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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (51 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—No, querido, sube un poco más alto —contestó el gordo—. He llegado ya a consejero privado… Tanto dos estrellas.

Súbitamente el flaco se puso pálido, se quedó de una pieza; pero en seguida torció el rostro en todas direcciones con la más amplia de las sonrisas; parecía que de sus ojos y de su cara saltaban chispas. Se contrajo, se encorvó, se empequeñeció… Maletas, bultos y paquetes se le empequeñecieron, se le arrugaron… El largo mentón de la esposa se hizo aún más largo; Nafanail se estiró y se abrochó todos los botones de la guerrera…

—Yo, Excelencia… ¡Estoy muy contento, Excelencia! ¡Un amigo, por así decirlo, de la infancia, y de pronto convertido en tan alto dignatario! ¡Ji, ji!

—¡Basta, hombre! —repuso el gordo, arrugando la frente—. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia, ¿a qué me vienes ahora con zarandajos y ceremonias?

—¡Por favor!… ¡Cómo quiere usted…! —replicó el flaco, encogiéndose todavía más, con risa de conejo—. La benevolente atención de Su Excelencia, mi hijo Nafanail… mi esposa Luisa, luterana, en cierto modo…

El gordo quiso replicar, pero en el rostro del flaco era tanta la expresión de deferencia, de dulzura y de respetuosa acidez, que el consejero privado sintió náuseas. Se apartó un poco del flaco y le tendió la mano para despedirse. El flaco estrechó tres dedos, inclinó todo el espinazo y se rió como un chino: «¡Ji, ji, ji!». La esposa se sonrió. Nafanail dio un taconazo y dejó caer la gorra. Los tres estaban agradablemente estupefactos.

Grischa

Grischa
[30]
, chiquillo gordinflón, nacido hace dos años y ocho meses, pasea con su
niania
[31]
, por el bulevar. Va vestido con un abrigo adornado de guata, una bufanda, un gran gorro adornado con una borla, y chanclos de abrigo. Tiene calor, y sobre el sofoco que siente, el alegre sol de abril, dándole directamente sobre los ojos, le pellizca los párpados. Toda su figurita torpona y su andar inseguro y tímido, expresan el mayor asombro.

Hasta ahora Grischa conocía tan sólo un mundo compuesto por cuatro rincones, en uno de los cuales estaba su cama, en otro el baúl de la
niania
, en el tercero una silla y en el cuarto una lamparita ardiendo ante la imagen. Mirando debajo de la cama, se veía una muñeca con el brazo roto, y un tambor, y detrás del baúl de la
niania
, infinidad de cosas variadas…, carretes de hilo, papeles, una caja sin tapa y un payaso roto. De este mundo forman parte, además de la
niania
y de Grischa, mamá y el gato. Mamá se parece a una muñeca y el gato a la pelliza de papá, sólo que esta última no tiene ojos ni rabo. La puerta del mundo llamada cuarto de los niños abre sobre el espacio en que se come y se toma el té. Allí está la silla de patas altas de Grischa y un reloj colgado, que al parecer no tiene más objeto que mover el péndulo y sonar. Del comedor puede pasarse a la habitación en la que hay butacas de color rojo.

Aquí, sobre el tapiz, resalta oscura una mancha por la que Grischa hasta ahora ha sido siempre amenazado con el dedo. Detrás de esta habitación hay otra en la que no le dejan entrar y por la que entra y sale de prisa papá, una personalidad en sumo grado enigmática.

A
niania
y a mamá se las comprende…, visten a Grischa, le dan de comer y le acuestan…, pero papá…, ¿para qué existe papá?…, no se sabe. Hay allí otra personalidad también enigmática; la tía que regaló a Grischa el tambor. Ésta, tan pronto aparece como desaparece.

