—Tengo un mapa pequeño, no muy bueno —dijo el hombre—. ¿Le importaría enseñarme dónde estoy exactamente? —Sonrió—. Claro que ésa es una pregunta filosófica, pero esta vez me conformaré con el sentido topográfico.
Ella rió.
—Cómo no.
Se situó a su lado mientras él desplegaba el mapa sobre el techo del coche. Introdujo la mano en el bolsillo buscando un lápiz al tiempo que decía para sí:
—… A ver, aquí es donde creo que estoy… —Y de repente exclamó—: ¡Maldita sea! ¡No se mueva!
—¿Qué pasa?
—Se me ha caído la llave de la habitación.
Se agachó.
—Tiene que estar por alguna parte… —Anne también hizo ademán de agacharse para ayudarlo a buscar, pero él se lo impidió—. Mire a ver si puede señalarme en el mapa dónde estamos.
Ella se acercó al borde del coche y consultó el mapa. Se quedó perpleja un instante; aquel mapa no era de Tallahassee, sino de Trenton, Nueva Jersey.
—Este mapa no es…
Pero no tuvo tiempo de terminar la frase.
Bajó la vista un instante y vio que el hombre tenía en la mano un objeto pequeño y de forma rectangular.
—Buenas noches, señorita Hampton —le dijo.
Antes de que ella pudiera moverse, Jeffers la agarró de la pierna y le apretó el objeto contra el muslo. Se oyó un crujido; Anne sintió un enorme dolor que le inundó el cuerpo, como si alguien se le hubiera metido dentro, le hubiera aferrado el corazón y se lo estuviera retorciendo con saña. «¿Cómo es que sabe mi apellido?», pensó. Entonces notó que sus ojos se ponían en blanco y que se abatía sobre ella una densa negrura. El crujido cesó al tiempo que pensaba: «Se ha roto el hielo.»
Y entonces penetró en la oscuridad.
El primer pensamiento al despertar fue que la muerte no era como ella esperaba. Después, conforme fue recuperando poco a poco sus facultades, se dio cuenta de que estaba viva. A continuación notó el dolor, como si todos los huesos y los músculos de su cuerpo hubieran sido forzados hasta su límite y luego los hubieran golpeado o retorcido. Le dolía la cabeza, y el muslo le escocía en el punto donde la habían herido. Dejó escapar un gemido lento, intentando abrir los ojos a pesar del dolor.
Oyó la voz de él, cercana pero sin cuerpo.
—No intentes moverte. No forcejees. Procura relajarte.
Ella gimió otra vez.
Parpadeó y abrió los ojos pensando que no debía ceder al pánico, aunque el miedo iba superando rápidamente la sensación de dolor y cubriéndola igual que un sudario. No pudo evitar soltar un gemido. Oyó la voz otra vez.
—Procura conservar la calma. Ya sé que es difícil, pero inténtalo. Es importante. Míralo de esta forma: si te mantienes serena, alargarás tu vida. Si te entra el pánico… Ya sé que estás a punto de ponerte histérica…, en fin, eso será peor para los dos. Respira hondo y procura controlarte.
Anne Hampton hizo lo que le decía.
Abrió los ojos e intentó valorar la situación. Había sólo una pequeña luz, en un rincón; la estancia se encontraba a oscuras en su mayor parte. No alcanzaba a ver al hombre, pero lo oía respirar. Gradualmente fue dándose cuenta de que no podía moverse. Estaba tendida de espaldas sobre una cama, con las manos amarradas y sujetas al cabecero y los pies atados al somier. Disponía de cierta holgura en las ligaduras; así que se giró todo lo que éstas dieron de sí para intentar ver dónde estaba.
—Ah, la curiosidad. Bien, eso demuestra que estás pensando.
