Cortó la comunicación.
Miles se inclinó, y apoyó la frente en el frío borde de la comuconsola. Sabía que aquel momento tenía que llegar; era inherente a la decisión de vivir. Gregor le estaba dando la oportunidad de pedir disculpas formalmente. Tenían que zanjar el tema tarde o temprano. Aunque fuera sólo como conde de su distrito, Miles iba a quedarse mucho tiempo en Vorbarr Sultana. Deseó poder ofrecer sus disculpas en el arcaico sentido.
In absentia
. Sería más fácil y menos doloroso.
¿Por qué no me dejaron muerto la primera vez?
Suspiró, se irguió, y pulsó el número de Lady Alys en el comunicador.
El vehículo blindado del conde Vorkosigan zumbó sobre el pavimento hasta el pórtico oriental de la Residencia Imperial. Martin miró nervioso por encima de su hombro hacia las puertas, y a los guardias congregados alrededor, que hacían gestos con las manos.
—¿Seguro que no habrá problema, mi señor?
—No te preocupes —dijo Miles, sentado junto a él en el compartimento del conductor—. Apuesto a que enderezarán ese hierro forjado y lo volverán a pintar antes de que vengas a recogerme.
Martin quiso abrir la cápsula, o al menos buscó con toda el alma el control en el brillante panel que tenía delante. Miles se lo señaló.
—Gracias —murmuró Martin.
La cápsula se alzó; Miles escapó con vida.
—Martin… voy a decirte una cosa. Mientras esté ocupado aquí dentro, ¿por qué no llevas esta barcaza a dar una vuelta de prácticas por la ciudad? —Se metió en el bolsillo el comunicador de su vehículo de tierra—. Te llamaré cuando te necesite. Si tú… —Miles corrigió «te metes en problemas»—, tienes algún problema, llámame…
Sospechó que no tardaría en desear que alguien interrumpiera su inminente entrevista con Gregor, pero sería hacer trampa preparar la interrupción de antemano.
—No. Llama a este número. —Se inclinó y tecleó un código en la sofisticada consola del coche—. Se pondrá un caballero muy competente llamado Tsipis, un gran tipo. Él te dirá lo que tienes que hacer.
—Sí, mi señor.
—Cuidado con el impulso hacia delante. La potencia de esta bestia engaña. Las células de combustible añaden casi tanto peso como el blindaje. El manejo es complicado. Llévatelo a algún sitio donde tengas un montón de espacio, y practica para que no vuelva a sorprenderte.
—Uh… gracias, señor.
La cápsula se cerró; a través del semiespejo polarizado, Miles vio a Martin mordiéndose concentrado el labio mientras el vehículo se alzaba y avanzaba una vez más. El reluciente costado trasero izquierdo del coche estaba ileso, advirtió sin sorpresa. Otro novato, ah, sí. Si no hubiera tenido la cabeza en otra parte, habría enviado al chico a practicar toda la semana anterior, y evitado aquel incidente menor con la verja de Gregor. Pero Martin lo haría bien, en cuanto adquiriera suficiente experiencia, y no contara con la enervante presencia de su lord y nuevo jefe.
Uno de los criados con librea de la Residencia recibió a Miles en la puerta, y lo escoltó hasta el ala norte; se dirigían pues hacia el despacho privado de Gregor. El ala norte era la única sección de la enorme Residencia Imperial que tenía menos de doscientos años de antigüedad. Se había quemado hasta los cimientos durante la Guerra de los Pretendientes Vordarianos, el año en que Miles nació dañado por el gas venenoso, y luego fue reconstruida. El despacho de la planta baja del Emperador era uno de los pocos espacios verdaderamente privados y personales de Gregor. La decoración era sobria, las obras de arte habían sido compradas todas a prometedores artistas jóvenes que aún vivían, y no contenía ninguna antigüedad.
Cuando Miles entró, Gregor se encontraba de pie junto a una alta ventana, contemplando su jardín. ¿Había estado caminando? Llevaba puesto el uniforme de la Casa Vorbarra, muy ceñido; Miles, últimamente alérgico a los uniformes, iba vestido con ropa de calle algo pasada de moda que había rescatado del fondo de su armario.
—Lord Vorkosigan —anunció el criado, y se marchó con una reverencia. Gregor asintió, e indicó a Miles una silla. Miles devolvió una sonrisa algo forzada mientras Gregor se sentaba frente a él y se echaba hacia delante, las manos sobre las rodillas.
—Esto es tan difícil para mí como sin duda lo es para ti —empezó a decir Gregor.
La sonrisa de Miles se volvió aún más seca.
—No… tanto, supongo —murmuró.
Gregor sonrió; una mano se abalanzó hacia fuera, como para apartar el cebo.
—Ojalá no lo hubieras hecho.
—Ojalá.
—No podemos deshacer lo que está hecho —continuó Gregor, algo absurdamente—. No importa cuánto lo deseemos.
—Mm. Si pudiera… como en uno de esos cuentos en los que te conceden un solo deseo… ni siquiera sé si elegiría eso. Tal vez volver al momento de la muerte del sargento Bothari, y evitarla, justo al principio. No sé… tal vez no habría salido mejor. Probablemente no. Pero eso fue un error más inocente, aunque más letal. Me he graduado en estupideces más calculadas. —Su voz era tensa.
