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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (101 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Después, para disipar un poco sus temores, Andrei Efímich se fue a la cama de Iván Dimítrich y se sentó en ella.

—Mi ánimo ha decaído, amigo —masculló, temblando y secándose el sudor frío—. Ha decaído.

—Pues consuélese filosofando —respondió, sarcástico, Iván Dimítrich.

—¡Dios mío, Dios mío!… Sí, sí… Usted dijo en cierta ocasión que en Rusia no hay filosofía, pero que filosofa todo el mundo, incluso la morralla. Ahora bien: a nadie perjudica la morralla cuando filosofa —dijo Andrei Efímich, como con ganas de llorar y de mover a compasión—. ¿A qué viene, querido, esa risa maligna? ¿Y cómo no va a filosofar la morralla si no está satisfecha? Un hombre inteligente, instruido, altivo, libre, semejanza de Dios, no tiene otro remedio que irse de médico a un villorrio sucio y estúpido, pasándose la vida entre ventosas, sanguijuelas y sinapismos. ¡Charlatanería, cerrazón, ruindad! ¡Oh Dios mío!

—No dice usted más que sandeces. Si no le gustaba ser médico, podía haberse metido a ministro.

—A nada, a nada. Somos débiles, querido… Yo era impasible; razonaba de la manera más optimista y cuerda; y ha bastado que la vida me tratase rudamente para hacerme perder el ánimo… para postrarme… Somos débiles. Somos despreciables… Y usted también lo es, querido. Es usted inteligente, noble; con la leche de su madre mamó afanes bondadosos, pero apenas penetró en la vida, se fatigó y se enfermó… ¡Somos débiles, somos débiles!…

Algo más, aparte del miedo y el enojo, inquietaba a Andrei Efímich desde que oscureció. Era algo inconcreto. Y por fin se dio cuenta de lo que era: quería beber cerveza y fumar.

—Yo me voy de aquí, querido —dijo al cabo de un instante—. Pediré que den la luz… No puedo seguir así… Me es imposible…

Andrei Efímich se dirigió a la puerta y la abrió, pero instantáneamente Nikita le cerró el paso:

—¿A dónde va usted? No se puede salir, no se puede. Es hora de dormir.

—Sólo un momento; deseo dar una vuelta por el patio —explicó Andrei Efímich.

—Imposible, imposible. Hay una orden de no dejar salir a nadie. Usted mismo lo sabe.

Nikita cerró la puerta y apretó la espalda contra ella.

—Pero si yo salgo, ¿a quién dañaré con ello? —preguntó Andrei Efímich encogiendo los hombros—. No lo comprendo. ¡Nikita, debo salir! ¡Lo necesito! —añadió, con voz temblona.

—¡No provoque desórdenes, mire que no está bien! —le aleccionó Nikita.

—¡Valiente diablo! —gruñó Iván Dimítrich, levantándose repentinamente—. ¿Qué derecho tiene éste a no dejarle salir? ¿Por qué nos tienen encerrados aquí? Me parece que la ley lo dice bien claro: nadie puede ser privado de su libertad como no sea por los tribunales. ¡Esto es una arbitrariedad! ¡Esto es violencia!

—¡Arbitrariedad, arbitrariedad! —le secundó Andrei Efímich alentado por los gritos de Iván Dimítrich—. ¡Tengo necesidad de salir, y debo salir! ¡Nadie tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes salir!

—¿Lo oyes, bruto inmundo? —gritó Iván Dimítrich, y se puso a golpear la puerta—. ¡Abre, o echo abajo la puerta! ¡Asesino!

—¡Abre! ¡Yo lo exijo! —gritó también Andrei Efímich, temblando de arriba abajo.

—Sigue hablando y verás —respondió Nikita desde el otro lado de la puerta—. Sigue hablando.

—Por lo menos, llama a Evgueni Fiodorich. Dile que le ruego que venga… un minuto.

—Mañana vendrá.