Anne Hampton se vio abrumada de pronto por dos rápidos sentimientos. Primero la invadió una desesperación violenta, absorbente, ante su vulnerabilidad, y dejó escapar un sollozo. Fue como si se hubiera caído desde una gran altura y bajara dando tumbos, cada vez más deprisa. Después, con la misma brusquedad con la que había aparecido, aquella sensación se replegó y en su lugar experimentó un acceso de cólera. «Viviré —se dijo—. No pienso morir.»
Pero aquella declaración interior que había comenzado a inundarla se vio interrumpida por la voz fría y calma del hombre:
—Hay muchas clases de dolor en el mundo. Yo conozco la mayoría de ellas. No pongas a prueba mi destreza.
Anne Hampton no pudo reprimir el sollozo. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Empezó a preguntarse qué iba a pasar, pero consiguió dominarse, pensando: nada bueno. En cambio salieron de su boca unas palabras como si las hubiera pronunciado otra persona, una niña desamparada.
—Por favor. Por favor, suélteme. Haré lo que usted quiera, pero suélteme. —Se produjo un silencio. Anne Hampton sabía que el hombre no estaba estudiando la petición que acababa de hacerle—. Por favor —repitió. Le extrañó lo inútil que resultaba incluso el sonido de aquella súplica—. Dígame qué quiere de mí —rogó. Por su mente cruzaron un sinfín de posibilidades, pero se negó a ponerles nombre. Oyó al hombre exhalar aire lentamente. Fue un sonido horrible.
—Tú eres una estudiante —dijo—. Tendrás que aprender.
Por un instante, Anne Hampton tuvo la impresión de que se le había parado el corazón.
El hombre apareció a la luz por primera vez, simplemente salió de las sombras y entró en su visión periférica. Ella torció el cuello para verlo. Se había cambiado de ropa y había reemplazado la chaqueta de lino y los pantalones caqui por unos vaqueros oscuros y una camisa deportiva negra. Aquello la desorientó, y tuvo que mirar dos veces para cerciorarse de que se trataba de la misma persona. También su rostro parecía distinto; había desaparecido aquella sonrisa relajada y natural, de pronto parecía todo aristas y ángulos. I os ojos del hombre se clavaron en los de ella, y Anne Hampton tuvo la sensación de verse atraída hacia él, impotente, por la rigidez de su mirada, y tragó saliva.
—No luches —le dijo él. Calló unos instantes—. Si luchas, sólo conseguirás prolongar las cosas. Es más inteligente dejarse llevar por el… programa.
—Por favor —dijo ella—. No me haga daño. —Se escuchó a sí misma. Las palabras le salían solas, sin trabas, sin poder evitarlo—. Haré lo que usted quiera.
—Naturalmente que lo harás. —El hombre no apartó su mirada de la de ella. La absoluta certeza de lo que dijo la golpeó como un mazo—. Lo que yo quiera. Pero ésa es una respuesta aprendida. Condicionada. Y la lección no ha hecho más que empezar. —Sostuvo en alto el objeto rectangular para que ella pudiera verlo. Anne Hampton se estremeció involuntariamente y retrocedió. El hombre pulsó un botón que había a un costado del artilugio y ella vio una corriente eléctrica que saltaba de un polo al otro—. Ya conoces esto —le dijo. De repente Anne percibió agudamente el dolor que sentía en todo el cuerpo y dejó escapar un medio gemido que también era un medio sollozo—. ¿Sabes que en los estados de Georgia, Alabama, Missouri, Montana, Nuevo México y por lo menos otra media docena más se puede comprar un aturdidor sin necesidad de licencia? También se puede adquirir por correo, pero eso es más fácil de localizar. Claro que ¿qué motivo puede tener alguien para utilizar un objeto así? —Respondió él mismo a la pregunta—: Excepto para infligir dolor.
Anne Hampton sintió que le temblaba el labio inferior, y dijo con una voz trémula que era nueva:
—Por favor, haré lo que sea, por favor.
Él bajó el artilugio.
