Guardó silencio.
—¿Y cuántas veces —preguntó Albertine, con la vista fija y sin acento alguno— rehiciste el mismo camino?
—Lo que te he contado —respondió Fridolin—, ocurrió casualmente el último día de nuestra estancia en Dinamarca. Tampoco yo sé qué hubiera ocurrido en otras circunstancias. Y no me preguntes más, Albertine.
Seguía junto a la ventana, inmóvil. Albertine se levantó y se dirigió hacia él; tenía los ojos húmedos y oscuros y la frente ligeramente fruncida.
—En lo sucesivo, nos contaremos enseguida esa clase de cosas —dijo.
Él asintió en silencio.
—Prométemelo.
Él la atrajo hacia sí.
—¿Es que no lo sabes? —preguntó; pero su voz seguía siendo dura.
Ella le cogió las manos, las acarició y levantó la vista hacia él con ojos velados en cuyo fondo Fridolin podía leer sus pensamientos. Entonces pensó ella en otras experiencias, más reales, pensó en experiencias de la juventud de él, de muchas de las cuales había sabido porque, cediendo con demasiada facilidad a la celosa curiosidad de ella, él le había revelado muchas cosas en sus primeros años de matrimonio; efectivamente, como a menudo le parecía a él, le había confiado lo que hubiera sido preferible guardar para sí. En aquel momento, él lo sabía, muchos recuerdos la acosaban con insistencia, y apenas se asombró cuando ella, como en sueños, pronunció el nombre semiolvidado de una de sus amantes de juventud. Sin embargo, le sonó como un reproche, como una suave amenaza.
Él se llevó las manos de ella a los labios.
—En cada ser (créemelo aunque te parezca trivial), en cada ser que yo creía amar, sólo te buscaba siempre a ti. Eso lo sé yo mejor de lo que tú puedes comprender, Albertine.
Ella sonrió tristemente.
—¿Y si yo también hubiera querido ir primero a la busca? —dijo.
La mirada de Albertine cambió, haciéndose fría e impenetrable. Él dejó que las manos de ella resbalaran de las suyas, como si la hubiera descubierto en alguna mentira, en alguna traición; pero ella dijo:
—Ay, si vosotros supierais —y volvió a quedarse en silencio.
—¿Si supiéramos…? ¿Qué quieres decir?
Ella respondió con extraña dureza:
—Más o menos lo que piensas, querido.
—Albertine… ¿Entonces hay cosas que me has ocultado?
Ella asintió, bajando la vista con extraña sonrisa. Unas dudas incomprensibles, insensatas, se despertaron en él.
—No lo entiendo muy bien —dijo—. Apenas tenías diecisiete años cuando nos prometimos.
—Dieciséis cumplidos, sí, Fridolin. Y sin embargo… —lo miró serenamente a los ojos—, no dependió de mí el que llegara todavía virgen a mi matrimonio.
—¡Albertine…!
Y ella le contó:
—Fue en el Wörthersee, muy poco antes de prometernos, Fridolin, y una hermosa noche de verano había un guapo joven ante mi ventana, que daba sobre un prado grande y extenso; hablábamos y, durante esa conversación, escucha lo que yo pensaba: qué joven más agradable y encantador… sólo tendría que pronunciar una palabra, que desde luego tendría que ser la adecuada, y saldría a reunirme con él y me iría a donde él quisiera… quizá al bosque;… o más hermoso aún sería irnos en barca por el lago… y esa noche podría conseguir de mí todo lo que me pidiera. Sí, eso pensaba… Pero aquel joven encantador no pronunció esa palabra; me besó delicadamente la mano… ya la mañana siguiente me preguntó si quería ser su mujer… y yo le dije que sí.
Fridolin le soltó disgustado la mano.
—Y si esa noche —dijo luego— otro hubiera estado por casualidad ante tu ventana y se le hubiera ocurrido la palabra adecuada, por ejemplo… —pensó qué decir, pero ella extendió los brazos como rechazándolo.
—Otro, quien fuera, hubiera podido decir lo que quisiera… pero no le hubiera servido de nada. Y si no hubieras sido tú quien estaba ante aquella ventana… —le sonrió—, aquella noche de verano no hubiera sido tan hermosa.
