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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (100 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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También Mijaíl Averiánich se creía en la obligación de visitar y distraer al amigo. Siempre entraba en casa de éste, con afectada desenvoltura, riendo forzadamente y tratando de hacerle creer que tenía un aspecto magnífico y que, a Dios gracias, su estado iba mejorando; de donde podía deducirse que consideraba desesperada la situación de su amigo. Como no le había pagado la deuda de Varsovia, y se sentía confuso y abochornado por ello, trataba de reír con más fuerza y contar las cosas más cómicas. Sus anécdotas y chistes parecían ahora interminables; y eran un tormento para Andrei Efímich y para él mismo.

En su presencia, Andrei Efímich solía tenderse en el diván, de cara a la pared, y escucharle apretando los dientes. Iban sedimentándose en su alma capas de hastío; y a cada visita del amigo, el médico notaba que los sedimentos iban subiendo y llegándole casi a la garganta.

Para ahogar los sentimientos mezquinos, Andrei Efímich se apresuraba a considerar que él mismo y Jobotov y Mijaíl Averiánich, perecerían tarde o temprano, sin dejar en la naturaleza rastro de su paso. Suponiendo que dentro de un millón de años pasase junto a la tierra algún espíritu, no vería en ella sino arcilla y peñas desnudas. Todo, incluso la cultura y las leyes morales, desaparecería; y no crecería ni siquiera la hierba. ¿Qué importaba la vergüenza ante el tendero, o el miserable Jobotov, o la fatigosa amistad de Mijaíl Averiánich? Todo era tontería, nimiedad.

Pero tales razonamientos no servían ya de nada. Apenas se ponía a pensar en lo que sería el globo terráqueo dentro de un millón de años, detrás de una peña desnuda aparecía Jobotov con sus botas altas o salía Mijaíl Averiánich con su risa forzada; incluso se oía su voz queda y cohibida: «La deuda de Varsovia se la pagaré uno de estos días, amigo… Se la pagaré sin falta».

XVI

Una vez, Mijaíl Averiánich llegó después del almuerzo, estando Andrei Efímich tendido en el diván. Y su llegada coincidió con la de Jobotov, que se presentó a la misma hora, con un frasco de bromuro de potasio. Andrei Efímich se incorporó pesadamente, sentóse; y quedó con ambas manos apoyadas en el diván.

—Hoy, querido amigo —comenzó el jefe de correos—, tiene usted un color mucho más lozano que el de ayer. ¡Está usted hecho un valiente! ¡De veras que es usted un valiente!

—Ya es hora de ponerse bien, colega, ya es hora —intervino Jobotov bostezando—. De fijo que usted mismo estará ya harto de este galimatías…

—¡Y se pondrá bueno! —exclamó alegremente Mijaíl Averiánich—. Vivirá cien años todavía. ¡Ni uno menos!

—Cien, quizá no; pero para veinte le sobra cuerda —habló, consolador Jobotov—. Esto no es nada, colega, no se amilane… No oscurezca usted las cosas.

—Todavía daremos de que hablar —rió Mijaíl Averiánich a carcajadas; y dio a su amigo unas palmadas en la rodilla—. ¡Daremos de que hablar! El verano que viene, Dios mediante, nos vamos al Cáucaso y lo recorremos todo a caballo: ¡hop, hop, hop! Y apenas volvamos del Cáucaso, celebraremos la boda —Mijaíl Averiánich hizo un guiño malicioso—. ¡Le casaremos a usted, querido amigo! Le casaremos…

Andrei Efímich notó, repentinamente, que el sedimento le llegaba a la garganta. El corazón comenzó a palpitarle con latido acelerado.

—¡Qué bajeza! —exclamó levantándose rápidamente y retirándose a la ventana—. ¿No comprenden ustedes que es una bajeza lo que dicen?

Quiso luego dulcificar el tono; pero sin poderse contener, en un arranque superior a su voluntad, cerró los puños y los levantó por encima de su cabeza.

