un primer plano de los tres fotógrafos. La detective Barren estaba escuchando sin prestar mucha atención, tratando de recordar si había visto a alguno de ellos en los crímenes que le habían sido asignados.

Y de pronto se incorporó bruscamente.

—¡Oh, Dios! —exclamó. Se puso de rodillas delante del televisor—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío!

—Esto es lo que ha sucedido en las bandas del terreno de juego. Te devuelvo la conexión, Ted… —dijo el locutor.

—¡Espere! —chilló la detective Barren—. ¡Un momento! —Aferró los costados del televisor, insistiendo dramáticamente—: ¡No, espere! ¡Tengo que verlo!

Los comentaristas continuaron hablando mientras los equipos se alineaban para el punto extra. La detective Barren no oyó siquiera el clamor del público cuando el saque lanzó el balón por el medio de los postes. Zarandeó el televisor gritando:

—¡No, no, no! ¡Volved, volved!

Entonces se derrumbó y reflexionó sobre lo que había visto.

Tres fotógrafos delante de una cámara.

Una ligera ráfaga de viento. Justo lo suficiente para agitar el cabello.

O para que ondearan las credenciales de prensa que llevaban colgadas del cuello.

Una cartulina ancha, gruesa y amarilla que llevaba impreso el rótulo de: «Pase oficial de prensa.»

La detective Barren, presa del pánico, fue hasta su pequeño escritorio. Comenzó a manotear los papeles con desesperación y buscó a toda prisa en los expedientes de pruebas hasta que dio con la lista de objetos encontrados en el lugar del asesinato de su sobrina. Había treinta y tres objetos identificados, aislados y recogidos por los técnicos de la escena del crimen. Pero el que le interesaba era sólo el último de ellos.

«… Extremo de cartulina de papel de color amarillo de origen desconocido (hallado debajo del cadáver).»

—Sí —dijo en voz alta—. Creo que sí.

Dejó escapar una exclamación ahogada.

Sí.

Se sentó en el suelo y comenzó a mecerse adelante y atrás, con la lista en la mano, de forma parecida a una mujer que acuna a un bebé, acordándose de aquel trozo de papel que había inspeccionado meses atrás.

—Creo que sí —dijo una vez más.

Al día siguiente fue al almacén de la vetusta oficina de propiedad, situado en el centro urbano de Miami. El empleado se mostró reacio a hurgar entre los montones de cajas que se encontraban acumulando polvo en el cavernoso interior del mismo. Era un hombre irritable, desagradable, que frunció el ceño desde el momento en que la detective Barren apareció por la puerta. Lo primero que hizo fue exigirle una orden judicial, luego una carta de alguna autoridad superior, y por fin se conformó con una autorización escrita de la detective Barren, la cual no dejó de sonreír y actuar todo el tiempo con fingida indiferencia y desapasionamiento, soportando las infantiles quejas del empleado. Éste era un tipo voluminoso, de cuello invisible, con toda la pinta de una persona que se pasa el tiempo libre lanzando gruñidos en una sala de musculación. Llevaba la camisa remangada hasta muy arriba de los brazos, lo cual dejaba ver un par de intrincados tatuajes que representaban dragones, y cuando blandió un trozo de lápiz que llevaba en la oreja la detective creyó que iba a romperlo con la fuerza de sus temibles dedos.

Fue todo el tiempo detrás del empleado procurando no adelantarse, no prejuzgar, pero con el corazón acelerado y una sensación cada vez más pegajosa en las axilas.

Llevó casi una hora encontrar las cajas de cartón que buscaba.

—Son putos casos cerrados, señora —se quejó el empleado—. Y un caso cerrado quiere decir que la puta caja está sellada. Éste no es mi trabajo, ¿sabe?

—Ya lo sé, ya lo sé. Encargado, me doy cuenta de que se trata de una petición especial. No sabe cuánto le agradezco su colaboración.

—Vale sólo con que sepa que éste no es mi trabajo —insistió el hombre.

—Lo entiendo —repuso ella.

Todas las cajas estaban codificadas con una sencilla serie numérica. Los primeros dígitos representaban el año en que se había cometido el crimen, seguidos del número que habían asignado al caso las diversas brigadas de investigadores. Robos, allanamientos, violaciones, homicidios y demás delitos; todos estaban mezclados al alimón, lo cual era más indicativo de que se trataba de un caso cerrado que cualquier otra cosa. Recorrió con la mirada el montón de cajas, pensando que si abriera cualquiera de ellas saldría alguna tragedia seguida del profundo dolor o terror sufrido por alguien.

—Joder, lo sabía. Está justo arriba de todo. Voy a buscar la puta escalera. —La detective aguardó sin moverse mientras el empleado bajaba la caja—. Si va a abrirla, tiene que firmar aquí… —Le pasó un formulario ya impreso, el cual ella firmó sin leer. El empleado comprobó que había firmado correctamente y alzó la vista—. Se supone que debo quedarme con usted, incluso con los piojosos casos cerrados. Pero que les den. Si quiere algo de lo que hay ahí dentro, puede cogerlo.

El empleado se marchó dando fuertes pisotones, con su beligerancia y su frustración intactas, e igual de misterioso para la detective Barren como cuando entró en el almacén. Se quedó mirando la caja de pruebas. En la tapa llevaba pegado un papel que enumeraba los objetos que había dentro y constataba la declaración de culpabilidad de Sadegh Rhotzbadegh y su condena a cadena perpetua. En el membrete de dicho papel había un gran sello de color rojo que decía: «Cerrado/resuelto.»

Ya veremos.

Se sirvió de la navaja que llevaba en el bolso para cortar la cinta adhesiva que cerraba la caja y, con precaución, como si no quisiera perturbar el polvo acumulado, abrió la tapa. Rehusó permitirse ninguna emoción, pensando en que éste era sólo el primer paso.

Rápidamente introdujo la mano y sacó la cartulina amarilla. Estaba cubierta por una envoltura de plástico. Al guardársela en el bolso notó en su superficie los restos del polvo empleado para tomar huellas dactilares. «Te estás agarrando a un clavo ardiendo, pensó; rara vez aparecen las huellas dactilares en el papel.» Observó la caja preguntándose si habría algo más que pudiera robar, pero negó con la cabeza y cerró la tapa.

Pasó rauda junto al malhumorado coloso.

—Gracias por su ayuda. Si necesito alguna cosa más, volveré.

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