A veces la mejor manera de recorrer un cuadrado era rodear tres lados… No es que el distrito Vorkosigan fuera un cuadrado, exactamente, sino más bien un paralelogramo irregular. Medía unos trescientos cincuenta kilómetros desde la franja norte de tierras bajas hasta los pasos de las montañas del sur, y unos quinientos kilómetros de este a oeste, a lo largo de los picos más altos de la cadena montañosa. Sólo en una quinta parte de la tierra norte había llanuras fértiles y, de ésas, por supuesto, sólo la mitad eran utilizables.
La ciudad de Hassadar apareció a su derecha. Miles dirigió a Martin para que esquivara las zonas de mucho tráfico y evitara las complicaciones del control informatizado de navegación para el tráfico de voladores.
—Supongo que Hassadar no está mal —dijo Martin, nacido y criado en Vorbarr Sultana, al contemplar la extensión de la ciudad.
—Es una ciudad tan moderna como cualquier otra de Barrayar —contestó Miles—. Más moderna que Vorbarr Sultana. Casi toda fue construida después de la invasión cetagandana, cuando mi abuelo la eligió como nueva capital del distrito.
—Sí, pero Hassadar es todo lo que tiene el distrito —dijo Martin—. Me refiero a que apenas hay otra cosa.
—Bueno… si por otra cosa te refieres a ciudades, no. Está tierra adentro, alejada del comercio costero. Siempre ha sido agrícola; las montañas no permiten otra cosa.
—No hay mucho que hacer allá arriba, a juzgar por la cantidad de montañeses que llegan a Vorbarr Sultana en busca de trabajo —dijo Martin—. Hacemos chistes sobre ellos. Por ejemplo, ¿cómo se llama a una montañesa Dendarii que corre más rápido que sus hermanos? Virgen. —Rió.
Miles no. En la cabina del volador la atmósfera se volvió helada. Martin miró de reojo, y se encogió en su asiento.
—Lo siento, mi señor —murmuró.
—Lo he oído antes. Los he oído todos.
De hecho, los hombres de armas de su padre, todos hombres del distrito, solían inventarlos; pero éste era diferente, en cierto modo. Algunos de ellos eran también montañeses, y no carecían de ingenio.
—Es cierto que la gente de las montañas Dendarii tiene un montón menos de antepasados que vosotros, los gusanos de Vorbarr Sultana, pero es porque no fueron capaces de tirarse al suelo y rendirse a los cetagandanos.
Un tanto exagerado: los cetagandanos habían ocupado las tierras bajas, donde se habían convertido en blanco fácil de los montañeses dirigidos por el joven y terrible general conde Piotr Vorkosigan. Los cetagandanos tendrían que haber replegado sus tropas cincuenta kilómetros en vez de empujarlas hasta las traicioneras montañas. El distrito de Vorkosigan se había quedado por detrás de los otros en cuestión de desarrollo porque estaba entre los más destrozados por la guerra de todo Barrayar.
Bueno… aquélla había sido una buena excusa dos generaciones atrás, incluso una generación antes. ¿Pero ahora?
El Imperio saca a los Vorkosigan de nuestro distrito, y nos utiliza, y nunca repone lo que toma. Y luego hace chistes sobre nuestra pobreza
. Qué extraño… nunca antes se había planteado la fervorosa dedicación de su familia como un impuesto encubierto sobre el distrito.
Miles esperó diez minutos más de lo que tenía previsto en principio. Luego añadió:
—Vira al sur. Pero asciende otros diez mil metros más.
—Sí, mi señor.
El volador osciló a la derecha. Tras unos minutos más, el faro automático de tierra los detectó y dio el aviso estándar a través del intercomunicador, una voz pregrabada que advertía:
—Atención. Están ustedes entrando en una zona de alta radiación…
Martin se puso pálido.
—¿Mi señor? ¿Debo continuar con este rumbo?
—Sí. Estamos a la altura adecuada. Pero han pasado años desde la última vez que sobrevolé las tierras arrasadas. Siempre es interesante comprobar cómo progresan las cosas allá abajo.
Muchos kilómetros atrás la tierra cultivable había dado paso a los bosques. Ahora los árboles escaseaban más, su colorido era extraño y grisáceo; se veían quemados en algunas zonas, extrañamente densos en otras.
—Soy dueño de casi todo eso, ¿sabes? —continuó Miles, contemplándolo—. Personalmente, quiero decir. No es una forma de hablar porque mi padre sea el conde del distrito. Mi abuelo me lo dejó a mí, no a mi padre como el resto de las propiedades. Siempre me he preguntado qué mensaje intentaba transmitir.
Una tierra lisiada y un heredero lisiado, ¿un comentario sobre sus discapacidades? ¿O la resignada comprensión de que la vida del conde Aral seguiría su curso mucho antes de que la tierra destrozada se recuperase?
—Nunca he puesto un pie en ella. Planeo ponerme un traje antirradiación y visitarla, cuando haya tenido hijos. Dicen que ahí abajo hay plantas y animales muy extraños.
—No hay personas, ¿verdad? —preguntó Martin, mirando hacia abajo con palpable intranquilidad. Sin que le dijeran nada, elevó el aparato unos cientos de metros más.
