Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
—No pude hacerlo —explicó—. Es mi amigo.
—¿Y nosotros no somos amigos tuyos? —Por supuesto.
Pero no tan amigos como Garth. Te importa más protegerle que darnos la oportunidad de ganar las alas.
Quizá me equivoqué al omitirle —admitió Maris—. Pero le aprecio demasiado, no es fácil… S'Rella no habrás hablado con Val sobre Garth, ¿verdad? —preguntó, repentinamente preocupada.
—No te preocupes —replicó la joven.
Apartó a Maris, entró en la cabaña y comenzó a desnudarse. Maris no pudo hacer más que seguirla, mientras lamentaba haber hecho la pregunta.
—Me gustaría que lo entendieras —dijo a S'Rella mientras la joven sureña se deslizaba bajo las mantas.
—Lo entiendo —replicó S'Rella—. Eres una alada. Se dio la vuelta hacia un lado, dando la espalda a Maris, sin añadir nada más.
El primer día amaneció brillante y tranquilo.
Desde el refugio de los alados, a Maris le pareció que la mitad de la población de Skulny se había congregado para ver la competición. Había gente por todas partes: paseando por las playas, encaramándose a la irregular pared del risco para tener una buena visión del espectáculo, sentándose en la hierba, en la arena o en las rocas, solos o en grupos. La playa estaba llena de niños de todas las edades que saltaban de un lado a otro levantando nubes de arena. Jugaban entre las olas, gritaban emocionados y corrían con los brazos estirados, jugando a ser alados. Los comerciantes se movían entre la multitud: un hombre llevaba salchichas, otro pellejos de vino, una mujer tiraba de un carrito cargado con pasteles de carne… Hasta el mar estaba lleno de espectadores. Maris llegó a contar más de una docena de botes cargados de pasajeros, inmóviles en el agua. Y sabía que debía de haber más fuera de su vista.
Sólo el cielo estaba vacío.
Normalmente, el cielo estaría abarrotado de alados impacientes, lleno de reflejos de alas plateadas mientras sus propietarios describían círculos para aprovechar los últimos momentos de prácticas o, simplemente, probar los vientos. Pero hoy, no.
Hoy el aire estaba quieto.
Aquella calma muerta resultaba aterradora. Era antinatural, imposible. A lo largo de la costa, la brisa marina debería ser constante. Pero una pesadez sofocante pendía sobre todas las cosas. Hasta las nubes permanecían inmóviles en el cielo.
Los alados paseaban por la playa con las alas colgadas del hombro, mirando intranquilos hacia arriba de vez en cuando, esperando que volviera el viento, hablando entre ellos de la calma en voz baja, cautelosa.
Los atados a la tierra esperaban impacientes el comienzo de la competición, la mayoría no se daban cuenta de que faltaba algo. Después de todo, aquél era un día hermoso, despejado. Y, sobre los riscos, los jueces estaban tomando asiento. La competición no podía depender del clima. En aquel aire tranquilo los concursos no serían tan emocionantes, pero aun así servirían para medir la habilidad y la resistencia.
Maris vio a Sena guiando a los Alas de Madera por la arena, en dirección a la escalera que llevaba a la cima de los riscos. Corrió a reunirse con ellos.
Ya se había formado una fila ante la mesa de los jueces, tras la cual se sentaban el Señor de Skulny y cuatro alados: una del Archipiélago Oriental, una del Archipiélago Occidental, uno del Archipiélago del Sur y otro de las Islas Exteriores.
La voceadora del Señor de la Tierra, una corpulenta mujer de enorme pecho, estaba de pie al borde del risco. Cuando cada uno de los desafiantes nombraba a su oponente ante los jueces, la mujer formaba un embudo con las manos ante la boca y gritaba el nombre para que todos lo supieran. Sus ayudantes recogían el grito y lo repetían por toda la playa, gritándolo hasta que el alado desafiado se enteraba y se dirigía hacia el risco de los alados. Entonces el desafiante acudía para reunirse con su adversario y la fila avanzaba hacia adelante. Maris conocía vagamente la mayoría de los nombres, y sabía que eran desafíos familiares, padres que probaban a sus hijos o —en uno de los casos —un hermano más joven disputando al primogénito el derecho a utilizar las alas de la familia. Pero poco antes de que los Alas de Madera llegaran hasta la mesa de los jueces, una jovencita morena de Gran Shotan nombró a Bari de Poweet, y Maris oyó a Kerr maldecir en voz baja. Un buen objetivo menos.
Luego les tocó a ellos.
A Maris le pareció que todo estaba más silencioso que antes. El Señor de la Tierra parecía animado, pero los cuatro jueces alados estaban preocupados y nerviosos. La oriental jugueteaba con un telescopio de madera que le habían dejado sobre la mesa, el musculoso rubio de las Islas Exteriores fruncía el entrecejo, e incluso Shalli parecía intranquila.
Sher avanzó en primer lugar, seguido por Leya. Los dos nombraron a alados que Maris les había sugerido. La voceadora repitió los nombres, y Maris oyó los gritos repetidos a lo largo de toda la playa.
