Relatos y cuentos (108 page)

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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

BOOK: Relatos y cuentos
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—Pero escúchame, Ana, escúchame… —repetía Gurov rápidamente y en voz baja—. Te suplico que me escuches…

Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.

—¡Soy tan desgraciada! —siguió diciendo sin escucharle—. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?…

En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.

—¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! —gritaba ella con horror apartándolo de sí—. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo… Te lo pido por lo que más quieras… Te lo suplico… ¡Que viene gente!

Alguien subía por las escaleras.

—Es preciso que te vayas —siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro—. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!… No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.

Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo y se marchó del teatro.

IV

Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.

Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.

—Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva —dijo Gurov a su hija—. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.

—¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?

Y le explicó esto también.

Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad —como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas—, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.

Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.

—Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? —preguntó Gurov—. ¿Qué noticias traes?

—Espera; ahora te contaré…, no puedo hablar.

Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.

«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.

Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.

—¡Ven, cállate! —dijo Gurov.

Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.

Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.

Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.

Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.

Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.

Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.

Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno…

—No llores, querida —le dijo—. Ya has llorado bastante, vamos… Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.

Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?…

—¿Cómo? ¿Cómo? —se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos—. ¿Cómo?…

Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.

Los simuladores

Marfa Petrovna, la viuda del general Pechonkin, ejerce, unos diez años ha, la medicina homeopática y recibe los martes por la mañana a los aldeanos enfermos que acuden a consultarla.

Es una hermosa mañana del mes de mayo. Delante de ella, sobre la mesa, vese un estuche con medicamentos homeopáticos, los libros de medicina y las cuentas de la farmacia donde se surte la generala.

En la pared, con marcos dorados, figuran cartas de un homeópata de Petersburgo, que Marfa Petrovna considera como una celebridad, así como el retrato del Padre Aristarco, que la libró de los errores de la alopatía y la encaminó hacia la verdad.

En la antesala esperan los pacientes. Casi todos están descalzos, porque la generala ordena que dejen las botas malolientes en el patio. Marfa Petrovna ha recibido diez enfermos; ahora llama al undécimo:

—¡Gavila Gruzd!

La puerta se abre; pero en vez de Gavila Gruzd entra un viejecito menudo y encogido, con ojuelos lacrimosos: es Zamucrichin, propietario, arruinado, de una pequeña finca sita en la vecindad.

Zamucrichin coloca su cayado en el rincón, acércase a la generala y sin proferir una palabra se hinca de rodillas.

—¿Qué hace usted? ¿Qué hace usted, Kuzma Kuzmitch? —exclama la generala ruborizándose—. ¡Por Dios!…

—¡Me quedaré así en tanto que no me muera! —respondió Zamucrichin, llevándose su mano a los labios—. ¡Que todo el mundo me vea a los pies de nuestro ángel de la guarda! ¡Oh, bienhechora de la Humanidad! ¡Que me vean postrado de hinojos ante la que me devolvió la vida, me enseñó la senda de la verdad e iluminó las tinieblas de mi escepticismo, ante la persona por la cual hallaríame dispuesto a dejarme quemar vivo! ¡Curandera milagrosa, madre de los enfermos y desgraciados! ¡Estoy curado! Me resucitasteis como por milagro.

—¡Me… me alegro muchísimo!… —balbucea la generala henchida de satisfacción—. Me causa usted un verdadero placer… ¡Haga el favor de sentarse! El martes pasado, en efecto, se encontraba usted muy mal.

—¡Y cuán mal! Me horrorizo al recordarlo —prosigue Zamucrichin sentándose—; fijábase en todos los miembros y partes el reuma. Ocho años de martirio sin tregua…, sin descansar ni de noche ni de día. ¡Bienhechora mía! He visto médicos y profesores, he ido a Kazan a tomar baños de fango, he probado diferentes aguas, he ensayado todo lo que me decían… ¡He gastado mi fortuna en medicamentos! ¡Madre mía de mi alma! Los médicos no me hicieron sino daño, metieron mi enfermedad para dentro; eso sí, la metieron hacia dentro; mas no acertaron a sacarla fuera; su ciencia no pasó de ahí. ¡Bandidos; no miran más que el dinero! ¡El enfermo les tiene sin cuidado! Recetan alguna droga y os obligan a beberla! ¡Asesinos! Si no fuera por usted, ángel mío, hace tiempo que estaría en el cementerio. Aquel martes, cuando regresé a mi casa después de visitarla, saqué los globulitos que me dio y pensé: «¿Qué provecho me darán? ¿Cómo estos granitos, apenas invisibles, podrán curar mi enorme padecimiento, extinguir mi dolencia inveterada?». Así lo pensé; me sonreí; no obstante, tomé el granito y momentáneamente me sentí como si no hubiera estado jamás enfermo; ¡aquello fue una hechicería! Mi mujer me miró con los ojos muy abiertos y no lo creía. «¿Eres tú, Kolia?», me preguntó. «Soy yo», y nos pusimos los dos de rodillas delante de la Virgen Santa y suplicamos por usted, ángel nuestro: «Dale, Virgen Santa, todo el bien que nosotros deseamos».

