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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (105 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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En el coche de segunda clase entra Podtiaguin, y detrás de él, con su gorra encarnada, aparece el jefe de estación.

—Este caballero pretende que no tengo derecho a pedirle el billete, y hasta se ha enfadado. Le ruego, señor jefe, que le aclare si procedo por obligación o por pasar el rato. ¡Caballero! —prosigue Podtiaguin dirigiéndose al hombre flaco—. ¡Caballero!, si usted no me cree puede interrogar al jefe de estación…

El enfermo salta como picado por una avispa, abre los ojos y muestra una cara compungida y se apoya en los cojines.

—¡Dios mío! ¡He tomado el segundo polvo de morfina, que me calmó; iba a coger el sueño, y otra vez!… ¡Otra vez el billete!… ¡Le suplico tenga compasión de mí!

—Interrogue al señor jefe, y verá usted entonces si tengo derecho, o no, a pedir los billetes.

—¡Esto es insoportable! ¡Tome usted su billete! ¡Le compraré, si quiere todavía, otros cinco; pero déjeme que me muera en paz! ¿Es posible que no haya sufrido usted alguna vez? ¡Qué gente tan insensible!

—¡Es una mofa! —dice indignado un señor que viste uniforme militar—. ¡No puedo explicarme de otro modo tamaña insistencia!

—Déjelo —le dice el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirándole a Podtiaguin de la manga.

Podtiaguin se encoge de hombros y camina lentamente detrás del jefe.

—¿De qué sirve el ser complaciente? —añade con perplejidad—. Sólo para que el viajero se tranquilice le he llamado al jefe, y en lugar de agradecérmelo me regaña.

Otra estación. Parada de diez minutos.

Podtiaguin se va a la cantina a tomar un vaso de agua de Seltz. Se le acercan dos caballeros de uniforme y le dicen:

—¡Oiga usted, jefe del tren! Su proceder con el pasajero enfermo indigna a todos los que lo hemos presenciado. Yo soy ingeniero y este señor es coronel; le declaro que si no presenta usted sus excusas, formularemos una queja contra usted a su jefe de línea, que es conocido nuestro.

—¡Pero, caballeros, es que yo…, es que él!…

—No queremos explicaciones; le advertimos que si no presenta usted sus excusas, tomaremos al enfermo bajo nuestra protección.

—¡Está bien!… Perfectamente… le daré mis excusas…, si ustedes lo desean.

Media hora más tarde, Podtiaguin prepara su frase de excusas para contentar al pasajero y no rebajar demasiado su dignidad. Hele aquí de nuevo en el coche de segunda.

—¡Caballero! —le dice—. ¡Caballero, escúcheme!

El enfermo se estremece y salta.

—¿Qué?

—Es que yo quiero…, ¿cómo decirlo?…, ¿cómo explicarle?… No se ofenda usted…

—¡Ah!… ¡Agua!… —grita el enfermo, llevándose la mano al corazón—. He tomado el tercer polvo de morfina…, me dormía, y otra vez… Dios mío, ¿cuándo se acabará esta tortura?

—Pero es que yo…; dispénseme…

—Basta…; hágame bajar en la primera estación… No puedo soportarlo más… Me… muero…

—¡Esto es abominable —exclaman voces desde el público—; váyase de aquí! ¡Tendrá usted que responder de sus insolencias! ¡Váyase usted!

Podtiaguin suspira hondamente y se marcha del vagón. En el coche de los empleados siéntase rendido al lado de la mesa y prorrumpe en quejas.

—¡Qué público! ¡Sea usted complaciente, conténtelos! ¿Cómo podrá uno trabajar? Así sucede que uno lo abandona todo y se entrega a la bebida… Cuando uno no hace nada, enójanse con él; si trabaja, igualmente se enfadan con él… Beberé una copita…

Podtiaguin absorbe de un golpe media botella de vodka, y no reflexiona ya más ni en el trabajo, ni en su obligación, ni en la honradez.