Damen nombró a Arak de Arren Sur, y la juez oriental sonrió irónicamente.
—Arak estará encantado —dijo.
Kerr nombró a Jon de Culhall. A Maris no le gustó. Jon era un mal alado, un oponente apetecible, y esperaba que le desafiase alguno de los mejores alumnos de la academia —Val, S'Rella o Damen—. Kerr era el peor de sus seis discípulos, y lo más probable era que Jon le superase con las alas.
Val Un-Ala se acercó a la mesa.
—¿A quién eliges? —gruñó el juez de las Islas Exteriores.
Estaba tenso, al igual que los otros jueces, incluido el Señor de la Tierra. Maris descubrió que ella también se estaba mordiendo los labios, temerosa de lo que pudiera hacer Val.
—¿Sólo puedo elegir a uno? —preguntó el joven, sarcástico—. La última vez que competí, tuve una docena de rivales.
Fue Shalli la que le replicó con brusquedad.
—Como bien sabes, las reglas han cambiado. Ya no se permiten los desafíos múltiples.
—Lástima —respondió Val—. Esperaba llevarme a casa toda una colección de alas.
—Si ganas unas solas alas, lo sentiré mucho, Un-Ala —intervino la oriental—. Hay otros esperando. Nombra a tu oponente y apártate a un lado.
Val se encogió de hombros.
—Entonces, elijo a Corm de Amberly Menor.
Silencio. Shalli pareció sobresaltarse un momento, pero luego sonrió. La oriental dejó escapar una risita disimulada, y el juez de las Islas Exteriores se rió abiertamente.
¡Corm de Amberly Menor! —gritó la voceadora.
¡Corm de Amberly Menor! —repitieron una docena de voces.
—Debería retirarme del juzgado —dijo Shalli con voz sosegada.
—No, Shalli —pidió la juez oriental—. Confiamos en tu equidad.
—No te pido que te retires —intervino Val.
Shalli le miró asombrada.
—Muy bien. Tú mismo has elegido la derrota, Un-Ala. Corm no es una chiquilla deshecha por el dolor.
Val le dedicó una sonrisa enigmática y se alejó de la mesa. Sena y Maris se echaron inmediatamente sobre él.
—¿Por qué lo has hecho? —exigió saber Sena. Estaba furiosa—. Evidentemente, he perdido el tiempo contigo. ¡Corm! Dile cómo vuela Corm, Maris, dile a este idiota engreído que acaba de perder las alas.
Val la estaba mirando.
—Creo que lo sabe muy bien —dijo Maris al encontrarse con los ojos del joven—. Y también sabe que Shalli es su esposa. Por eso le ha desafiado.
Val no tuvo ocasión de contradecirla. A sus espaldas, la fila avanzaba, y la voceadora estaba gritando otro nombre. Maris lo oyó y sintió que se le formaba un nudo en el estómago.
—No —dijo.
Pero la palabra se le atragantó en la garganta, y nadie la oyó.
Entonces, como en respuesta, la voceadora gritó de nuevo el nombre.
—¡Garth de Skulny! ¡ Garth de Skulny!
S'Rella se apartaba en aquel momento de los jueces, con los ojos bajos. Cuando por fin alzó la vista para mirar a Maris, tenía el rostro rojo, pero con una expresión de desafío.
De dos en dos, saltaron hacia el sol de la mañana, luchando contra el pesado aire. Ya no estaba quieto, pero los vientos seguían siendo racheados e impredecibles. Los alados llevaban sus propias alas, y los desafiantes las que les habían prestado los jueces, amigos o espectadores. El curso de la carrera les llevaría hasta una islilla rocosa llamada Lisie, donde tendrían que aterrizar y recoger una señal de manos del Señor de la Tierra, que les aguardaba allí, antes de iniciar el camino de regreso. Era un vuelo de unas tres horas en condiciones normales. Con aquellos vientos, Maris sospechó que duraría más.
Las Alas de Madera y sus oponentes saltaron por el orden en que habían efectuado los desafíos. Sher y Leya empezaron bien. Damen tuvo más problemas: Arak le zahería verbalmente mientras trazaban círculos en el aire, esperando la señal de comenzar, y voló peligrosamente cerca de él mientras giraban sobre el océano. Incluso desde tan lejos, Maris advirtió que Damen estaba desconcertado.
Kerr lo hizo todavía peor. Saltó mal, casi pareció desplomarse desde el risco, y la multitud dejó escapar un grito cuando cayó en picado hacia la playa. Por fin recuperó un cierto control y empezó a elevarse, pero para cuando comenzó a sobrevolar el mar, su adversario le llevaba una sustancial ventaja.
Corm parecía animado y sonriente mientras se preparaba para la carrera contra Val. Bromeaba y flirteaba con las dos chicas atadas a la tierra que le ayudaban a desplegar las alas, intercambiaba comentarios con los espectadores y saludaba a Shalli con la mano. Incluso sonrió una vez a Maris. Pero sólo habló con Val en una ocasión, justo antes de saltar.
—¡Esto es por Ari! —le gritó.