Él frunció los labios, burlón.
—Eso lo dices en este instante, lo crees probablemente en este instante. Pero…
Llamaron a la puerta. Entró la sirvienta y dijo que la portera de la Schreyvogelgasse había venido para buscar al señor doctor y llevarlo a casa del consejero áulico, que se encontraba otra vez muy mal. Fridolin se dirigió al vestíbulo y supo por la mensajera que el consejero había tenido un ataque cardíaco y estaba muy grave; y prometió ir inmediatamente.
—¿Te vas …? —le preguntó Albertine, mientras él se preparaba rápidamente para salir, con un tono tan enojado como si él le estuviera haciendo deliberadamente una injusticia.
Fridolin repuso, casi sorprendido:
—Tengo que ir.
Ella suspiró ligeramente.
—Espero que no sea tan grave —dijo Fridolin—; hasta ahora, tres centígramos de morfina le han hecho superar siempre los ataques.
La doncella había traído su abrigo de piel, Fridolin besó a Albertine en la frente y en la boca, bastante distraído, como si la conversación de la última hora se hubiera borrado ya de su memoria, y se fue apresuradamente.
En la calle tuvo que abrirse el abrigo. De repente había llegado el deshielo, la nieve se había fundido casi en la acera y en el aire flotaba un soplo de la primavera inminente. Desde el piso de Fridolin en la Josefstadt, cerca del Hospital General, había apenas un cuarto de hora hasta la Schreyvogelgasse; y Fridolin estuvo pronto subiendo la escalera retorcida y mal iluminada de la vieja casa hasta el segundo piso, en donde tiró de la campanilla; sin embargo, antes de que se oyera el anticuado sonido repiqueteante, se dio cuenta de que la puerta estaba sólo entornada; atravesó el mal iluminado vestíbulo, hasta el salón, y vio enseguida que había llegado demasiado tarde. La lámpara de petróleo, de verde pantalla, que colgaba del bajo techo arrojaba un débil resplandor sobre la colcha de la cama, bajo la que reposaba inmóvil un cuerpo delgado. El rostro del muerto quedaba en sombras, pero Fridolin lo conocía tan bien que le pareció verlo con toda claridad… enjuto, arrugado, de alta frente, con una barba blanca y corta y unas orejas llamativamente feas, llenas de pelos blancos. Marianne, la hija del consejero, estaba sentada a los pies de la cama, dejando colgar lánguidamente los brazos, como profundamente cansada. Allí olía a muebles viejos, medicinas, petróleo, cocina, y también un poco a agua de Colonia y jabón de rosas, y de algún modo Fridolin sintió también el olor dulzón y vago de aquella muchacha pálida, que todavía era joven y, desde hacía meses, años, se marchitaba lentamente en el duro trabajo de la casa, el fatigoso cuidado del enfermo y las vigilias nocturnas.
Cuando entró el médico, ella levantó la vista, pero la pobre iluminación no permitió a Fridolin ver si sus mejillas habían enrojecido, como de costumbre cuando él aparecía. Ella fue a levantarse, pero Fridolin la disuadió con un ademán, y ella, con un gesto de cabeza, lo saludó con sus ojos grandes pero empañados. Él se acercó a la cabecera de la cama y tocó mecánicamente la frente del muerto y sus brazos, que reposaban sobre la colcha dentro de unas mangas muy abiertas, y luego dejó caer los hombros con leve compasión, metió las manos en el bolsillo de su abrigo y dejó vagar la mirada por el cuarto, deteniéndola finalmente en Marianne. Ella tenía el cabello abundante y rubio, pero seco, el cuello bien formado y esbelto, pero no totalmente sin arrugas y de tonalidad amarillenta, y los labios delgados como por muchas palabras no pronunciadas.
—Bueno —dijo él susurrando y casi desconcertado—, mi querida señorita, sin duda se lo esperaba usted.