—No nos soltarán nunca —dijo Iván Dimítrich—. Nos pudriremos aquí. ¡Dios de los cielos! ¿Será posible que no haya en el otro mundo un infierno y que estos canallas se queden sin ir a él? ¿Dónde está la justicia? ¡Abre, granuja, que me asfixio! —gritó, ronco, y se arrojó contra la puerta—. ¡Me romperé la cabeza! ¡Asesinos!

Nikita abrió inopinadamente la puerta, dio un rudo empujón a Andrei Efímich con ambas manos y con la rodilla, y luego, volteando el brazo, le descargó un puñetazo en plena cara. Andrei Efímich creyó que una enorme ola salada le había envuelto arrastrándole hasta la cama. Notó en la boca un gusto salobre: probablemente era sangre de los dientes. Como si tratase de salir de la ola, agitó los brazos y se asió a la cama, pero en aquel momento sintió que Nikita le asestaba otros dos golpes en la espalda.

Oyó al instante gritos de Iván Dimítrich. También debían estar pegándole.

Después todo quedó en silencio. La difusa luz de la luna penetraba por la reja, proyectando en el suelo la sombra de una red. Daba miedo. Andrei Efímich, tendido en la cama y contenida la respiración, esperaba horrorizado nuevos golpes. Diríase que alguien le hubiera clavado una hoz, retorciéndosela varias veces en el pecho y en el vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes. Y de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, se abrió paso una idea horrible, sobrecogedora: aquellos hombres, que ahora semejaban sombras negras a la luz de la luna, habían padecido el mismo dolor años enteros, día tras día. ¿Cómo había sido posible que él no lo supiera, ni quisiera saberlo, durante más de veinte años? Él lo ignoraba, desconocía la existencia de aquel sufrimiento. Por consiguiente, no era culpable. Pero la conciencia, tan incomprensiva y tan ruda como Nikita, le hizo helarse de la cabeza a los pies. Saltó de la cama, quiso gritar con toda la fuerza de sus pulmones y correr a matar a Nikita, a Jobotov, al inspector y al practicante, suicidándose luego; mas su pecho no emitió sonido alguno, y las piernas no le obedecieron. Jadeante y furioso, Andrei Efímich desgarró sobre su pecho la bata y el camisón, y después de hacerlos jirones, perdió el conocimiento y se desplomó en la cama.

XIX

A la mañana siguiente le dolía la cabeza, le zumbaban los oídos y se sentía muy decaído. No se avergonzaba al recordar su debilidad de la víspera. Había sido un pusilánime, tuvo miedo hasta de la luna y puso de manifiesto sentimientos e ideas que jamás había imaginado tener: por ejemplo, la idea de la insatisfacción de la morralla filosofante. Pero ahora todo le importaba poco.

No comía, no bebía, yacía inmóvil y callaba.

«Nada me importaba —pensaba cuando le preguntaban algo—. No voy a contestar… Me da igual».

Después de almorzar llegó Mijaíl Averiánich y le trajo un paquete de té y una libra de mermelada. También fue a visitarle Dariushka, que permaneció una hora entera de pie junto a la cama, con una expresión de amargura en el semblante. Acudió, asimismo, el doctor Jobotov, quien trajo el consabido frasco de bromuro de potasio y ordenó a Nikita que sahumara el pabellón con algo.

Antes de que anocheciera, Andrei Efímich murió de una apoplejía. Al principio notó escalofríos penetrantes y fuertes náuseas. Parecióle que algo repugnante se le expandía por el cuerpo, hasta los dedos, y partiendo del estómago en dirección a la cabeza, le inundaba los ojos y los oídos. Una capa verde le veló los ojos. Andrei Efímich comprendió que había llegado su fin y recordó que Iván Dimítrich, Mijaíl Averiánich y millones de seres creían en la inmortalidad. ¿Y si, verdaderamente, existía? Pero él no deseaba la inmortalidad; y pensó en ella un instante tan sólo. Un rebaño de renos, de gracia y belleza excepcionales, cuya descripción había leído en un libro el día anterior, pasó junto a él; después, una mujeruca le tendió la mano con una carta certificada… Mijaíl Averiánich pronunció unas palabras. Luego desapareció todo; y Andrei Efímich se durmió para siempre.