—Unos cuantos ocupas y bandidos, que no esperan vivir lo suficiente para tener cáncer o hijos. Los guardabosques del distrito los rodean y los expulsan de vez en cuando. El lugar parece engañosamente recuperado en algunos puntos. De hecho, los niveles de radiactividad en algunas zonas se han reducido a la mitad desde que yo nací. Cuando sea viejo, esto estará empezando a ser utilizable otra vez.
—¿Dentro de diez años más, mi señor? —preguntó Martin.
Miles frunció los labios.
—Estaba pensando más bien en unos cincuenta años más, Martin —dijo amablemente.
—Oh.
Al cabo de varios minutos, estiró el cuello y miró por encima del techo.
—Allí, a tu izquierda —le dijo a Martin—. Esa mancha es el emplazamiento de Vorkosigan Vashnoi, la antigua capital del distrito. Ja. Ahora se está volviendo verdegrís. Solía ser toda negra cuando yo era un chaval. Me pregunto si aún brilla en la oscuridad.
—Podemos volver después de que oscurezca y echar un vistazo —ofreció Martin tras una breve pausa.
—No… no. —Miles se acomodó en su asiento, y contempló las montañas que se alzaban al sur—. Es suficiente.
—Podría acelerar —dijo Martin, mientras los colores apagados del paisaje de debajo eran sustituidos por verdes, marrones y dorados más vivos—. Ver qué puede hacer este volador. —Su tono era decididamente ansioso.
—Sé lo que puede hacer —contestó Miles—. Y no tengo motivo ninguno para darme prisa. En otra ocasión, tal vez.
Martin había dejado caer varias insinuaciones por el estilo, y averiguado el gusto de su jefe por los viajes rutinarios y aburridos. Miles se moría por quitarle los controles y darle un paseíto de verdad, a lo largo del desfiladero Dendarii. Aquella triple zambullida entre las salvajes corrientes de aire, por encima y por debajo de la catarata principal, obligaba al pasajero más endurecido a vomitar.
Pero incluso sin los ataques, Miles no se consideraba ya física ni mentalmente (ni moralmente) preparado para hacer eso, no de la forma en que solían hacerlo Ivan y él cuando eran algo más jóvenes que Martin, allí presente. Era un milagro que no se hubieran matado. En esa época estaban convencidos de que era debido a su superior habilidad Vor, pero en retrospectiva parecía más bien intervención divina.
Ivan había empezado el juego. Cada primo tomaba por turno los controles del volador a lo largo del profundo desfiladero serpenteante hasta que el otro claudicaba, estilo marcial, golpeando en el salpicadero, o bien devolvía su última comida. Para completar un trayecto del modo adecuado, primero había que desmontar varios de los circuitos de seguridad del volador, un truco que Miles prefería que Martin no aprendiera. Miles había ganado a Ivan tomando la simple precaución de no comer antes de los viajes, hasta que Ivan se dio cuenta e insistió en que desayunaran juntos para asegurarse de que jugaba limpio.
Miles ganó la ronda final desafiando a Ivan a un vuelo nocturno. Ivan ganó la primera ronda, y logró sacarlos con vida, aunque estaba blanco y sudoroso cuando salieron del último recodo y enderezaron el aparato.
Miles se preparó para su turno, y apagó las luces del volador. Había que reconocer que al menos Ivan no se vino abajo y empezó a llorar y a arañar en busca del botón eyector de emergencia (desconectado) hasta que se dio cuenta de que su primo pilotaba a toda velocidad a través del desfiladero con los ojos cerrados.
Miles, por supuesto, no se molestó en mencionar que había volado siguiendo un recorrido idéntico más de sesenta veces a la luz del día durante los tres días anteriores, oscureciendo gradualmente el visor del aparato hasta dejarlo completamente opaco.
Ésa fue la última ronda de aquel juego. Ivan nunca volvió a desafiarlo.
—¿Por qué sonríe, mi señor? —quiso saber Martin.
—Ah… por nada, Martin. Vira aquí mismo, y dirígete a esa zona de árboles. Siento curiosidad por ver cómo va mi bosque.
Los ausentes Lores Vorkosigan solían supervisar con poco interés los diversos tipos de granjas. Después de cincuenta años, los hermosos árboles estaban casi preparados para ser talados de forma selectiva. ¿Dentro de otros diez años, por ejemplo? Zonas de robles, arces, olmos, nogales y abedules brillaban con el sol de otoño. Una mancha oscura salpicaba aquí y allá las empinadas faldas de las montañas: los ébanos creados genéticamente para soportar el invierno; una nueva cepa (o, al menos, nueva en Barrayar) importada hacía sólo tres décadas. Miles se preguntó dónde acabaría todo: ¿en muebles, casas y otras cosas corrientes? Esperaba que al menos la madera fuera utilizada para algo bello. Instrumentos musicales, por ejemplo, o esculturas, o mosaicos.
Miles frunció el ceño ante la columna de humo que se alzaba a varias montañas de distancia.