—No sería justo —dijo— utilizarlo de nuevo, después de haberte permitido experimentarlo una vez. —Ella sollozó, casi agradecida y lanzó una exclamación ahogada cuando él acercó su cara a la de ella y siseó—: Pero imagínate. Cuando lo utilicé contra ti, lo tenía ajustado en la posición más suave. Imagínate. Imagina lo que sería si aumentara la intensidad. Piensa en ese dolor. ¿No tuviste una sensación como si te agarrasen el alma y te la arrancasen del cuerpo? Piensa en ello.
Anne Hampton tuvo una súbita visión de un dolor profundo que le recorrió todo el cuerpo. Y se oyó responder:
—Sí, sí, sí. Dios, por favor.
—No reces —se apresuró a decir él.
—No, no, no rezaré. Lo que usted diga. Por favor.
—No supliques.
—Vale, vale. Sí, sí…
—Sólo piensa.
—Sí, sí, sí. —Anne asintió enérgicamente.
—Bien. Pero recuerda. Nunca anda muy lejos.
—Lo recordaré, lo recordaré.
De repente su tono de voz cambió y se volvió más solícito.
—¿Tienes sed?
Aquella palabra la hizo caer en la cuenta de que tenía la garganta reseca. Afirmó con la cabeza. El hombre desapareció de su vista. Oyó que se abría un grifo de agua. El hombre regresó a su lado con una toalla mojada y empezó a acariciarle los labios con ella. Ella chupó la humedad.
—Resulta fascinante el alivio que podemos obtener de algo tan simple como una toalla mojada en agua… —Ella afirmó—. Pero…, que lo mismo que nos proporciona alivio pueda aterrorizarnos.
Mientras pronunciaba la última palabra, de improviso empujó la toalla contra la boca y la nariz de Anne Hampton. Ella, asfixiada, boqueó en un intento de gritar, pero su grito quedó sofocado por la toalla. «¡Oh, Dios! —pensó—. ¡Voy a morir! ¡No puedo respirar!» Comprendió que estaba ahogándose y tuvo una súbita visión de su hermano en medio del hielo, agitando los brazos hacia ella. Sintió como si le estuvieran arrancando los pulmones del pecho. Puso los ojos en blanco y se debatió contra las ligaduras mientras en su cerebro, anegado por el pánico, todo se tornaba negro.
Y entonces él la soltó.
Ella luchó por respirar y llenó desesperadamente los pulmones.
—Ahora sentirás alivio —le dijo él. Empleó la toalla para secarle la frente. Ella sollozó otra vez.
—¿Qué va a hacerme?
—Si te lo dijera, se desvelaría el misterio.
Los sollozos se apoderaron de su cuerpo y se echó a llorar sin tapujos.
—¿Por qué?
Él no le hizo caso y la dejó llorar un momento.
Las lágrimas cesaron, y Anne Hampton lo miró.
—¿Más preguntas?
—Sí. No. No puedo…
—Está bien —repuso él con suavidad—. Esperaba que sintieras curiosidad. —Reflexionó durante un minuto. El tiempo pareció reflexionar con él—. ¿Alguna vez has leído una noticia en el periódico, acerca de un crimen, que sugería que a lo mejor le ocurrió eso una persona pero que no estaba claro del todo, y tu imaginación tuvo que abrirse paso por entre los eufemismos y las analogías para poder llegar a entenderlo bien? ¿Te ha pasado alguna vez?
—Sí. No. Creo que no. Lo que usted diga.
El la miró enfadado.
—Bueno, pues eso es lo que te ha ocurrido a ti. Estás atrapada en tina de esas historias. Eres un reportaje de las noticias… —Se echó a reír—. Sólo que esta noticia no ha sido escrita todavía. Y aún hay que inventar el titular. ¿Lo entiendes? ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
Ella negó con la cabeza. Intentó hablar:
—N…
—Quiere decir que tienes una oportunidad de vivir.
