Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
Éste es un refugio de alados, y una fiesta de alados —añadió bruscamente uno de sus compañeros—. ¿Qué hacéis aquí vosotros dos?
Son mis invitados —dijo Maris, furiosa—. ¿O también cuestionas mi derecho a estar aquí?
—No. Sólo tu criterio al elegir invitados. —Palmeó al hombretón en la espalda—. Vamos, de repente me apetece oír canciones.
Val lo intentó con otro grupo, dos mujeres y un hombre que tenían jarras de cerveza en la mano. Pero antes de que llegara junto a ellos, dejaron a un lado las jarras —todavía medio llenas— y se marcharon.
Sólo quedaba un grupo en la habitación, seis alados a los que Maris conocía vagamente, de las islas más lejanas del Archipiélago Occidental, y un rubio joven de las Islas Exteriores. Y de pronto también se alejaron hacia la puerta. Pero en el camino, uno de ellos, un hombre de mediana edad, se detuvo para hablar con Val.
—Puede que no me recuerdes, pero yo era uno de los jueces el año que te llevaste las alas de Ari —dijo—. Fuimos justos, pero hay gente que no nos ha perdonado por aquel veredicto. Quizá no sabías lo que hacías, quizá sí. No importa. Si les cuesta tanto perdonarme a mí, a ti nunca te perdonarán. Lo siento por ti, pero no podemos hacer nada. No has hecho bien en volver, hijo. Nunca te permitirán que seas un alado.
Val había soportado con calma todo lo demás, pero ahora su rostro se contrajo de rabia.
—No quiero tu compasión —dijo—. No quiero ser uno de vosotros. ¡Y no soy tu hijo! Lárgate de aquí, viejo, o este año me quedaré con tus alas.
El alado de pelo gris agitó la cabeza, y uno de sus compañeros le tomó por el codo.
—Vamos, Cado, estás perdiendo el tiempo con él.
Cuando se marcharon, en la sala del refugio sólo quedaba Riesa, con Maris, Val y S'Rella. La mujer se dedicó a lavar las jarras de cerveza sin levantar la vista hacia ellos.
—Cálidos y generosos —dijo simplemente Val.
—No todos son… —empezó a decir Maris.
Pero descubrió que no podía seguir hablando. S'Rella la miraba como si estuviera a punto de echarse a llorar.
La puerta del refugio se abrió de golpe en aquel momento. Allí estaba Garth, con el ceño fruncido, asombrado y furioso.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Vengo arrastrándome desde casa para asistir a mi fiesta y me encuentro con que todo el mundo está en la playa. ¿Maris? ¿Riesa? —Cerró la puerta bruscamente y se dirigió hacia ellos—. Si ha habido una pelea, le cortaré el pescuezo al idiota que la empezó. Los alados no arman gresca como vulgares atados a la tierra.
Val le miró directamente.
—Yo soy la causa de que la fiesta se haya quedado vacía.
—¿Te conozco de algo? —preguntó Garth. —Soy Val. De Arren Sur.
Esperó.
—No es el causante de nada —intervino bruscamente Maris—. Créeme, Garth, es mi invitado.
Garth parecía asombrado.
—Entonces, ¿porqué…?
—También me llaman Un-Ala.
En el rostro de Garth se reflejó la comprensión, y Maris se dio cuenta del aspecto que tuvo ella cuando conoció a Val, en el puerto de Ciudad Tormenta. También se dio cuenta, asqueada, de cómo debió de sentirse Val.
Fueran cuales fuesen los sentimientos de Garth, luchó por recobrar el control sobre ellos.
—Ojalá pudiera darte la bienvenida —dijo—, pero sería mentira. Ari era una mujer buena, dulce, que jamás hizo daño a nadie. Y también conocía a su hermano. Todos le conocíamos —suspiró y se volvió hacia Maris—. ¿Dices que es tu invitado? ¿Y qué quieres que haga?