—Estuviste a punto de hacer grandes cosas.
—¿Qué, un trabajo burocrático en Asuntos Domésticos? Lamento disentir.
Eso era, quizá, lo peor de aquel asunto: lo había sacrificado todo, incluida su integridad, para salvar una identidad que, después de todo, le iban a quitar al cabo de un año. Si lo hubiera sabido, habría… ¿qué?
¿Qué, eh?
Los labios de Gregor se contrajeron a causa del desagrado.
—Me he pasado la vida dejando que mis asuntos sean manejados por ancianos. Eras el primer hombre de tu generación que pensaba poner con éxito en un puesto de verdadero poder y responsabilidad, en los peldaños superiores de lo que llaman, irónicamente, mi gobierno.
Y la jodí, sí, lo sabemos, Gregor
.
—Tienes que reconocer que no eran viejos cuando empezaron a servirte. Illyan fue ascendido a Jefe de SegImp… ¿con cuántos, treinta años? E iba a hacerme esperar a mí hasta los treinta y cinco, el hipócrita.
Gregor sacudía la cabeza.
Si dice: «Miles, ¿qué vamos a hacer contigo?», me levanto y me voy
. Pero lo que dijo en cambio fue:
—¿Qué tienes pensado hacer ahora?
Casi tan malo
. Pero Miles permaneció sentado.
—No lo sé. Necesito… algún tiempo libre. Tiempo para pensar. Una baja médica y tiempo para viajar no son realmente lo mismo.
—Yo… te pido que no trates de ponerte en contacto por tu cuenta con los Mercenarios Dendarii. Comprendo que probablemente ni SegImp y yo unidos seríamos capaces de detenerte si decidieras escapar y unirte a ellos. Pero entonces no tendría modo de salvarte de una acusación de traición.
Miles, tratando de no tragarse su sentimiento de culpabilidad, asintió para dar a entender que lo comprendía perfectamente. Siempre había sabido que ése sería un viaje sin retorno.
—Los Dendarii tampoco necesitan a un comandante con convulsiones. Hasta que me arreglen la cabeza… si se puede arreglar, no cabe esa tentación.
Quizá por suerte. Vaciló; luego dejó que la ansiedad primaria aflorara a la superficie con la frase más neutra que pudo pronunciar:
—¿En qué situación estará desde ahora la Flota Dendarii?
—Eso dependerá de su nuevo comandante. ¿Cómo lo hará Quinn?
Así que Gregor no planeaba deshacerse unilateralmente de todos sus esfuerzos creativos. Miles suspiró para sí, aliviado, y eligió sus siguientes palabras cuidadosamente.
—Sería tonta si rechazara nuestro… su apoyo imperial. Y no es ninguna tonta. No veo ningún motivo para que la flota no pueda continuar trabajando igual para SegImp bajo sus órdenes que bajo las mías.
—Estoy dispuesto a esperar a ver cómo se desenvuelve: si puede presentarnos éxitos, o no.
Que Dios te ayude, Quinn
. Pero los Dendarii seguirían siendo los Hombres del Emperador, incluso sin él; sí, eso era lo importante. No iban a abandonarlos.
—Quinn ha sido mi aprendiza durante casi una década. Tiene treinta y pocos años, está en plenitud de facultades. Es creativa, decidida, y reacciona sorprendentemente bien en las situaciones de emergencia, y ha estado en bastantes. Si no está dispuesta a tomar el mando… entonces yo no soy el comandante que pensaba que era.
Gregor asintió brevemente.
—Muy bien —inhaló y cambió de tema; su cara se animó visiblemente—. ¿Me acompañarás ahora a almorzar, Lord Vorkosigan?
—Aprecio el gesto, Gregor. Pero ¿he de quedarme?
—Hay alguien a quien quiero que conozcas. O, más bien, observes.
¿Todavía valora mi opinión?
—Mi juicio últimamente no merece la pena de ser comunicado a casa.
—Mm… hablando de eso… ¿Se lo has contado ya a tus padres?
—No —dijo Miles, y añadió cauteloso—: ¿Y tú?
—No…
Un sombrío silencio se apoderó de ellos durante un momento.
—Es cosa tuya —dijo Gregor por fin, decidido.
—No lo niego.
—Ve a recibir tratamiento médico pronto, Miles. Estoy dispuesto a convertirlo en una orden imperial, si es necesario.
—No es… necesario, Sire.
—Bien.
Gregor se levantó; Miles, obligado, lo imitó. Estaban a medio camino de la puerta cuando Miles consiguió decir, con un hilo de voz:
—¿Gregor?
—¿Sí…?
—Lo siento.
Gregor vaciló, luego contestó con un leve asentimiento. Continuaron juntos.
En un recodo del jardín sur, rodeado de árboles y matorrales en flor, habían preparado una mesa para cuatro bajo un dosel de muselina. El tiempo acompañaba; el sol de otoño proyectaba una sombra perfectamente refrescada por un leve aliento de brisa. Los ruidos de la ciudad cercana se oían apagados y distantes, como si el jardín formara parte de un sueño. Miles, levemente preocupado, contempló la disposición de la mesa mientras se sentaba a la izquierda de Gregor.