Ella emitió un sollozo. No sabía si debía sentirse agradecida.
En eso, él le propinó una fuerte bofetada en la boca, y a ella le dio vueltas la habitación. Luchó para no perder el conocimiento. Sintió el sabor de la sangre en las encías y le pareció que se le había mojado un diente.
—Pero también quiere decir que a lo mejor no la tienes. Tenlo en cuenta. —Aguardó unos instantes, observando el efecto de sus palabras en el rostro de ella. Anne Hampton sabía que no podía ocultar el terror que sentía, y le tembló el labio—. Eso no me gusta —concluyó en tono resuelto.
Y entonces la abofeteó de nuevo. Su mano se movió como a cámara lenta. Ella se sorprendió de sentir el dolor. Se relajó preguntándose cómo había podido sentirlo, pero esta vez se rindió al sufrimiento y se desmayó.
Cuando emergió de la noche de la inconsciencia tuvo cuidado de reprimir todo sonido de dolor, que era la reacción involuntaria al retorno de sus facultades. Notó que tenía el labio hinchado y sintió un gusto a sangre seca. Aún estaba atada y había vuelto el dolor de las articulaciones y los músculos, menos agudo pero con un vigor renovado que le dio miedo.
No oía al hombre, pero sabía que estaba cerca.
Aspiró despacio, luchando contra el dolor, y se obligó a hacer una valoración de cuanto la rodeaba. Sin mover la cabeza, dejó que sus ojos explorasen el techo. De él colgaba una única bombilla desnuda, pero estaba apagada. Distinguió que la estancia era pequeña, y supuso que se encontraba en un apartamento o en la habitación de un motel. Giró ligeramente la cabeza de un lado al otro y vio unos cuantos muebles de mal gusto y una ventana con la persiana bajada. Parecía haber un pequeño pasillo más allá de donde le alcanzaba la vista, y se figuró que sería el de entrada. No veía de dónde provenía la escasa iluminación, pero supuso que habría un baño contiguo y que su captor habría dejado la luz encendida. No supo decir qué hora era ni cuánto tiempo llevaba inconsciente.
Cayó en la cuenta, con una punzada de desesperación, de que no recordaba el día de la semana ni la fecha, y rápidamente intentó hacer memoria. «Estuve trabajando en la biblioteca un martes —se dijo—. Estamos en julio, a finales de julio. En la última semana. Sólo quedan tres semanas para que finalice el semestre.»
¿O eran cuatro? Se mordió el labio inferior y sintió que se le agolpaban las lágrimas en los ojos. «¡Acuérdate!», se exigió a sí misma. Creía que iba a estallarle el cerebro en su intento de recordar la fecha.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? Se echó a llorar.
En ese momento, como si le hubiera leído el pensamiento, su raptor dijo:
—A partir de ahora, yo seré quien controle el tiempo. —Su voz tenía un tono duro y tajante, y Anne no pudo contener las lágrimas. De su boca escapó un sollozo, después otro, hasta que por fin todo su cuerpo terminó estremeciéndose de desesperación. Él la dejó continuar. Anne no supo cuánto tiempo estuvo llorando, si fueron minutos u horas. Cuando cesó el llanto, lo oyó suspirar y añadir—: Bien. Ahora podremos continuar.
Se puso tensa, como en un movimiento reflejo. Fuera de su campo visual lo oyó hurgar en el interior de una bolsa.
—¿Qué va a hacer? —le preguntó.
De inmediato lo tuvo a su lado.
—¡Nada de preguntas! —masculló él en tono agresivo y le dio una bofetada—. ¡Nada de preguntas! —La abofeteó otra vez—. ¡Nada de preguntas!
La abofeteó por tercera vez.
Todo sucedió tan deprisa que el dolor y la sorpresa parecieron confundirse.
—No, no, no, lo siento… —se disculpó ella.
Él la miró.
—¿Alguna pregunta? —inquirió.