—Ari también era amiga mía —dijo Maris—. No te pido que la olvides, Garth. Pero Val no la mató. Le quitó las alas, no la vida.
—Son lo mismo —gruñó Garth. Pero no lo decía plenamente convencido. Volvió a mirar a Val—. Por aquel entonces eras un niño, y nadie sabía que Ari acabaría suicidándose. Yo también he cometido errores, aunque ninguno tan grave como el tuyo, y supongo…
—No cometí ningún error —le interrumpió Val.
Garth parpadeó.
—El desafío fue un error. Ari se suicidó —dijo.
—Volvería a desafiarla. No estaba en condiciones de volar. Si murió, el error fue suyo, no mío.
Garth era siempre amable y simpático. Incluso sus raros accesos de cólera estaban llenos de amenazas huecas. Maris jamás le había visto tan frío y duro como en aquel momento.
—Lárgate, Un-Ala —dijo con voz controlada—. Sal de este refugio y no vuelvas a entrar en él, con alas o sin ellas. No te lo permitiré.
—No volveré —replicó tranquilamente Val—. De todos modos, quiero agradeceros vuestra calidez y generosidad.
Sonrió y se dirigió hacia la puerta. S'Rella fue tras él.
—¡S'Rella! —la llamó Garth—. No… Tú puedes quedarte, claro. No tengo…
S'Rella se dio la vuelta, furiosa.
—¡Lo que ha dicho Val es cierto! ¡Os odio a todos! Y siguió a Val Un-Ala hacia la noche.
Aquella noche, S'Rella no volvió a la pequeña cabaña, pero estaba allí al día siguiente, poco después del amanecer. Val venía con ella, los dos dispuestos a practicar. Maris les entregó las alas y les acompañó por los gastados escalones de piedra que llevaban al risco de los alados.
—Una carrera —les dijo—. Bordead la isla, utilizando la brisa marina y volando bajo. Una vuelta entera.
Hasta que no los perdió de vista, Maris no empezó a ponerse las alas. Tardarían varias horas en completar el circuito, y aquel tiempo le vendría bien. Se encontraba cansada, irritable, no estaba de humor ni para la mejor de las compañías, algo que nunca había sido Val. Se entregó al reconstituyente abrazo del viento sobre el mar.
La mañana era clara y tranquila, los vientos soplaban firmes bajo ella. Cabalgó sobre ellos, dejando que la llevasen donde quisieran. En cualquier dirección, le daba lo mismo. Sólo quería volar, sentir el roce del viento, olvidar todos los insignificantes problemas de la tierra en el frío y puro aire del cielo.
No había mucho que ver. Gaviotas, milanos y un halcón o dos cerca de las orillas de Skulny, un bote de pesca aquí y allá, y sólo el océano a lo lejos, océano por todas partes, agua verdeazulada que reflejaba el sol. En una ocasión, vio una manada de tigres marinos, esbeltas formas plateadas cuyos saltos juguetones los levantaban seis metros por encima de las olas.
Una hora más tarde alcanzó a ver un espectro del viento, un extraño pájaro con alas semitranslúcidas, tan amplias y finas como las velas de un barco mercante. Maris nunca había visto uno, aunque los alados solían hablar de ellos. Volaban a gran altura, donde pocas veces llegaban los humanos, y casi nunca se podían observar desde la tierra. Este ejemplar estaba a relativamente poca altura, flotaba en el viento, sin apenas mover las enormes alas. Pronto lo perdió de vista.
La invadió una profunda sensación de paz, sintió que se liberaba de todas las tensiones e iras de la tierra. Pensó que aquello era lo que realmente importaba de volar. El resto, los mensajes que llevaba, los homenajes que se le rendían, la vida fácil, los amigos y los enemigos de la sociedad de los alados, las reglas, las leyes y las leyendas, la responsabilidad y la libertad sin ataduras, todo aquello era secundario. Para Maris, ésta era la auténtica recompensa: simplemente, la sensación de volar.