¿Adónde se va? Grischa ha mirado muchas veces detrás de la cama, detrás del baúl, debajo del diván…, pero nada, no estaba allí. En este nuevo mundo en el que el sol pica los ojos, hay tantos papás, tantas mamás y tantas tías, que uno no sabe sobre quién precipitarse corriendo. Pero lo más asombroso y estúpido de todo son los caballos.

Grischa mira cómo mueven las patas y no comprende nada. Mira también a la
niania
para que ésta le saque de su perplejidad, pero la
niania
calla.

De pronto suenan unas terribles pisadas… Por el bulevar, directamente hacia él, avanza un pelotón de soldados con rostros rojos y vergajos debajo del brazo. Grischa, a quien el espanto ha dejado frío, mira a la
niania
con ésta interrogación en los ojos:

«¿Hay peligro?…», pero
niania
ni llora, ni se echa a correr, lo cual quiere decir que no hay peligro. Grischa sigue con la vista a los soldados y se pone a andar al compás de ellos cuando dos grandes gatos, con largos hocicos, lenguas colgantes y retorcidos rabos, atraviesan corriendo el bulevar. Grischa piensa que también él tiene que correr, y corre tras ellos.

—¡Para! —le grita la
niania
, cogiéndole bruscamente por los hombros—. ¿Adonde vas? ¡Las travesuras no se te permiten!

Sentada junto a un puesto de naranjas, de pequeña altura, hay otra
niania
. Grischa pasa por delante de ella y, sin decir nada, coge una naranja.

—¿Qué haces? —dice su acompañante dándole un manotazo y quitándole la naranja—. ¡Tonto!

Ahora le gustaría mucho a Grischa coger un cristalito que está a sus pies y que brilla como la lamparita, pero tiene miedo de otro manotazo.

—Le presento mis respetos —oye decir de pronto, Grischa, casi en su mismo oído, a una voz fuerte y profunda.

Junto a él ve a un hombre alto, con unos botones relucientes.

Para su contento, este hombre tiende la mano a la
niania
y se detiene a conversar con ella. El refulgir del sol, el estrépito de los carruajes, los caballos, los botones relucientes, ¡todo ello es tan asombrosamente nuevo y terrible, que el alma de Grischa se llena de deleite y Grischa empieza a reír!

—¡Vamos! ¡Vamos! —dice al hombre de los botones relucientes tirándole del faldón.

—¿Adónde quieres ir? —Pregunta el hombre.

—¡Vamos! —insiste Grischa.

—Es que le gustaría que estuvieran también aquí su papá, su mamá y el gato…, solo que la lengua no se lo deja decir…

Un rato después,
niania
tuerce por el bulevar y hace entrar a Grischa en un gran patio en el que todavía hay nieve.

Acompañados del hombre de los botones relucientes, sortean los charcos y los montones de nieve, y tras de subir por una sucia y oscura escalera, entran en una habitación. Aquí hay mucho humo y huele a asado. Una mujer en pie junto al fogón fríe
kotleti
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. La cocinera y la
niania
se abrazan.

Ambas y el hombre se sientan en un banco y se ponen a hablar en voz baja. Como Grischa está tan abrigado, siente calor y un sofoco insoportables.

«¿Por qué será?», piensa, dirigiendo la vista a todos lados.

Ve el oscuro techo, el fogón que le mira con su grande y negro agujero.

—¡Maaá…, maaá!… —lloriquea.

—¡Bueno, bueno!… —dice la
niania
— ¡Espera un poco, que ya vamos!

La cocinera coloca encima de la mesa una botella, dos copas y un
pirog
[33]
. Las dos mujeres y el hombre de los botones relucientes chocan los vasos y beben. El hombre abraza tan pronto a la
niania
como a la cocinera. Luego los tres se ponen a cantar a media voz.

Grischa se empina hacia el
pirog
, del que le dan un pedacito.

Mientras lo come, mira como bebe la
niania
. También tiene sed.

—¡Dame!… ¡Dame,
niania
!… —pide.