—Acércate allí —le dijo a Martin, señalando. Pero al llegar descubrió que no pasaba nada; era simplemente su equipo terraformador, quemando otra falda para librarla de los venenosos matorrales nativos antes de empezar a tratar el suelo con residuos orgánicos cuyo ADN era de origen terrestre y plantar los diminutos retoños.
Martin los sobrevoló, y media docena de hombres con mascarillas respiratorias alzaron la cabeza y los saludaron cordialmente, sin saber quién los observaba.
—Agita las alas para devolverles el saludo —dijo Miles, y Martin obedeció. Miles se preguntó cómo sería hacer ese trabajo todos los días: terraformar Barrayar con baja tecnología, metro a metro. Al menos resultaba fácil mirar atrás y medir los logros de tu vida.
Dejaron la plantación de bosques y continuaron hacia el oeste, sobre las escarpadas montañas marrones y rojas, salpicadas aquí y allá de colores procedentes de la Tierra que teñían tanto la vida humana como lo que crecía salvaje. Las montañas grises, cubiertas de nieve, se hacían cada vez más altas a su izquierda. Miles se acomodó y cerró un rato los ojos, cansado sin motivo; comía y dormía mejor que nunca. Por fin, tras un murmullo inquisidor por parte de Martin, los abrió para ver el distante resplandor del largo lago de Vorkosigan Surleau, que serpenteaba a unos cuarenta kilómetros al oeste entre las montañas.
Pasaron sobre la aldea emplazada al borde del lago y el castillo demolido y quemado que ocupaba el promontorio sobre ella, el motivo original de la existencia de la aldea. Miles hizo que Martin volara hasta el agua y regresara antes de dar la vuelta para aterrizar en la propiedad Vorkosigan. Había unas cien nuevas residencias rodeando el lago más arriba, a lo largo de los pocos kilómetros de orilla que pertenecían a su familia y no a la gente de Hassadar o Vorbarr Sultana. Eran la fuente de la explosión de población de… Bueno, al menos una docena de barcos deslucían, o decoraban según el punto de vista, la superficie azul de las aguas. La aldea crecía también con los jubilados y la gente de vacaciones añadidos a las pocas posesiones de los Antiguos Vor cercanas.
La residencia de verano de los Vorkosigan, que había sido antiguamente un largo barracón de dos pisos de piedra para el guarda del castillo, se había convertido en una residencia elegante con vistas al lago. Miles hizo que Martin posara el volador junto al garaje, sobre el acantilado.
—¿A la casa, mi señor? —preguntó Martin, descargando sus maletas.
Aquella casa al menos tenía una pareja de cuidadores residentes que la mantenían viva y atendían los terrenos; no tendría la tenebrosa atmósfera de la mansión de la capital, que parecía una tumba.
—No… deja eso por ahora. Primero quiero visitar los establos.
Miles bajó por el sendero hasta el conjunto de edificios exteriores y los pastos de un verde terrestre que había en el primer vallecito antes de llegar al lago. La adolescente del pueblo que cuidaba el puñado de caballos que quedaban salió a saludarlos, y Martin, que obviamente estaba preparado para soportar varios días de aburrimiento rural en compañía de su excéntrico señor, se animó inmediatamente. Miles les dejó para que se conocieran mejor y entró en los pastos.
Su caballo, bautizado con el poco agraciado nombre de Gordo Tonto por el abuelo de Miles en sus primeras semanas de vida como potrillo, salió a saludar a Miles al oír su llamada, piafando, y Miles lo recompensó con menta que sacó del bolsillo. Acarició la ancha nariz aterciopelada del gran ruano. El animal, que contaba con… ¿cuántos, veintitrés años ya?, tenía más gris la crin roja, y jadeaba por haber cruzado el pasto al trote. Bien… ¿se atrevería a montarlo, con sus problemas de ataques? Probablemente no para realizar las largas excursiones de varios días que tanto le gustaban. Si entrenaba a Martin para que fuera su cuidador, tal vez podría arriesgarse a dar unas cuantas vueltas por los pastos. No era probable que se rompiera ningún hueso sintético al caerse, y confiaba en que Tonto no lo pisara.
Nadar, el otro gran placer de la vida en Vorkosigan Surleau, quedaba descartado. Navegar era dudoso; tendría que llevar un chaleco salvavidas constantemente e ir con Martin. ¿Sabría nadar Martin y hacer de salvavidas con un hombre con ataques a bordo mientras impedía simultáneamente que el barco se le fuera a la deriva? Parecía mucho pedir. Bueno… de todas formas las aguas del lago estaban heladas con la llegada del otoño.
No por casualidad, el trigésimo cumpleaños pilló a Miles la semana siguiente, mientras disfrutaba de paz y tranquilidad junto al lago. Era el mejor lugar para ignorar el acontecimiento. Contrariamente, en la capital, lo más probable habría sido que lo asaltaran conocidos y parientes, o al menos Ivan, para darle la lata con el tema o, peor, para cargarle encima una fiesta. Aunque Ivan sin duda se habría abstenido por el hecho de que a él le tocaba el turno al cabo de un par de meses. De todos modos, Miles sólo sería un día más viejo, igual que cualquier otro día, ¿verdad?