Read Rebelarse vende. El negocio de la contracultura Online
Authors: Joseph Heath y Andrew Potter
Marx pensaba que esta tendencia hacia la superproducción gobernaba el ciclo comercial. La economía fabricaba cada vez más cosas, que se iban acumulando hasta llegar al exceso. Llegado ese punto los beneficios se desplomaban, toda la actividad económica disminuía, se iniciaba un periodo de recesión y la riqueza sobrante desaparecía. Esto hacía que el sistema se rearmara para poder iniciar un nuevo ciclo de producción. Entonces el capital, según Baudrillard, «enfrentado a sus propias contradicciones (superproducción, descenso de beneficios), intentaría remontarlas reestructurando completamente la acumulación mediante la destrucción, la financiación del déficit y la bancarrota. Así se evitaría una redistribución de la riqueza, que habría hecho peligrar seriamente las relaciones existentes entre la producción y las estructuras políticas».
Sin embargo, tras la II Guerra Mundial la mayor parte de los países occidentales tuvieron dos décadas de auge casi ininterrumpido. Parecían haber logrado domesticar la crisis económica que había vaticinado Marx, por lo que sus partidarios se sintieron obligados a dar una explicación. Al fin y al cabo, la fabricación en serie y la mecanización se habían acelerado en la década de 1950. El capitalismo parecía tener la misma «superproducción» de siempre. Así pues, ¿cómo se explicaba la atenuación del ciclo económico?
Durante la década de 1960 se dijo que para resolver la crisis de superproducción se había recurrido a la publicidad. Según Baudrillard, para solucionar la «contradicción» del capitalismo se optó por convertir al trabajador en
cosumidor
. Para deshacerse del exceso de producción, había que engañar a los trabajadores para que quisieran poseer cada vez más cosas. Convencerles de que no podían vivir sin un coche nuevo o una gran casa en las afueras. Con este fin, el capitalismo les habría inculcado lo que Baudrillard describe como «la compulsión de necesitar y la compulsión de consumir»: «El sistema industrial, tras haber socializado a las masas como ejército laboral, se vio obligado a rematar la tarea y socializarlas (es decir, controlarlas) como ejército consumista». En un principio este deseo obligatorio se inculcaría mediante la integración, pero algún día la violencia inherente al sistema podría quedar al descubierto: «Es probable que un día se promulguen leyes para regular esta compulsión (la obligación de cambiar de coche cada dos años)».
Existe un pequeño fallo. Como es la fabricación en serie la que crea la superproducción, ese deseo que se inculca a los trabajadores no puede ser individual ni idiosincrásico. Los bienes que se producen son homogéneos, de modo que el deseo creado también deberá ser homogéneo. Como escribe Stuart Ewen en
Captains of Consciousness
[15]
, «el control de las masas requería que tanto las personas como el mundo en que vivían tuvieran un carácter similar al de una máquina: predecible y no interesado en la autodeterminación. Igual que la maquinaria industrial producía bienes estandarizados, la psicología del consumismo procuró crear una "masa" que fuera "prácticamente idéntica en todas sus características mentales y sociales"».
Por tanto, el consumismo debe ser un sistema de rígido conformismo. No puede tolerar ninguna desviación de la norma, porque las falsas necesidades que la población cree tener son necesarias para absorber el exceso de bienes producido por la fabricación en serie. El consumismo surge de lo que Baudrillard llama el «intento de masificar el consumo humano acorde con los requisitos de la mecanización productiva». Aquí se dejaría ver la «lógica totalitaria» del sistema. Como las necesidades de consumo las dictan los requisitos funcionales del sistema de producción, «el sistema sólo puede producir y reproducir a los individuos como elementos del sistema. No tolera las excepciones»
Éste es el punto de contacto entre la crítica del consumismo y la teoría contracultural. Según Baudrillard, el sistema no quiere excepciones, ni en la fábrica, ni en el supermercado. Requiere un sistema uniforme de «necesidades» funcionalmente impuestas para absorber el exceso de bienes que genera la producción en serie. A consecuencia de ello, el consumismo que se sale de la norma se convierte en
política radical
Igual que un trabajador puede desbaratar toda la cadena de montaje al negarse a cumplir con el trabajo que se le ha asignado, un consumidor puede trastocar el sistema negándose a comprar donde se le ha dicho que lo haga.
De este modo asistimos al nacimiento del
consumidor rebelde
.
*
Ésta es una bonita teoría. Además, cuenta con el apoyo de muchas personas inteligentes. Sólo tiene un fallo, que se basa en una falacia económica elemental. La superproducción generalizada no existe. Jamás ha existido y jamás existirá.