La cocinera le da a beber un poco de su copa y Grischa abre mucho los ojos, hace gestos de desagrado, tose y agita los brazos durante largo rato. La cocinera le mira y se ríe.

Al volver a casa, Grischa empieza a contar a mamá, a las paredes y a la cama, dónde ha estado y lo que ha visto. No habla tanto con la lengua como con la cara y las manos. Explica cómo brilla el sol, cómo corren los caballos, cómo mira el terrible fogón y como bebe la cocinera…

Por la noche no puede dormirse. Los soldados, los vergajos, los grandes gatos, los caballos, el cristalito, el puesto de naranjas, los relucientes botones… ¡Todo se agolpa dentro de su cabeza!, oprime sus sienes y le hace dar vueltas de un lado a otro, charlando sin cesar, hasta que, por fin, sin poder reprimir ya su excitación, rompe a llorar.

—¡Pero si tiene fiebre! —dice mamá, poniéndole la palma de la mano en la frente—. ¿Qué le ha podido ocurrir?

—¡Fogón! —llora Grischa—. ¡Vete de aquí, fogón!…

—Seguramente es que ha comido demasiado —dice mamá.

Y Grischa, repleto de todas las impresiones de su nueva y desconocida vida, recibe de manos de mamá una cucharada de aceite de ricino.

Historia de mi vida
I

El jefe de la oficina me dijo:

—A no ser por lo mucho que estimo a su honorable padre, le habría hecho a usted emprender el vuelo hace tiempo.

Y yo le contesté:

—Me lisonjea en extremo su excelencia al atribuirme la facultad de volar.

Su excelencia gritó, dirigiéndose al secretario:

—¡Llévese usted a ese señor, que me ataca los nervios!

A los dos días me pusieron de patitas en la calle.

Desde que era mozo había yo cambiado ocho veces de empleo. Mi padre, arquitecto del Ayuntamiento, estaba desolado. A pesar de que todas las veces que había yo servido al Estado lo había hecho en distintos ministerios, mis empleos se parecían unos a otros como gotas de agua: mi obligación era permanecer sentado horas y horas ante la mesa-escritorio, escribir, oír observaciones estúpidas o groseras y esperar la cesantía.

Con motivo de la pérdida de mi último destino tuve, como es natural, una explicación enojosa con el autor de mis días. Cuando entré en su despacho, estaba hundido en su profundo sillón y tenía los ojos cerrados. En su rostro enjuto, de mejillas rasuradas y azules, parecido al de un viejo organista católico, se pintaba la sumisión al destino.

Sin contestar a mi saludo, me dijo:

—Si tu madre, mi querida esposa, viviera todavía, serías para ella origen constante de disgustos y de bochornos. Dios, en su infinita sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para evitarle terribles decepciones.

Calló un instante y añadió:

—Dime, desgraciado, ¿qué voy a hacer contigo?

Antes, cuando yo era más joven, mis deudos y mis conocidos sabían lo que se podía hacer conmigo: unos me aconsejaban que ingresara en el ejército; otros, que me colocase en una farmacia; otros, que me colocase en telégrafos. Pero a la sazón, cuando yo ya tenía veinticinco años cumplidos y algunos cabellos grises en las sienes, lo que se podía hacer conmigo era un misterio para todos: había estado yo empleado en telégrafos, en una farmacia, en numerosas oficinas; había agotado los medios de ganarme, como decía mi padre, honorablemente la vida. Y todos los que me rodeaban me consideraban hombre al agua y sacudían la cabeza, al mirarme, de un modo compasivo.

—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? —continuó mi padre—. A tu edad, los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y tú no eres más que un proletario, un miserable que no sabe ganarse honorablemente la vida y que vive como un parasito a expensas de su padre.