Réquiem

En la iglesia de la Virgen de Odigitrievskaia, situada en el pueblo de Verknie-Saprudi, acaba de terminar la misa. La gente se pone en movimiento y sale de la iglesia. El único que no se mueve es el comerciante de coloniales Andrei Andreich, el inteligente de Verknie-Saprudi, antiguo vecino de la localidad. Permanece apoyado contra la balaustrada del lugar destinado al coro y espera. Su rostro, afeitado, grasiento, de piel que los granos volvieron desigual, expresa ahora dos sentimientos contradictorios: sumisión a los misterios religiosos y un desdén embotado y sin límites hacia los campesinos y campesinas que con sus pañuelos de abigarrados colores pasan ante él. Por ser domingo, va vestido como un petimetre: abrigo de paño con botones de hueso, amarillos, pantalones azul marino y sólidos chanclos; esos chanclos que sólo calzan las gentes reposadas, razonables y de profundas convicciones religiosas. Sus ojos perezosos se dirigen a las imágenes. Contempla la faz, ha largo tiempo conocida, de los santos; ve al guardián Matvei inflando las mejillas para apagar las velas, a los sombríos portacirios, a la rosada alfombra, al sacristán Lopujov, que pasa apresurado junto al altar llevando pan bendito… Hace mucho tiempo que todo esto ha sido tan visto y requetevisto por él como sus propios cinco dedos… En realidad, lo único que resulta extraño y desacostumbrado es la presencia del padre Grigorii junto a la puerta norte del altar, todavía revestido y dirigiendo a alguien gestos enojados con las espesas cejas.

«¿Para quién serán esos gestos?…, ¡y que Dios le conserve la salud! —piensa el tendero—. ¡Ahora llama con el dedo!… ¡Y golpea con el pie!… ¡Vaya!… ¿Qué pasa, Virgen Santísima?… ¿A quién hará eso?»

Andrei Andreich vuelve la cabeza y ve una iglesia completamente vacía. Junto a la puerta se agrupan todavía unas diez personas, pero ya de espaldas al altar.

—¡Ven cuando te llamen!… ¿Qué haces ahí parado como una estatua? —oye decir a la voz enfadada del padre Grigorii—. ¡Es a ti a quien estoy llamando!

El tendero mira el rostro rojo e irritado del padre Grigorii, y sólo entonces se le ocurre pensar que el fruncimiento de cejas y la señal del dedo pudieran haberle sido dirigidos. Estremeciéndose abandona la balaustrada, e indeciso, metiendo ruido con los macizos chanclos, se dirige al altar.

—¡Andrei Andreich!, ¿eres tú el que ha enviado una nota con este nombre, María, para que sea encomendada en la invocación por los difuntos? —pregunta el sacerdote mirando con ojos enfadados su grasiento y sudoroso rostro.

—Sí, señor.

—Entonces, ¿fuiste tú quien escribió esto? ¿Lo escribiste tú?…

Y el padre Grigorii, muy enfadado, acerca un papelito a sus ojos. En este, que Andrei Andreich entregara y que contiene el nombre de la difunta a quien desea encomendar, aparece escrito: «Por el eterno descanso de la sierva de Dios y fornicadora María».

—En efecto, señor; yo fui el que lo escribió —contesta el tendero.

—¿Y cómo te atreviste a escribir una cosa así? —pronuncia en un murmullo el padre Grigorii alargando las sílabas; murmullo que revela a la vez enfado y miedo.

El tendero lo contempla con expresión de embotado asombro, queda perplejo y se asusta a su vez. ¡Jamás en su vida el padre Grigorii empleó este tono con los inteligentes de Verknie-Saprudj!… Ambos guardan silencio y, por espacio de un minuto, se miran el uno al otro a los ojos. La perplejidad del tendero es tal que su grasiento rostro parece desparramarse en todas direcciones, como una masa que se derrite.

—¿Cómo te atreviste? —repite el cura.

—Yo…, ¿a qué?… —se asombra Andrei Andreich.