Zamucrichin se seca los ojos con su manga, se levanta e intenta arrodillarse de nuevo; pero la generala no lo admite y le hace sentar.

—¡No me dé usted las gracias! ¡A mí, no! —y se fija con admiración en el retrato del Padre Aristarco—. Yo no soy más que un instrumento obediente… Usted tiene razón, ¡es un milagro! ¡Un reuma de ocho años, un reuma inveterado y curado de un solo globulito de escrofuloso!

—Me hizo usted el favor de tres globulitos. Uno lo tomé en la comida y su efecto fue instantáneo, otro por la noche, el tercero al otro día, y desde entonces no siento nada. Estoy sano como un niño recién nacido. ¡Ni una punzada! ¿Y yo que me había preparado a morir y tenía una carta escrita para mi hijo, que reside en Moscú, rogándole que viniera? ¡Es Dios quien la iluminó con esa ciencia! Ahora me parece que estoy en el Paraíso… El martes pasado, cuando vine a verle, cojeaba. Hoy me siento en condiciones de correr como una liebre… Viviré unos cien años. ¡Lástima que seamos tan pobres! Estoy sano; pero de qué me sirve la salud si no tengo de qué vivir. La miseria es peor que la enfermedad. Ahora, por ejemplo, es tiempo de sembrar la avena, ¿y cómo sembrarla si carezco de semillas? Hay que comprar… y no tengo dinero…

—Yo le daré semillas, Kuzma Kuzmitch… ¡No se levante, no se levante! Me ha dado usted una satisfacción tal, una alegría tan grande, que soy yo, no usted, quien ha de dar las gracias.

—¡Santa mía! ¡Qué bondad es ésta! ¡Regocíjese, regocíjese usted, alma pura, contemplando sus obras de caridad! Nosotros sí que no tenemos de qué alegrarnos… Somos gente pequeña…, inútil, acobardada… No somos cultos más que de nombre; en el fondo somos peor que los campesinos… Poseemos una casa de mampostería que es una ilusión, pues el techo está lleno de goteras… Nos falta dinero para comprar tejas…

—Le daré tejas, Kuzma Kuzmitch.

Zamucrichin obtiene además una vaca, una carta de recomendación para su hija, que quiere hacer ingresar en una pensión.

Todo enternecido por los obsequios de la generala rompe en llanto y saca de su bolsillo el pañuelo. A la par que extrae el pañuelo deja caer en el suelo un papelito encarnado.

—No lo olvidaré siglos enteros; mis hijos y mis nietos rezarán por usted… De generación a generación pasará… «Ved, hijos, les diré, la que me salvó de la muerte, es la…».

Después de haber despachado a su cliente, la generala contempla algunos momentos, con los ojos llenos de lágrimas, el retrato del Padre Aristarco; luego sus miradas se detienen con cariño en todos los objetos familiares de su gabinete: el botiquín, los libros de medicina, la mesa, los cuentos, la butaca donde estaba sentado hace un momento el hombre salvado de la muerte, y acaba por fijarse en el papelito perdido por el paciente. La generala lo recoge, lo despliega y ve los mismos tres granitos que dio a Zamucrichin el martes pasado.

—Son los mismos… —se dice con perplejidad—, hasta el papel es el mismo. ¡Ni siquiera lo abrió! En tal caso, ¿qué es lo que ha tomado? ¡Es extraordinario! No creo que me engañe…

En el pecho de la generala penetra por primera vez durante sus diez años de práctica la duda…

Hace entrar los otros pacientes, e interrogándoles acerca de sus enfermedades nota lo que antes le pasaba inadvertido. Los enfermos, todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empiezan por halagarla, ensalzando sus curas milagrosas; están encantados de su sabiduría médica; reniegan de los alópatas, y cuando se pone roja de alegría, le explican sus necesidades. Uno pide un terrenito, otro leña, el tercero solicita el permiso de cazar en sus bosques, etc. Levanta sus ojos hacia la faz ancha y bondadosa del Padre Aristarco, que le enseñó los senderos de la verdad, y una nueva verdad entra en su corazón… Una verdad mala y penosa… ¡Qué astuto es el hombre!

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