Luego se extendió en largas consideraciones sobre su tema favorito: la perdición de la juventud contemporánea a causa de su falta de religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes de mi época, al decir del autor de mis días, se entregaban de lleno a los placeres, a las ideas perversas y a los espectáculos teatrales de aficionados, que el gobierno debía prohibir, puesto que no servían más que para apartar a la gente moza de la religión y del deber.

—Mañana —terminó diciendo— iremos juntos a ver a tu jefe, a quien le pedirás perdón y le prometerás ser en adelante un empleado modelo. No puedes, en manera alguna, renunciar a tu posición social.

Yo no esperaba nada bueno del sesgo que tornaba la plática, pero contesté:

—¡Óigame usted, padre, se lo ruego! Eso que llama usted posición social no es sino el privilegio del capital y de la instrucción. Los que no tienen ni una ni otra cosa se ganan el pan con un trabajo físico, y no sé en virtud de qué razones no me lo he de ganar yo así.

—Si empiezas a hablar de trabajo físico, no podemos seguir hablando. ¿No comprendes, imbécil, cabeza hueca, que además de la fuerza bruta posees el espíritu de Dios, el fuego sagrado que te eleva infinitamente sobre un asno o un cerdo? Ese fuego sagrado ha sido conquistado en miles de años por los mejores hombres de la tierra. Tu bisabuelo el general Poloznev se distinguió en la batalla de Borodino; tu abuelo era poeta, orador y jefe de la nobleza del distrito; tu tío era pedagogo; yo, en fin, soy arquitecto. ¡Todos los Poloznev han guardado celosamente el fuego sagrado, y tú quieres apagarlo!

—Hay que ser justo: millones de hombres trabajan físicamente —objeté yo con timidez.

—¡Peor para ellos! Si trabajan físicamente es porque no saben hacer otra cosa. Su trabajo se halla al alcance de todos, incluso de los idiotas y los criminales. Es bueno para esclavos y bárbaros, mientras que sólo los elegidos pueden alimentar el fuego sagrado. Los elegidos son poco numerosos, y los esclavos y los bárbaros se cuentan por millones.

Era completamente inútil continuar la conversación. Mi padre se adoraba a sí mismo, y sólo concedía importancia a sus propias palabras. Lo que decían los demás no tenía valor alguno para él.

Por otra parte, yo sabía que el tono altivo con que hablaba del trabajo físico no obedecía tanto a su entusiasmo por el fuego sagrado como al temor que le inspiraba la opinión pública: si yo me hubiera convertido en un simple obrero, el escándalo en la ciudad habría sido enorme. Pero lo que principalmente le mortificaba era que todos mis compañeros de escuela hubieran terminado hacía tiempo sus estudios universitarios y se hubieran conquistado una posición. El hijo del director del Banco era jefe de una oficina muy importante, y yo, el hijo único del arquitecto municipal, no era nada aún.

No se me ocultaba que el seguir hablando no conducía a nada, a no ser a un grave disgusto; pero continuaba sentado frente a mi padre, defendiéndome débilmente, para ver si lograba que me comprendiese. La cuestión no pedía ser mas sencilla: no se trataba sino de encontrar una manera de ganarse el pan. Y mi padre no se hacía cargo de la sencillez de la cuestión, y me hablaba sin cesar, con frases afectadas, del fuego sagrado, de Borodino, del abuelo poetastro hacía tanto tiempo olvidado, etc., etc. Me trataba de idiota, de imbécil, de cabeza hueca, y, sin embargo, yo sólo quería que me comprendiese. A pesar de todo, él y mi hermana me inspiraban gran cariño. Acostumbraba, desde mi infancia, a no hacer nada sin su consejo. Estaba tan arraigada en mí esa costumbre, que desembarazarme no podré de ella nunca. Obrase o no con razón, siempre temía afligirlos, siempre temía que le diese a mi padre un ataque hemipléjico cuando se enfadaba conmigo, pues la ira le ponía fuera de sí, le subía la sangre a la cabeza.

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