Al momento siguiente ya estaba corriendo, y el viento le captaba. Val no dijo nada. Se desplegó las alas él mismo en silencio, saltó del risco en silencio y describió un círculo en torno a Corm en silencio. La voceadora les dio la orden de empezar, y los dos partieron desde direcciones opuestas. Giraron limpiamente, mientras la sombra de sus alas pasaba por encima de los rostros de los niños que les miraban desde la playa. Cuando se perdieron de vista, Corm iba por delante, pero sólo a la distancia de unas alas.
Por último les llegó el turno a S'Rella y a Garth. Maris se quedó junto a Sena, cerca de los jueces. Desde allí alcanzaba a ver el risco de los alados y a los dos competidores. El corazón se le encogió. Garth estaba demacrado y pálido, y desde lejos parecía demasiado grueso y torpe como para tener siquiera una oportunidad contra la esbelta y joven desafiante. Los dos se prepararon en silencio. Garth sólo habló una o dos veces con su hermana, S'Rella no dijo ni palabra. Ninguno de los dos empezó bien, y Garth tuvo problemas con los escasos vientos a causa de su peso. S'Rella se le adelantó rápidamente, pero para cuando llegaron al horizonte y desaparecieron, el alado había acortado la distancia.
—Sabía que querías ayudar a los Alas de Madera, pero… ¿Cómo has podido traicionar a un amigo?
La voz de Dorrel era despectivamente tranquila. Con el corazón encogido, Maris se dio la vuelta para enfrentarse a él. No habían vuelto a hablar desde aquella primera noche, en la playa.
—No quería que sucediera, Dorr —dijo—, pero quizá será lo mejor. Los dos sabemos que está enfermo.
—Enfermo, sí —saltó el alado—. Pero quería protegerle. Si pierde, morirá.
—Si gana, también.
—Creo que él lo preferiría. Pero si esa chica le quita las alas… A Garth le gustaba, ¿sabes? Me habló de ella, de lo agradable que era, la noche después de que Val estropeara la fiesta en el refugio.
También a Maris le había enfurecido la elección de oponente de S'Rella, pero la fría cólera de Dorrel le hizo cambiar de opinión.
—S'Rella no ha hecho nada mal —dijo—. Ha sido un desafío perfectamente apropiado. Y Val no estropeó la fiesta, como dices tú. ¿Cómo te atreves a insinuarlo? ¡Fueron los alados los que le insultaron y luego se marcharon!
—No te comprendo —respondió Dorrel en voz baja—. No quería creer lo mucho que habías cambiado. Pero todo lo que dicen es cierto. Te has vuelto contra nosotros. Prefieres la compañía de los Alas de Madera y la de Un-Ala a la de los auténticos alados. Ya no te conozco.
El dolor que se reflejaba en el rostro de Dorrel la hirió tanto como la dureza de las palabras. Maris tuvo que obligarse a responder.
—No —dijo—. Ya no me conoces.
Dorrel esperó un momento, esperó a que añadiera algo, pero Maris sabía que, si abría la boca, sería para gritar o sollozar. Vio cómo la ira se mezclaba con la tristeza en el rostro de Dorrel, y cómo, finalmente, vencía la ira. El joven se volvió sin decir una palabra más y se marchó.
Mientras le miraba alejarse de ella, Maris sintió que se desangraba, y supo que ella misma se había infligido la herida.
—He elegido —susurró.
Las lágrimas le corrían por las mejillas mientras miraba hacia el mar, sin ver nada.
Habían partido volando de dos en dos. Horas más tarde, volvieron de uno en uno.
Multitudes de atados a la tierra aguardaron en las playas, escudriñando el horizonte con los ojos. Habían organizado sus propios juegos y concursos mientras comían, bebían y aguardaban los resultados de la competición de los alados.
Los jueces observaban el cielo a través de telescopios creados para ellos por el mejor fabricante de lentes de Ciudad Tormenta. Sobre la mesa, ante ellos, había unas cuantas cajas de madera, una por cada carrera, y varios montoncitos de guijarros: guijarros blancos para los alados y guijarros negros para los desafiantes. Cuando terminaba una carrera, cada juez depositaba un guijarro en la caja de madera correspondiente. Si la competición había sido particularmente reñida, el juez podía optar por declarar un empate, dejando en la caja un guijarro de cada color —pero esto sucedía raramente—, si el vencedor resultaba muy evidente, podía depositar dos guijarros blancos o dos guijarros negros.
Antes de que nadie pudiera ver nada desde la orilla, los ocupantes de los botes divisaron al primer alado. El grito llegó desde el agua. En la playa, la gente empezó a ponerse de pie y a levantar las manos para protegerse los ojos del sol. Shalli alzó el telescopio.
—¿Ves algo? —le preguntó otro juez.
—A un alado —respondió ella con una carcajada—. Allí… —trató de indicárselo—. Debajo de la nube. Todavía no puedo decir quién es.
Todos miraron. Maris apenas podía ver el punto que señalaban. Podría tratarse de un milano o de cualquier ave, pero los jueces tenían telescopios.