Ella le tendió la mano. Él se la cogió compasivo y le preguntó cortésmente cómo había ocurrido la última crisis fatal, y ella le informó concreta y brevemente, hablándole de los últimos días, relativamente buenos, en que Fridolin no había visto al enfermo. Fridolin acercó una silla, se sentó frente a Marianne y la hizo pensar, para consolarla, en que su padre apenas debía de haber sufrido en sus últimas horas; luego le preguntó si la familia lo sabía ya. Sí, la portera de la casa iba ya camino de casa de su tío, y en cualquier caso pronto llegaría el doctor Roediger; «mi prometido», añadió, mirando a Fridolin a la frente en lugar de a los ojos.
Fridolin se limitó a asentir. Había coincidido con el doctor Roediger en el transcurso del año dos o tres veces, allí en la casa. Aquel hombre sumamente delgado, pálido, de barba corta y rubia y con gafas, profesor de Historia en la Universidad de Viena, le había gustado pero sin despertar su interés. Marianne tendría mejor aspecto, pensó, si fuera su amante. El cabello menos seco y los labios más rojos y llenos. ¿Qué edad tendría ella?, se preguntó. Cuando lo llamaron por primera vez a casa del consejero, tres o cuatro años antes, ella tenía veintitrés. En aquella época su madre vivía todavía. Ella era más alegre cuando su madre aún vivía. ¿Acaso no había tomado lecciones de canto durante cierto tiempo? Así que se va a casar con ese profesor. ¿Por qué? Desde luego, no está enamorada, y él no debe de tener mucho dinero tampoco. ¿Qué clase de matrimonio resultará? Bueno, uno como tantos otros. Qué me importa. Es muy posible que no vuelva a verla jamás, porque ahora ya no tengo nada que hacer en esta casa. Cuántas personas no he vuelto a ver que me interesaban más que ella.
Mientras le pasaban por la cabeza esos pensamientos, Marianne había comenzado a hablar del difunto… con cierta insistencia, como si, por el simple hecho de su muerte, se hubiera convertido de pronto en una persona extraordinaria. ¿De modo que sólo tenía cincuenta y cuatro años? Evidentemente, tantas preocupaciones y desencantos, con una mujer siempre enferma… ¡Y con un hijo que le había causado tantos pesares! ¿Así que ella tenía un hermano? Claro. Le había hablado ya una vez al doctor. Ahora vivía en alguna parte en el extranjero; allí, en la habitación de Marianne, había un cuadro que él había pintado a los quince años. Representaba a un oficial salvando un montículo. Su padre había fingido siempre no ver el cuadro. Pero era un buen cuadro. En condiciones más favorables, su hermano hubiera podido llegar lejos.
¡Cómo se excita al hablar —pensó Fridolin— y cómo le brillan los ojos! ¿Fiebre? Es muy posible. Ha adelgazado más en los últimos tiempos. Probablemente tísica.
Ella seguía hablando, pero a él le pareció que no sabía muy bien a quién hablaba; o que hablaba consigo misma. Doce años hacía que su hermano se fue de casa, sí, todavía era un niño cuando desapareció súbitamente. Cuatro o cinco años antes, en Navidades, llegaron de él las últimas noticias, desde una pequeña ciudad italiana. Era curioso, había olvidado el nombre. Así siguió hablando algún tiempo aún de cosas indiferentes, sin necesidad y casi con incoherencia, hasta que de repente se calló, quedándose sentada en silencio, con la cabeza entre las manos. Fridolin se sentía cansado y, más aún, aburrido, esperando con impaciencia que alguien llegara, parientes o novio. El silencio pesaba en la habitación. Le parecía como si el muerto se mostrara silencioso hacia ellos; no sólo porque no pudiera hablar ya, sino deliberada y malignamente.
Y, echándole una mirada de soslayo, Fridolin dijo:
—En cualquier caso, tal como están las cosas, es una suerte, señorita Marianne, que no tenga que permanecer mucho tiempo en esta casa. —Y, como ella levantara un tanto la cabeza, aunque sin mirarlo:— Sin duda su prometido será nombrado pronto catedrático; en la Facultad de Filosofía las condiciones son a ese respecto mejores que en la nuestra…
Pensó en que, hacía años, había querido hacer también una carrera universitaria pero finalmente, deseando una existencia más cómoda, se había decidido por la práctica de la profesión … y de pronto se sintió inferior a aquel distinguido doctor Roediger.