—¡Déjenme tranquilo! —gritó con voz extraña, rojo y tembloroso—. ¡Fuera! ¡Fuera los dos!

Mijaíl Averiánich y Jobotov se levantaron; y le miraron, con perplejidad al principio y con miedo después.

—¡Fuera los dos! —continuó gritando Andrei Efímich—. ¡Torpes! ¡Estúpidos! ¡No necesito ni tu amistad ni tus mejunjes, so idiota! ¡Qué bajeza! ¡Qué asco!

Jobotov y el jefe de correos se miraron, aturdidos; retrocedieron hacia la puerta y salieron al zaguán. Andrei Efímich agarró el frasco de la medicina y se lo tiró. El cristal sonó al romperse en el umbral.

—¡Váyanse al diablo! —les gritó Andrei Efímich, con voz llorosa, saliendo al zaguán—. ¡Al diablo!

Cuando los visitantes se hubieron marchado, el viejo médico, temblando como un palúdico, se tendió en el diván; y continuó repitiendo largo tiempo:

—¡Torpes! ¡Estúpidos!

Una vez que se calmó, lo primero que le vino a la mente fue que el pobre Mijaíl Averiánich debía estar horriblemente avergonzado y entristecido; y que todo aquello era espantoso. Jamás le había sucedido nada semejante. ¿Dónde estaban la discreción y el tacto? ¿Dónde la interpretación de las cosas y la ecuanimidad filosófica?

Lleno de vergüenza y de enojo contra sí mismo, no pudo dormir en toda la noche. Y por la mañana, a eso de las diez, encaminóse a la oficina de correos y pidió perdón a Mijaíl Averiánich.

—Olvidemos lo ocurrido —dijo éste, suspirando conmovido, y apretándole la mano—. Al que recuerde lo viejo se le saltará un ojo. ¡Lubavkin! —gritó de repente con tanta fuerza, que todos los empleados y visitantes se estremecieron—. ¡A ver, trae una silla! ¡Y tú, espera! —gritó a una mujeruca que a través de la reja le tendía una carta certificada—. ¿Es que no ves que estoy ocupado? No vamos a recordar lo pasado —prosiguió afectuoso, dirigiéndose a Andrei Efímich—. Siéntese, por favor, querido.

Durante unos segundos de silencio, se pasó las manos por ambas rodillas y luego dijo:

—Ni por asomo se me ha ocurrido enfadarme con usted. Una enfermedad no es un dulce. Lo comprendo de sobra. El ataque de ayer nos asustó al doctor y a mí. Estuvimos hablando de usted largo rato. Querido amigo: ¿qué razón hay para que se resista usted a tomar en serio su enfermedad? ¿Cómo es posible ese abandono? Perdone la franqueza de un amigo —susurró Mijaíl Averiánich—. Vive usted en las condiciones más desfavorables: estrechez, suciedad, descuido, falta de medios para tratarse… Querido: el doctor y yo le pedimos de todo corazón que acepte nuestro consejo. Ingrese en el hospital. Allí tendrá buena alimentación, cuidados, un tratamiento. Evgueni Fiodorich, aunque hombre de
mauvais ton
, dicho sea entre nosotros, es entendido en medicina y podemos confiar en él. Me ha dado palabra de ocuparse de usted.

Andrei Efímich se enterneció, al ver la sincera preocupación y las lágrimas que brillaron en las mejillas del jefe de correos.

—Respetable Mijaíl Averiánich —murmuró, poniendo la mano en el corazón—. ¡No les crea! ¡Es un engaño! Mi única enfermedad consiste en que durante veinte años no he encontrado en la ciudad más que una persona inteligente, y la única que he hallado está loca. No hay dolencia alguna; pero he caído en un círculo vicioso, del que no se puede salir. Ahora bien: como me da igual, estoy dispuesto a todo.

—Ingrese en el hospital, querido.

—Me es indiferente. En el hospital o en el hoyo.

—Deme su palabra de que va a obedecer en todo a Evgueni Fiodorich.