Pensó que S'Rella también la sentía. Quizá por eso apreciaba tanto a la jovencita del Sur, por el aspecto que tenía cuando acababa de volar: las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes y aquella sonrisa. Y, repentinamente, se dio cuenta de que Val no mostraba ninguno de aquellos síntomas. La idea la entristeció. Aunque ganara las alas, el joven nunca tendría todo eso. Volar era un orgullo para él, siempre volvía terriblemente satisfecho, pero no era capaz de disfrutar del cielo. Tanto si ganaba las alas como si no, jamás sentiría la paz y la felicidad de un auténtico alado. Y ésa era la cruel verdad acerca de Val.
Cuando vio por el sol que ya era casi mediodía. Maris maniobró y trazó un esbelto arco para iniciar el regreso hacia Skulny.
Maris estaba descansando sola en la cabaña aquella tarde cuando la sobresaltó un fuerte e insistente golpe en la puerta.
El visitante era un desconocido, un hombre bajo y delgado de mejillas secas y pelo peinado hacia atrás, atado en un nudo sobre la nuca. Un oriental. El peinado y las ropas ribeteadas en piel lo delataban. Lucía un anillo de hierro en un dedo y uno de plata en otro, demostraciones de su riqueza.
—Me llamo Arak —se presentó—, he volado más de treinta años para Arren Sur.
Maris terminó de abrir la puerta y le franqueó el paso, al tiempo que le señalaba la única silla. Ella se sentó en la cama.
—¿Eres de la isla de Val? El alado sonrió.
—Exacto. Precisamente quería hablarte de Val Un-Ala. Algunos de nosotros hemos estado hablando…
¿Nosotros?
Alados.
¿Qué alados?
La egolatría del hombre la hizo adoptar una actitud hostil, no le gustaba aquel tono presuntuoso.
Eso no importa —replicó Arak—. Me han enviado a hablar contigo porque todo el mundo cree que eres una alada de corazón, aunque no de cuna. No ayudarías a Val Un-Ala si supieras la clase de hombre que es.
Le conozco —dijo Maris—. No me gusta, y no le he perdonado la muerte de Ari, pero merece una oportunidad.
—Ya ha tenido más oportunidades de las que merece —respondió Arak, furioso—. ¿No sabes de dónde viene? Sus padres eran malvados, sucios, ignorantes. De Lomarron, no de Arren Sur. ¿Conoces Lomarron?
Maris asintió, recordando la ocasión en que había volado a Lomarron, hacía tres años. Una isla grande, montañosa, de tierra pobre para la agricultura, pero rica en minerales. Y era precisamente aquella riqueza la causa de interminables guerras. La mayoría de los atados a la tierra trabajaban en las minas.
—Sus padres eran mineros —supuso. Pero Arak meneó la cabeza.
Guardianes. Asesinos profesionales. Su padre luchaba con cuchillo, su madre con honda.
Muchas islas tienen cuerpos de guardianes —dijo Maris, intranquila.
Arak parecía estar disfrutando con aquello.
—Pero en Lomarron practican más que en ninguna —replicó—. Demasiado, para ser exactos. A su madre le cortaron la mano en una pelea, limpiamente, por la muñeca. Poco después hubo una tregua. Pero la familia de Val no respetaba las treguas, y su padre mató a un hombre. Luego los tres tuvieron que huir de Lomarron en un bote de pesca que robaron. Así llegaron a Arren Sur. Su madre era una inútil, una tullida con una sola mano, pero su padre volvió a enrolarse con los guardianes. No fue por mucho tiempo. Una noche, se emborrachó y dijo a un compañero quién era en realidad. La noticia llegó a oídos del Señor de la Tierra, y luego a Lomarron. Le ahorcaron por robo y asesinato.
Maris se quedó en silencio, paralizada.