—Pero ¿no lo comprendes? —murmura con un gesto sorprendido el padre Grigorii retrocediendo un paso—. ¿Se puede saber qué es lo que llevas sobre los hombros? ¿Es una cabeza lo que llevas o un objeto cualquiera?… ¡Entregas una nota para el altar y escribes en ella unas palabras que ni siquiera en la calle sería conveniente pronunciar!… ¿Qué haces ahí mirándome con esos ojos tan espantados?… ¿Ignoras acaso el significado de esas palabras?…

—¿Se refiere usted a lo de fornicadora?… —balbucea el tendero, poniéndose encarnado y parpadeando—. ¡Sin embargo, Nuestro Señor…, en su bondad…, perdonó a la pecadora!… ¡La llevó a su lado!… ¡Y en el libro de Santa María Egipciaca se ve el sentido en que se emplean esas palabras…, con perdón de usted!

El tendero intenta aportar en su defensa un nuevo argumento, pero se embarulla y se seca los labios con la manga.

—¡Ah!… ¿Es esa la manera que tienes entonces de comprenderlo?… —exclama el padre Grigorii—. ¡Nuestro Señor lo que hizo fue perdonar!…, ¿comprendes?… mientras que tú acusas…, ¿comprendes?… ¡Designas con una fea palabra!…, ¿y a quién, además?… ¡A tu propia hija, que en paz descanse!… ¡No ya en los libros religiosos…, ni en los libros profanos podría encontrarse un pecado semejante!… ¡Te lo repito, Andrei!… ¡No te las eches de sabio!… ¡Sí, hermano!… ¡No tienes que dártelas de sabio!… ¡Aunque Dios te haya dado una inteligencia despejada…, si no la sabes conducir…, mejor será que no intentes profundizar en nada!… ¡No profundices y cállate!

—Pero es que ella…, con perdón de usted…, ¡fue actriz! —pronunció confuso Andrei.

—¡Una actriz!… ¡Fuera lo que fuera, después de su muerte debes olvidarlo todo y no escribir en una nota una cosa así!…

—Cierto… —concede el tendero.

—¡Lo que habría que haber hecho contigo era imponerte alguna penitencia! —dice desde el fondo, junto al altar, la voz de bajo del diácono, que mira con desprecio el rostro turbado de Andrei Andreich—. ¡Así es como hubieras dejado de echártelas de inteligente!… ¡Tu hija fue una actriz célebre!… ¡En ocasión de su fallecimiento, todos los periódicos hablaron de ella!… ¡Vaya filósofo que estás hecho!

—¡Claro que sí!… ¡Cierto!… —balbucea el tendero—. ¡Esas palabras no serán adecuadas…, pero yo no lo hice como censura, padre Grigorii!… Lo hice con fines espirituales…, ¡para que viera usted más claramente a quién tenía que encomendar!… En esas notas se designa a los difuntos de muchas maneras…, como, por ejemplo: «El tierno infante Iona…» «Pelagueia la ahogada…» «Egor el guerrero…» «El interfecto Pavel…» ¡También yo quise!…

—¡No es juicioso, Andrei!… ¡Que Dios te perdone, pero otra vez ten cuidado! Y, sobre todo, ¡no te las eches de sabio!… ¡Para pensar, toma ejemplo de los demás!… ¡Bueno!… ¡Haz diez genuflexiones y vete!

—Lo que usted diga —responde el tendero, alegrándose de que hubieran terminado de amonestarlo e imprimiendo de nuevo a su semblante un aire de importancia y gravedad—. ¿Diez genuflexiones?… Muy bien. Comprendo perfectamente… ¡Ahora, señor cura, permítame un ruego!… ¡Como de todas maneras soy su padre, como usted sabe, y ella…, fuera lo que fuera, de todas maneras es mi hija…; yo…, y usted perdone…, quisiera que se dijera un Réquiem por su alma!… ¡También me permito pedírselo a usted, padre diácono!…

—Eso está bien —dice el padre Grigorii, despojándose de sus vestiduras—. ¡Eso te lo alabo!… Se dirá… Retírate ahora, que saldremos en seguida.

El guardián Matvei hace los preparativos para el Réquiem, que no tarda en empezar.

Con paso mesurado se aleja Andrei Andreich del altar, y rojo y con cara de Réquiem, se coloca en el centro de la iglesia.