—Bueno, pues le doy mi palabra. Sin embargo, le repito que he caído en un círculo cerrado. Todo, incluso la sincera compasión de mis amigos, conduce ahora a mi perdición. Voy a perderme y tengo el valor de reconocerlo.

—Allí sanará, amigo mío.

—¿Para qué hablar? —se excitó Andrei Efímich—. Rara es la persona que al final de su vida no experimenta lo que yo ahora. Cuando le digan que está usted enfermo de los riñones o que tiene dilatado el corazón, y que se ponga en tratamiento, o cuando le declaren loco o delincuente, o sea, cuando la gente pare su atención en usted, sepa que ha caído en un laberinto del que jamás saldrá. Y si lo intenta, se extraviará más aún. Claudique, porque ya no habrá fuerza humana que le salve. Así me parece a mí.

Entre tanto, ante la ventanilla iba reuniéndose público. Para no molestar, Andrei Efímich se levantó y se dispuso a despedirse. Mijaíl Averiánich volvió a pedirle su palabra de honor, y le acompañó hasta la puerta de la calle.

Aquel mismo día, antes de que anocheciera, se presentó Jobotov en casa de Andrei Efímich. Llevaba pelliza y botas altas. Como si el día anterior no hubiese ocurrido nada, dijo, desenvuelto:

—Traigo un asunto para usted, colega: ¿aceptaría venir conmigo a una consulta de médicos?

Pensando que Jobotov quería distraerle con un paseo, o acaso proporcionarle algún dinero con la anunciada consulta, Andrei Efímich se puso el abrigo y salió con el colega a la calle. Se alegraba de poder lavar su culpa de la víspera; y en el fondo de su alma, daba gracias a Jobotov, quien ni siquiera aludió al incidente y, que, por lo visto, le había perdonado. De una persona tan mal educada era difícil esperar tanta delicadeza.

—¿Dónde está el enfermo? —inquirió Andrei Efímich.

—En el hospital. Hace tiempo que deseaba mostrárselo. Es un caso interesantísimo.

Entraron en el patio y, dando la vuelta al pabellón principal, se dirigieron al de los alienados. Todo ello, sin decir palabra, por algún oculto motivo. Cuando pasaron al zaguán, Nikita, siguiendo su costumbre, se levantó de un salto y se puso firme.

—Hay aquí uno al que se le han apreciado ciertas anormalidades en los pulmones —declaró Jobotov a media voz, entrando en el pabellón con Andrei Efímich—. Espere un momento, que en seguida vuelvo. Voy por el estetoscopio.

Y salió.

XVII

Ya oscurecía. Iván Dimítrich estaba tendido en su cama con la cara hundida en la almohada. El paralítico, sentado e inmóvil, lloriqueaba moviendo los labios. El
mujik
gordo y el antiguo empleado de correos dormían. Reinaba el silencio.

Andrei Efímich se puso a esperar, sentado en la cama de Iván Dimítrich. Pero transcurrió media hora, y en lugar de Jobotov entró Nikita llevando una bata, ropa interior y unos zapatos.

—Ya puede vestirse su señoría —dijo sin alzar la voz—. Esta es su cama —agregó indicando una cama vacía que, probablemente, llevaba poco tiempo allí—. No se apure. Con ayuda de Dios se pondrá bueno.

Andrei Efímich lo comprendió todo. Sin despegar los labios se dirigió a la cama que le indicara Nikita y se sentó en ella. Viendo que el loquero esperaba, se desnudó por completo y sintió vergüenza. Después se puso la ropa del hospital: los calzoncillos eran cortos; el camisón, largo; y la bata apestaba a pescado ahumado.

—Si Dios quiere, sanará usted —repitió Nikita. Y dicho esto, recogió la ropa de Andrei Efímich y salió, cerrando la puerta.

«Da lo mismo… —pensó Andrei Efímich arrebujándose, cohibido, en el batín y notando que, con su nueva indumentaria, tenía el aspecto de un presidiario—. Da lo mismo… Igual es un frac que un uniforme o que esta bata».