—En el otoño nos trasladaremos —dijo Marianne, sin inmutarse—, acaba de recibir su nombramiento en Gotinga.
—Ah —dijo Fridolin, y quiso felicitarla de algún modo, pero le pareció poco apropiado en aquellos instantes y en aquel entorno.
Echó una ojeada a la cerrada ventana y, sin pedir permiso, como ejerciendo un derecho médico, abrió los dos batientes y dejó entrar el aire, que entretanto se había vuelto más cálido y primaveral, y parecía traer un suave perfume de los bosques lejanos, que se despertaban. Cuando se volvió otra vez hacia el cuarto, vio que los ojos de Marianne lo miraban interrogadores. Se acercó más a ella y observó:
—El aire fresco le sentará bien sin duda. Se ha vuelto francamente agradable, y cuando anoche… —fue a decir: volvimos del baile de disfraces a casa en medio de una ventisca, pero cambió rápidamente la frase y terminó:— ayer noche la nieve tenía aún en la calle medio metro de altura.
Ella escuchaba apenas lo que él decía. Sus ojos se humedecieron, gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas y otra vez escondió el rostro entre las manos. Involuntariamente, él le puso la mano en la cabeza y le acarició la frente. Notó que el cuerpo de ella comenzaba a temblar y que ella se ponía a sollozar, al principio de forma casi inaudible, poco a poco con más fuerza y finalmente sin poder contenerse. De repente ella se deslizó de su asiento, quedó a los pies de Fridolin y le abrazó las rodillas apoyando su rostro contra ellas. Luego levantó los ojos hacia él, muy abiertos y dolorosamente salvajes, y le susurró ardientemente:
—No quiero irme de aquí. Aunque no vuelva usted nunca, aunque no pueda verlo jamás; quiero vivir cerca de usted.
Él estaba más conmovido que asombrado; porque siempre había sabido que ella estaba enamorada de él o que se imaginaba estarlo.
—Levántese, Marianne —dijo en voz baja; inclinándose hacia ella, la levantó suavemente y pensó: naturalmente, es también algo de histeria. Miró de reojo a su padre muerto. Tal vez lo esté oyendo todo, pensó. ¿Será sólo una muerte aparente? ¿Estará todo el mundo sólo aparentemente muerto en las primeras horas que siguen al fallecimiento…? Rodeó a Marianne con sus brazos pero manteniéndola al mismo tiempo algo alejada y, casi involuntariamente, le dio un beso en la frente, lo que a él mismo le pareció un tanto ridículo. Recordó fugazmente una novela que había leído hacía años y en la que un hombre muy joven, casi un muchacho, era seducido y, realmente, violado junto al lecho de muerte de su madre, por una amiga de ella. En ese mismo instante, sin saber por qué, tuvo que pensar en su propia mujer. La amargura hacia ella lo invadió, y un rencor sordo hacia aquel hombre de Dinamarca de la maleta amarilla en la escalera del hotel. Atrajo hacia sí con más fuerza a Marianne, pero no sintió la menor excitación; más bien, la vista de su cabello seco y sin brillo y el olor dulzón e insulso de su vestido poco ventilado le produjeron una ligera repugnancia. En aquel momento sonó la campanilla de fuera. Se sintió liberado, besó rápidamente la mano de Marianne, como agradecido, y fue a abrir. Era el doctor Roediger quien estaba a la puerta, con un abrigo gris oscuro y chanclos, un paraguas en la mano y una expresión en el rostro apropiada a las circunstancias. Los dos hombres se saludaron mutuamente, con más cordialidad de la que correspondía a sus verdaderas relaciones. Luego los dos entraron en la habitación, y Roediger, tras una ojeada tímida al difunto, expresó a Marianne su condolencia; Fridolin se dirigió a la habitación contigua, para extender el certificado de fallecimiento, aumentó la llama de gas sobre el escritorio, y su mirada fue a caer en el retrato del oficial de uniforme blanco que, blandiendo su sable, bajaba de un salto la colina, dirigiéndose hacia un enemigo invisible. Estaba encuadrado en un marco estrecho de oro viejo y no tenía mucho mejor aspecto que cualquier modesta oleografía.