—Sé todo esto —siguió Arak—, porque me dio pena la pobre viuda. La contraté como ama de llaves y cocinera, sin importarme que, con una sola mano, fuera torpe y lenta. Les di un lugar donde vivir, comida abundante, y eduqué a Val como mi propio hijo. Su padre había muerto, debió tomar ejemplo de mí. Le proporcioné la disciplina que le faltaba. Pero fue una pérdida de tiempo, es de mala raza. Desperdicié mi bondad en madre e hijo, y lo que hagas por él también será un desperdicio. La mujer era perezosa y torpe, siempre estaba quejándose de lo mal que se encontraba, nunca hacía el trabajo a tiempo pero pretendía que le pagara como si lo hubiera hecho. Val siempre jugaba a luchar con cuchillo y a matar gente. Incluso trató de arrastrar a mi propio hijo a esos asquerosos juegos, pero intervine en seguida. Era una mala influencia. Los dos me robaban, ¿sabes? Su madre y él. Siempre faltaban cosas. Tenía que mantener el hierro bajo llave. Una vez le atrapé tocando mis alas en medio de la noche, cuando me creía dormido.
Le das una oportunidad de ganarse las alas justamente, ¿y qué hace? Ataca a la pobre Ari, que no tenía ni una oportunidad. Fue tanto como matarla. No tiene moral ni principios. No se los pude inculcar a golpes cuando era pequeño, y ahora…
Maris se levantó de golpe, al recordar las cicatrices que viera en la espalda de Val.
¿Le pegabas?
¿Eh? —Arak la miró, sorprendido—. Por supuesto, claro que le pegaba. Sólo quería que tuviera un poco de sentido común. Una vara de madera cuando era pequeño, un toque de látigo de vez en cuando al crecer… Igual que hacía con mi hijo.
—Igual que hacías con tu hijo. ¿Y qué hay del resto de las cosas que le dabas a tu hijo? ¿Val y su madre comían en la misma mesa que vosotros?
Arak se levantó, con los afilados rasgos contraídos por la ira. Incluso de pie era una figurilla pequeña, y tenía que levantar la vista para mirar a Maris.
—¡Claro que no! —respondió—. Eran criados, atados a la tierra a los que se pagaba por su trabajo. Los sirvientes no comen con los amos. Les daba todo lo que necesitaban, no creas que los mataba de hambre.
—Les dabas los restos —replicó Maris con furiosa seguridad—. Restos y sobras, la basura que no querías.
—Yo ya era un alado rico cuando tú no eras más que una mocosa atada a la tierra que escarbaba buscando comida. No intentes decirme cómo debo mantener a mis criados.
Maris dio un paso adelante y se inclinó sobre él.
—Le educaste con tu propio hijo, ¿verdad? ¿Y qué decías cuando entrenabas a tu propio hijo y Val preguntaba si podía probarse las alas?
Arak dejó escapar una desagradable carcajada.
—¡Le quité la idea a latigazos! —respondió—. Eso fue antes de que llegaras tú con tu maldita idea de las academias para que los atados a la tierra empezaran a imaginarse cosas raras.
Maris le empujó.
Jamás había puesto la mano encima a otra persona en un arranque de ira, pero ahora le empujó fuertemente, con las dos manos, queriendo hacerle daño. A Arak se le atragantó la risa en la garganta y dio un paso hacia atrás. Volvió a empujarle y el hombre tropezó y cayó. Maris se colocó a su lado, observando la nerviosa incredulidad en sus ojos.
—Levántate —dijo—. Levántate y vete de aquí, sucio hombrecillo. Si pudiera, te arrancaría las alas de la espalda. Estúpido del cielo.
Arak se levantó y se dirigió rápidamente hacia la puerta. En el exterior, volvió a sentirse valiente.
—¡La sangre lo dirá! —gritó a Maris a través del hueco de la puerta—. Lo sabía. Se lo dije a todos. Un atado a la tierra es un atado a la tierra. Las academias cerrarán. Te deberíamos haber quitado las alas hace mucho tiempo, pero acabaremos quitándotelas, no lo dudes.