Llegaron unos
mujiks
, lo asieron de los brazos y de las piernas y se lo llevaron en volandas a la capilla. Allí estuvo tendido en una mesa, con los ojos abiertos, iluminado por la luna. A la mañana siguiente, Serguei Sergueich oró muy devotamente ante el crucifijo y cerró los ojos a su antiguo jefe.

El entierro fue un día después. Asistieron solamente Mijaíl Averiánich y Dariushka.

Un padre de familia

Lo que contaré sucede, generalmente, después de perder al juego o después de una borrachera o un ataque estomacal. Stefan Stefanovich Gilin se despierta de pésimo humor. Refunfuña, levanta las cejas, se le eriza el pelo; su rostro es cetrino; se diría que le han ofendido o que algo le produce repugnancia. Se viste despacio, bebe su agua de
Vichy
y va de una habitación a otra.

—Quisiera yo saber quién es el animal que cierra las puertas. ¡Que quiten de ahí ese papel! Tenemos veinte criados, y hay menos orden que en una taberna. ¿Quién llama? ¡Que el diablo se lleve a quien viene!

Su mujer le advierte:

—¡Pero si es la institutriz que cuidaba a nuestro Fedia!…

—¿A qué ha venido? ¿A comer de arriba?

—No hay modo de comprenderte, Stefan Stefanovich; tú mismo la invitaste, y ahora te enojas.

—Yo no me enojo; me limito a dejar una constancia. Y tú, ¿por qué no te ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y peleando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días enteros en la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia de carga, y la mujer, la compañera de la vida, se queda sentada como una muñequita; no hace nada; sólo busca la ocasión de pelearse con su marido. Es ya tiempo de que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah! ¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?

—Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando estás mal del hígado.

—¿Quieres buscarme las cosquillas?

—¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?

—Aunque así fuera, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo rendir cuentas a nadie. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí me pertenece. ¿Lo entiende usted?, me pertenece.

En el mismo tono continúa incesantemente. Pero nunca Stefan Stefanovich aparece tan severo, tan justo y tan virtuoso como durante la comida, cuando toda la familia está junto a él. Cierta actitud empieza desde la sopa. Traga la primera cucharada, hace una mueca y deja de comer.

—¡Es horroroso! —murmura—; tendré que comer en el restaurante.

—¿Qué hay? —pregunta su mujercita—. La sopa, ¿no está buena?

—No. Hace falta tener paladar de perro para tragar esta sopa. Está salada. Huele a trapo. Las cebollas flotan deshechas en trozos chiquitos y parecen bichos… Es increíble. Amfisa Ivanova —exclamó dirigiéndose a la institutriz—. Diariamente doy una buena cantidad de dinero para los víveres; me privo de todo, y vea cómo se me alimenta. Seguramente existe el propósito de que deje mi empleo y que yo mismo me meta a cocinar.

—La sopa está hoy muy sabrosa —hace notar la institutriz.

—¿Sí? ¿Le parece a usted? —replica Gilin, mirándola fijamente—. Después de todo, cada uno tiene su gusto particular; y debo advertir que nuestros gustos son completamente diferentes. A usted, por ejemplo, ¿le gustan los modales de este niño?

Gilin, con un gesto dramático, señala a su hijo, y añade:

—Usted está encantada con él, y yo, simplemente, me indigno.

Fedia, niño de siete años, ojeroso, enfermizo, deja de comer y baja los ojos. Su cara se pone pálida.

—Usted —agrega Stefan Stefanovich— está encantada; pero yo me indigno de veras. Quién lleva la casa, lo ignoro; me atrevo a pensar que yo, como padre que soy, conozco mejor a mi hijo que usted. Observe usted, observe cómo se sienta. ¿Son esos los modales de un niño bien criado? ¡Siéntate bien!