Pero ¿y el reloj?, ¿y el cuaderno de notas que llevaba en el bolsillo de la chaqueta?, ¿y los cigarrillos?, ¿y a dónde se había llevado Nikita la ropa? De fijo que hasta la muerte no se pondría más un pantalón, un chaleco ni unas botas. Todo ello se le antojaba extraño y hasta incomprensible. Andrei Efímich seguía convencido de que entre la casa de Bielova y el pabellón número seis no existía diferencia alguna; y de que, en el mundo, todo era tontería vanidad de vanidades; pero las manos le temblaban, sentía frío en las piernas y se horrorizaba al pensar que Iván Dimitrich se levantaría pronto y le vería vestido con aquel batín. Poniéndose en pie, dio un paseo por el pabellón y tornó a sentarse.

Así permaneció media hora, una hora, terriblemente aburrido. ¿Sería posible vivir allí un día entero, una semana e incluso años, como aquellos seres? Él había estado sentado; luego se había levantado, dando una vuelta y sentándose de nuevo; aún podía ir a mirar por la ventana y pasearse una vez más de rincón a rincón; pero ¿y después?, ¿iba a estarse eternamente allí, como una estatua y cavilando? No, imposible.

Andrei Efímich se acostó; pero se levantó al instante, enjugóse el sudor frío de la frente con la manga; y notó que toda la cara había comenzado a olerle a pescado ahumado. Confuso, dio otro paseo.

—Aquí hay una confusión —dijo abriendo los brazos con perplejidad—. Hay que aclarar las cosas. Esto es una equivocación…

En este momento despertó Iván Dimítrich. Sentóse y apoyó la cara en los dos puños. Escupió después, miro perezosamente al doctor; y, por lo visto, no se percató de pronto de lo que veía; pero luego su rostro soñoliento se tomó burlón y malévolo.

—¡Ah, de manera que también a usted le han metido aquí, palomo! —exclamó con voz ronca de sueño, entornando un ojo—. Pues me alegro mucho. Antes le chupaba usted la sangre a los demás, y ahora se han cambiado las tornas. ¡Estupendo!

—Es una confusión —respondió Andrei Efímich asustado de las palabras de Iván Dimítrich—. Alguna confusión… —repitió, encogiendo los hombros, como extrañado.

Iván Dimítrich escupió de nuevo y se acostó.

—¡Maldita vida! —refunfuñó—. Y lo más amargo y enojoso es que esta vida no terminará con una recompensa por los sufrimientos soportados, ni con una apoteosis, como las óperas, sino con la muerte. Vendrán unos
mujik
s y, agarrando el cadáver de los brazos y las piernas, se lo llevarán al sótano. ¡Brrr! Bueno, qué le vamos a hacer… En el otro mundo será la nuestra… Desde allí vendré en forma de espectro para asustar a estos bichos… Haré que les salgan canas.

En esto regresó Moiseika y, al ver al doctor, le tendió la mano:

—Dame un kopec.

XVIII

Andrei Efímich se acercó a la ventana y miró al campo. El crepúsculo había proyectado ya sus sombras, y en el horizonte, por la derecha, asomaba la luna, fría y purpúrea. A cosa de 200 metros de la valla del hospital se alzaba un alto edificio blanco circundado por una muralla de piedra. Era la cárcel.

—¡Ésa es la realidad! —dijo para sí Andrei Efímich, atemorizado.

Infundían temor la luna y la cárcel, los clavos de la valla y la llama lejana de una fábrica. Andrei Efímich volvió la cara y vio a un hombre con resplandecientes estrellas y condecoraciones en el pecho, que sonreía y guiñaba un ojo maliciosamente. Y también esto le pareció horrible.

Trató de convencerse a sí mismo de que ni la luna ni la cárcel tenían nada de particular y consideró que incluso personas en su cabal juicio llevaban condecoraciones y que, con el tiempo, todo perecería y se convertiría en polvo; pero de pronto se apoderó de él la desesperación; asiéndose a los barrotes con ambas manos, zarandeó fuertemente la reja. Ésta, sin embargo, era resistente y no cedió.

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