Sin duda no pretende honrarme con esto. Eso sería ahora una burla
. Gregor despidió impaciente a un lacayo con librea que ofrecía una selección de bebidas antes de la comida; al parecer, esperaban a alguien.
La comprensión llegó con Lady Alys Vorpatril, muy correctamente vestida según correspondía a una mujer Vor con un bolero azul y una falda ribeteada de plata que resaltaba (¿deliberadamente?) las ligeras hebras de plata de su pelo oscuro. Escoltaba a la doctora Laisa Toscane, hermosa y estilizada con sus pantalones komarreses y su chaqueta.
Los criados corrieron a atender a las dos mujeres, luego se perdieron discretamente de vista otra vez.
—Buenas tardes, doctora Toscane —dijo Miles, mientras todos se intercambiaban saludos—. Volvemos a encontrarnos. ¿Es su segundo viaje a la Residencia, pues?
—El cuarto. —Sonrió ella—. Gregor me invitó muy amablemente a un almuerzo de trabajo la semana pasada con el ministro Racozy y varios miembros de su personal. Tuve entonces la oportunidad de exponer algunos de los puntos de vista de mi grupo financiero. Y luego acudí a la recepción de algunos oficiales retirados del distrito, que fue fascinante.
¿Gregor? Miles miró a Alys Vorpatril, sentada a su izquierda; ella le devolvió una mirada muy neutra.
Los criados empezaron a traer comida y la conversación comenzó, como no era de extrañar, con unas cuantas quejas sobre los asuntos komarreses. Sin embargo, tomó casi inmediatamente un giro cuando Gregor y Laisa empezaron a comparar familias e infancias; los dos eran hijos únicos, un hecho que ambos parecían encontrar molesto y digno de muchos análisis comparativos. Miles tuvo la sensación de que llegaba en mitad de la Segunda Parte, o quizá de la Cuarta Parte, de un serial continuado. Su propio papel parecía limitarse a murmurar ocasionalmente su confirmación sobre incidentes del pasado lejano que apenas recordaba. Alys, normalmente charlatana, casi no abrió la boca.
Gregor se esforzaba en hacer hablar a Laisa, pero ella tenía su propia forma de insistir amablemente en un intercambio de información punto por punto. Hacía años que Miles no oía a Gregor hablar tanto.
Cuando aparecieron los pasteles de crema, junto con una bandeja de cinco clases distintas de tés y cafés, Gregor dijo tímidamente:
—Te he preparado una pequeña sorpresa, Laisa.
Hizo un imperceptible gesto con la mano, una señal preparada con antelación que fue captada por un lacayo de librea, quien inmediatamente desapareció entre los matorrales.
—Dijiste que nunca habías visto un caballo excepto en los vids. El caballo es un símbolo tan claro de los Vor que pensé que te gustaría cabalgar uno.
El hombre de la librea regresó con la yegua blanca más hermosa que Miles había visto en su vida. Ni siquiera en los bien provistos establos de su padre había un animal comparable. Ojos grandes, aspecto elegante… los cascos eran de un negro reluciente, y en la larga crin plateada y la cola llevaba lazos escarlata trenzados, a juego con la silla y las riendas bordadas de escarlata atadas al pomo de la misma.
—Oh, cielos. —Laisa se quedó sin respiración mientras contemplaba el animal—. ¿Puedo acariciarlo? ¡Pero si no tengo ni idea de cómo cabalgar!
—Por supuesto.
Gregor la escoltó hasta la yegua; ella se echó a reír mientras sus manos volaban para tocar el brillante cuello y acariciaban la resplandeciente crin. La yegua entrecerró plácidamente los ojos, aceptando tranquila esas atenciones.
—Yo te guiaré —dijo Gregor—. Sólo un paseo. Es muy dócil.
En opinión de Miles, la yegua estaba casi dormida; Gregor no iba a correr ningún riesgo que pudiera estropear su espectáculo ecuestre.
Laisa emitió unos ruiditos dudosos, fascinados, del tipo por-favor-convénceme. Miles se inclinó hacia Lady Alys y susurró:
—¿Dónde ha encontrado Gregor ese caballo?
—A tres distritos de distancia —murmuró ella—. Lo trajeron ayer a los establos de la Residencia. Gregor lleva cuatro días instruyendo a su personal doméstico, planeando cada detalle de esta merienda.
—Te ayudaré a montar —continuó Gregor, mientras el palafrenero sostenía las riendas—. Déjame enseñarte cómo. Dobla la pierna y yo la sostengo en mis manos…
Hicieron falta tres intentos y un montón de risas para que Laisa montara. Si Gregor trataba de hacerse el simpático, lo consiguió con sorprendente
savoir faire
. Ella se sentó en la silla forrada de terciopelo encantada, complacida, un poco orgullosa de sí misma. Gregor tomó las riendas de manos del palafrenero, lo despidió, y guió al animal por el jardín, sin parar de hablar ni de hacer gestos.