Fedia levanta la cabeza, estira el cuello y se figura estar más derecho. Sus ojos se llenan de lágrimas.

—¡Come! Toma la cuchara como te han enseñado. ¡Espera! Yo te enseñaré lo que has de hacer, mal muchacho. No te atreves a mirar. ¡Mírame de frente!

Fedia trata de mirarlo de frente; pero sus facciones tiemblan y las lágrimas llenan sus ojos.

—¡Vas a llorar! ¿Eres culpable, y aún lloras? Vete a un rincón, ¡bruto!

—¡Déjale, al menos, que acabe de comer! —interrumpe la esposa.

Fedia, convulso y tembloroso, abandona su asiento y se ubica en el ángulo de la habitación.

—Más te castigaré todavía. Si nadie quiere ocuparse de tu educación, soy yo quien se encargará de educarte. Conmigo no te permitirás travesuras, llorar durante la comida, ¡bestia! Hay que trabajar; tu padre trabaja; tú no has de ser más que tu padre. Nadie tiene derecho a comer de arriba. Hay que ser un hombre.

—¡Acaba, por Dios! —implora su mujer, hablando en francés—. No nos avergüences ante los extraños. La vieja lo escucha todo y va a contarlo a toda la vecindad.

—Poco me importa lo que digan los extraños —replica Gilin en ruso—. Amfisa Ivanova comprende bien que mis palabras son justas. ¿Te parece a ti que ese grosero me dé muchos motivos de alegría? Oye, pillete, ¿sabes tú cuánto me cuestas? ¿Te imaginas que yo fabrico el dinero, o que me lo dan de balde? ¡No llores! ¡Cállate ya! ¿Me escuchas, o no? ¿Quieres que te dé de palos? ¡Granuja!…

Fedia lanza un quejido y solloza.

—Esto es ya imposible —exclama la madre, levantándose de la mesa y arrojando la servilleta—. Es imposible comer tranquilos. Los manjares se me atragantan.

Se cubre los ojos con un pañuelo y sale del comedor.

—¡Ah!, la señora se ofendió —dice Gilin sonriendo malévolamente—. Es delicada, en verdad, lo es demasiado. ¡Ya lo creo, Amfisa Ivanova! No le gusta a la gente oír las verdades. ¡Seré yo quien acabe por tener la culpa de todo!

Transcurren unos minutos en completo silencio. Gilin se da cuenta de que nadie ha tocado aún la sopa; suspira, se fija en la cara descompuesta y colorada de la institutriz, y le pregunta:

—¿Por qué no come usted, Bárbara Vasiliena? ¡Usted también se habrá ofendido, seguramente! ¿La verdad no es de su agrado? Le pido mil perdones. Yo soy así. No puedo mentir. Yo no soy hipócrita. Siempre digo la verdad lisa y llana. Pero me doy cuenta de que aquí mi presencia es desagradable. Cuando yo me hallo presente, nadie se atreve a comer ni a hablar. ¿Por qué no me lo hacen saber? Me marcharé…; me voy…

Gilin se pone en pie, y con aire importante se dirige a la puerta. Al pasar frente a Fedia, que sigue llorando, se detiene, echando atrás la cabeza con arrogancia, y pronuncia estas frases:

—Después de lo ocurrido, puede usted recobrar su libertad. No me interesaré más por su educación. Me lavo las manos. Le pido perdón si, deseando con toda mi alma su bien, lo he molestado, así como a sus educadores. Al mismo tiempo declino para siempre mi responsabilidad por su futuro.

Fedia solloza con más fuerza. Gilin, cada vez más importante, vuelve la espalda y se retira a una habitación. Una vez que durmió la siesta, los remordimientos le asaltan. Se avergüenza de haberse comportado así ante su mujer, ante su hijo, ante Bárbara Vasiliena, y hasta teme acordarse de la escena ocurrida poco antes. Pero tiene demasiado amor propio y le falta valor para mostrarse sincero, limitándose a refunfuñar.

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