Reina el silencio. Sólo se escucha el sonido metálico que hace el incensario al moverse y las notas largas del canto… Junto a Andrei Andreich está el guardián Matvei, la portera Makarievna y su hijito Mitka, el del brazo seco. Nadie más. El sacristán canta mal, con desagradable voz de bajo, y el tema y las palabras del canto son tan tristes que el tendero va perdiendo poco a poco su continente grave y sumergiéndose en la tristeza… ¡Recuerda a su Maschutka!… ¡Recuerda que nació mientras él prestaba servicio de lacayo en la casa de los señores de Verknie-Saprudi! En medio del trajín de su trabajo de lacayo no reparaba en cómo crecía su niña. El largo período de la transformación de ésta en una graciosa criatura de cabellos rubios, ojos pensativos y grandes, como kopecs…, le pasó inadvertido… Se educaba ella como suelen educarse los hijos de los lacayos preferidos, en blancos pañales al lado de las señoritas. Los señores, por no tener otra cosa que hacer, le enseñaron a leer, a escribir, a bailar…, no teniendo él, por tanto, que intervenir en su educación. Si acaso, a veces…, cuando se encontraba con ella casualmente en las proximidades del portalón o en el descansillo de la escalera, recordando que era su hija, aprovechaba los ratos libres para enseñarle oraciones e Historia Sagrada. ¡Oh!… ¡Él ya era entonces famoso por sus conocimientos de Doctrina e Historia Sagrada!… La niña, aunque el semblante de su padre era grave y sombrío, lo escuchaba con gusto. Repetía perezosamente las oraciones; pero cuando él, tartamudeando en su esfuerzo por expresarse con más rebuscamiento, se ponía a contarle la Historia Sagrada, se hacía toda oídos. El plato de lentejas de Esaú, la destrucción de Sodoma, las penalidades sufridas por el pequeño José, eran causa de que palideciera y se abrieran muy grandes sus ojos azules. Más tarde, cuando dejó de ser lacayo y pudo adquirir con el dinero ahorrado una tiendecita en el pueblo, Maschutka se fue con los señores a Moscú. Tres años antes de su muerte vino a visitar a su padre. Éste apenas la reconoció. Era una mujer esbelta y joven, con los ademanes de una dama y vestida como se visten las damas. Hablaba de una manera inteligente, como si estuviera leyendo en un libro, y dormía hasta el mediodía. Cuando Andrei Andreich le preguntó en qué se ocupaba, mirándolo valientemente a los ojos, anunció: «Soy actriz». Aquella sinceridad se le antojó al ex lacayo el colmo del cinismo. Maschutka se dispuso a hacer valer sus éxitos y a referir la vida de los actores; pero al ver que su padre se limitaba a ponerse encarnado y a hacer gestos de desconcierto, guardó silencio. Y así, callados, sin mirarse el uno al otro, vivieron las dos semanas que transcurrieron hasta su partida. La víspera de la marcha suplicó a su padre que diera con ella un paseo por la orilla del río. A pesar de su temor a presentarse en pleno día ante las gentes con su hija actriz, cedió a sus ruegos.

—¡Qué sitios tan maravillosos tienen aquí! —se admiraba ella durante el paseo—. ¡Qué despeñaderos y qué pantanos!… ¡Dios mío!… ¡Qué hermosa es mi tierra!…

Y se echó a llorar.

«¡Son cosas que no hacen más que ocupar sitio! —pensaba Andrei Andreich fijando una mirada obtusa en los despeñaderos, y sin comprender el entusiasmo de su hija—. ¡Se sacaría de ellos tanto provecho como leche de un cordero!…».

Ella lloraba, lloraba. Su pecho aspiraba el aire con ansia…, ¡como si presintiera que no le quedaría mucho tiempo de aspirarlo!…

Igual que el caballo que recibe un picotazo, Andrei Andreich sacude la cabeza y, para amortiguar la pesadez del recuerdo, empieza apresuradamente a santiguarse…

«¡Perdona, Señor, a tu sierva María, que en paz descanse! ¡A esa fornicadora!… ¡Perdónale sus pecados voluntarios e involuntarios!…».

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