Ningún economista moderno, de derechas o de izquierdas, apoya la teoría marxista de que el capitalismo esté sujeto a crisis sucesivas de superproducción. Por desgracia, nadie informó de ello a los críticos del consumismo. Por eso siguen circulando teorías como la de Baudrillard y la de Ewen, que tienen credibilidad aunque se basen en el equivalente académico de una leyenda urbana.
El problema que tiene la teoría de Marx es que ignora el hecho de que una economía de mercado es fundamentalmente un sistema de intercambio. Aunque los bienes se venden a cambio de dinero, el dinero en sí no se consume; sólo se usa para comprar bienes a otras personas. Es decir, la oferta de bienes
constituyela
demanda de otros bienes. La oferta total y la demanda total siempre son equivalentes en cantidad, por el sencillo motivo de que son
lo mismo
, visto desde dos perspectivas distintas. Aunque puede haber «demasiado» de un producto concreto en relación con otros, nunca puede darse un exceso generalizado.
Esta relación queda no sólo oscurecida, sino también complicada por el hecho de que el dinero lo usamos para mediar en nuestros intercambios. Sería mejor olvidarnos del asunto del dinero temporalmente y situarnos en una economía de trueque donde la oferta total siempre es idéntica a la demanda, sencillamente porque unos bienes siempre se intercambian por otros. Supongamos que yo decido empezar a fabricar zapatos. Cada par que hago aumenta la oferta general de artículos disponibles. Pero, obviamente, no tengo ninguna intención de regalarlos. Si quiero consolidar el negocio, tendré que intercambiar mis productos manufacturados por comida, casa, ropa y todas las demás necesidades de la vida. En consecuencia, cuando voy al mercado con mi provisión de zapatos para vender, no sólo incremento la oferta, sino también la demanda de otra cantidad equivalente de bienes (los que yo necesito). Esta relación no es casual, sino conceptual. Una mayor oferta de un bien siempre genera una mayor demanda de otros bienes distintos. Unos bienes se intercambian por otros.
Está claro que la influencia exacta de mis zapatos sobre la oferta y la demanda dependerá de la necesidad ajena y de lo que estén dispuestos a pagar los demás por mis artículos. Esto será lo que determine su precio. Si no hay mucha demanda, el precio caerá. Si no hay suficiente oferta, el precio subirá. De ahí los términos de saturación y escasez. Pero como la oferta total y la demanda total de bienes tienen que ser iguales, es absurdo hablar de superproducción global o infraproducción global. Puede haber demasiados zapatos, pero nunca habrá demasiados bienes en general.
Por eso un economista dispone de dos métodos distintos para calcular el PIB. Puede o bien sumar el valor total de los bienes y servicios vendidos en la economía, o sumar el total de los ingresos gananciales. La cifra resultante debe ser la misma en ambos casos, porque lo que una persona compra es lo que gana otra. Por eso la inmigración no genera desempleo. La mano de obra que proporciona un inmigrante equivale exactamente a la demanda de bienes que genera. Es decir, aunque la inmigración implique mucha mano de obra de un tipo concreto, nunca habrá demasiada mano de obra en general.
Teniendo esto en cuenta, vamos a analizar la tesis marxista de que si un empresario capitalista hace un recorte salarial en realidad estará reduciendo el mercado donde pretende colocar sus productos. Esto podrá aplicarse a cada empresario individual, pero no al conjunto. Pensemos en un empresario que se dedica a hacer pan. En un momento dado incorpora una máquina batidora automática que le permite despedir a varios empleados y reducir la nómina en mil dólares semanales. Obviamente, como sus trabajadores comen pan, el recorte salarial hace disminuir la demanda de su propio producto. ¿Es el comienzo de un círculo vicioso? ¿El empresario capitalista vive atrapado en una «contradicción», como decía Marx?
Ni mucho menos. Los mil dólares que se ahorra el empresario al pagar la nómina no desaparecen. Lo normal es que los reciba en forma de beneficios. ¿Y qué hace con ese dinero? Lo gasta o lo ahorra. Aunque el recorte salarial pueda reducir la demanda de pan, cuando el empresario gasta el dinero estará incrementando la demanda de productos elaborados por otros fabricantes. Por tanto, reducir la nómina no resta mil dólares a la economía ge neral, sino que los traslada de un sector a otro (es decir, los resta del mercado de la clase trabajadora y ios suma al mercado de la clase empresarial). Si decide ahorrar, la situación no cambia mucho. Los bancos disponen del dinero depositado en su cuenta y lo prestan a otros inversores (que a su vez lo gastan en bienes de equipo) o a otros consumidores (que lo gastan por las buenas). En cualquier caso, los recortes salariales no afectan a la demanda total de bienes, que simplemente se desplaza de un sector a otro.
Se podría contar exactamente la misma historia si en vez de reducir la nómina en mil dólares, el empresario incorpora una tecnología de fabricación en serie que le permita elaborar mil dólares más de pan sin alterar el resto de los costes de producción. Esto no genera un desequilibrio en la economía (y desde luego no implica que el «sistema» se dedique a lavar el cerebro a los consumidores para que quieran comer más pan). Si la gente no quiere comprar más pan, por mucha maquinaria nueva que tenga, el empresario no podrá fabricar mil dólares más de pan, sino en todo caso quinientos, o cien, o cinco. En cualquier caso, es inútil seguir la trayectoria de cada miga de pan para asegurarse una demanda que absorba esta oferta adicional. Sabemos que se va a producir esa demanda, porque constituye una de las dos mitades de una entidad contable.
Los economistas llaman a este principio la Ley de Say, que cayó en descrédito cuando John Maynard Keynes la criticó duramente en la década de 1930. Pero fueron muchos los que malinterpretaron su análisis. Lo que Keynes pretendía demostrar es que cuando se incorpora dinero a un sistema económico, las cosas tienden a complicarse considerablemente. El dinero no es un medio transparente, sino que puede servir como refugio. Si la población cree que los precios van a bajar, por ejemplo, puede que decida guardar el dinero en vez de gastarlo inmediatamente. Entonces, al tratar el dinero como algo distinto de todas las demás mercancías, un repentino incremento en la demanda de dinero parecería un descenso en la demanda de los demás productos. Es decir, el repunte en la demanda monetaria
parece
un exceso de producción del resto de los bienes. Por eso se equivocó Marx al creer que las recesiones se debían a una superproducción generalizada. Keynes demostró que las recesiones no las producía «un exceso de bienes», sino «una escasez de dinero». La solución no sería crear nuevas necesidades a los consumidores para incrementar la demanda general de bienes, ya que esto no produciría efecto alguno. Lo que habría que hacer es simplemente poner más dinero en circulación. Éste fue precisamente el remedio que aplicaron, cada uno a su manera, los países occidentales después de la II Guerra Mundial, dominando así el ciclo económico. La publicidad no tuvo nada que ver.
Por desgracia, el diagnóstico keynesiano ha popularizado el concepto de «estimular la demanda» durante una recesión, como si realmente se paralizara la demanda al escasear la oferta. De hecho, una crisis sólo produce una disminución del volumen y número de intercambios, acompañada de una menor demanda de todos los demás bienes excepto el dinero. Cuando los políticos animan al consumidor a salir de compras para ayudar a levantar la economía, no pretenden generar más demanda (porque una mayor demanda se corresponde siempre con el correspondiente incremento de la oferta). Lo que quieren es hacer que el dinero circule.
Sin embargo, esto no lo entienden los políticos ni la población en general. Por eso ha tenido tanto éxito la teoría marxista sobre el consumismo. Los anticapitalistas insisten en tratar el consumo y la producción como dos procesos completamente independientes. La revista
Adbusters
, por ejemplo, ha obtenido una notoriedad mundial con su campaña para instaurar el Día Mundial del No Comprar. Pero ignora el hecho de que, sea como sea, no podemos evitar gastar la totalidad de nuestros ingresos. Si no lo gastamos nosotros mismos, mientras lo tengamos en el banco lo gastarán otras personas. Lo único que podemos hacer para reducir el consumo es reducir nuestra contribución a la producción. Pero, claro, el Día Mundial de No Ganar Dinero no suena igual de bien.
Quienes defienden el consumismo con el argumento de que genera empleo son igual de falaces. Acusan a las personas ahorrativas de fomentar el desempleo. Olvidan que el ahorro personal no reduce la demanda general de mano de obra. Mientras tengamos el dinero ahorrado en el banco, lo estarán gastando otras personas. Lo único que se puede hacer para reducir gastos es trabajar menos y ganar un sueldo más bajo. Así se reducirá la demanda de mano de obra y se fomentará el desempleo, pero es nuestro salario el que recortamos, no el de otra persona. La idea de que nuestro consumo personal ayuda a otras personas es un puro au toen gaño. Tener una nevera repleta no es éticamente equivalente a donar alimentos con fines caritativos, por mucho que nos empeñemos.
*
La atractiva teoría del «consumismo es conformismo» pretende explicar por qué los artículos de consumo no nos satisfacen a largo plazo. Al dar por hecho que no necesitamos ninguna de las cosas que compramos, resulta más fácil entender lo insatisfechos que estamos. Pero existen otras explicaciones más plausibles. En primer lugar, merece la pena señalar que en los países en vías de desarrollo, el crecimiento económico es básico para aumentar el nivel general de felicidad. Es sólo en las sociedades muy prósperas donde el auge económico no consigue incrementar la felicidad. En segundo lugar, sigue existiendo un fuerte nexo entre la
riqueza relativay
la felicidad, incluso en las sociedades muy ricas. Aunque el dinero no da la felicidad, tener más dinero que nuestro vecino contribuye enormemente.