Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (18 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Obviamente, la mayoría de los bienes tienen virtudes tanto materiales como posicionales. Podría decirse que cada bien tiene un «plus competitivo». Si un restaurante es muy conocido, se llenará de gente y puede ser difícil conseguir una mesa. Los dueños quizá reaccionen subiendo los precios para evitar aglomeraciones. A partir de entonces, comer en ese restaurante tendrá un plus competitivo: una parte de su precio sirve para pagar la comida y la parte restante, para restringir la entrada. En una ciudad, numerosos establecimientos funcionan así: los gimnasios, los cines, las peluquerías. En muchos sentidos, una ciudad puede considerarse una competición gigante. En cuanto alguien descubre algo atractivo, aparecen una docena de personas interesadas y dispuestas a conseguirlo. Si nos sentamos a hacer cuentas, resulta que el consumismo competitivo absorbe el sueldo casi íntegro del residente urbano. En lo relativo a mi casa, el «plus competitivo» —la cantidad que pago por el barrio— es de 350.000 dólares como mínimo. Esto significa que al mes dedico aproximadamente la mitad de mi sueldo neto al consumismo competitivo puro y duro, es decir, que literalmente pago por restringir el acceso a mi barrio.

Estaríá dispuesto a mudarme, pero me gusta mucho ir andando al trabajo. Sólo tardo quince minutos en llegar a la universidad donde doy clase. Por supuesto, hay cientos de miles de personas que también trabajan en el centro de Toronto y a quienes les encantaría ir andando a trabajar. Pero eso es imposible a no ser que asfaltemos las zonas verdes de la ciudad y las llenemos de rascacielos. ¿Ycómo decidimos quiénes son los afortunados que van a poder vivir en un céntrico barrio residencial y, además, ir andando a trabajar? Primero, pujando unos contra otros hasta hacer subir el precio de las propiedades que nos interesan. Conforme suben las ofertas, empiezan a desistir las personas que no tienen suficiente dinero o no están dispuestas a pagar tanto por el placer de ir andando a trabajar. ¿Cuánto pueden llegar a subir las ofertas? Depende de lo que la gente esté dispuesta a pagar por este lujo concreto. Por arriba no hay límite. Un rápido cálculo matemático me dice que cada uno de esos paseítos al trabajo me cuesta bastante más de cien dólares.

El objetivo de este ejercicio es demostrar que el hecho de estar involucrado en un proceso de consumismo competitivo no tiene por qué ser voluntario. No es necesariamente un acto conspicuo, ni está siempre motivado por la envidia. A mí me saldría mucho más barato comprarme una casa grande en las afueras y un flamante Porsche en compensación por tener que ir a trabajar en coche. Lograría llamar la atención y mis colegas me mirarían mal al verme llegar en mi deportivo por las mañanas. Sin embargo, ir andando a trabajar es mucho más caro. Se trata sencillamente di una forma muy poco conspicua de consumismo competitivo. De hecho, visto desde fuera ni siquiera parece consumismo.

Dado que el acceso a estos bienes posicionales es importante para determinar nuestra calidad de vida, es fácil ver por qué el crecimiento económico elimina la relación entre felicidad \ riqueza absoluta. En un país muy pobre, el problema básico es la escasez de bienes materiales. El crecimiento económico incrementa la oferta de estos bienes, lo que a su vez mejora a largo plazo el bienestar de la población. En nuestra sociedad, sin embargo, la escasez material se ha eliminado casi por completo, de forma que el consumidor medio gasta su sueldo sobre todo en bienes posicionales. Pero como éstos son intrínsecamente es casos, el crecimiento económico no se traduce en una mayor oferta de dichos bienes. Si a mí me dan un aumento de sueldo, nc me sirve para comprarme una casa más grande o un coche más lujoso: como mis vecinos también ganarán más, lo único que conseguiríamos es subir el precio de nuestras necesidades. Además, quizá disparemos nuestro consumismo precisamente al intentar conseguir los codiciados bienes posicionales. Cada vez nos iremos a vivir más lejos del centro. Meteremos a nuestros hijos en un sinfín de actividades extraescolares. Cambiaremos la decoración de nuestra casa cada vez más a menudo. El crecimiento económico parecerá una carrera armamentista gigante, en vez de un sistema de producción creado para satisfacer las necesidades humanas.

Según Hirsch, esto explicaría por qué en nuestra sociedad el auge económico no reduce la frustración de las clases medias, sino que más bien tiende a agravarla. Al generalizar muchos de los privilegios antes reservados exclusivamente a las clases altas, nuestra temprana industrialización contribuyó a crear una imagen poco realista del futuro. Todo eso se acabó. «Lo que los ricos tienen hoy no podremos tenerlo los demás mañana, pero al ir ganando cada vez más dinero, cada uno de nosotros sigue teniendo esa secreta esperanza». Cuando al fin podemos comprarnos un bolso de Gucci, lo que se lleva es Prada. Cuando al fin podemos comprarnos un traje de Armani, se llevará la ropa de Canali. Esto no es una casualidad. Es lo que hace avanzar la economía.

*

¿Por qué tendrán las masas un gusto tan pésimo? Hay que admitirlo. El caso es que lo tienen. Pensemos en una obra de Thomas Kinkade
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(«El artista de la luz»), el pintor más vendido en Estados Unidos. Sus cuadros son tan espantosos que hay que verlos para creerlos. O entremos en una de esas naves comerciales que venden muebles rebajados con un eslogan del tipo «compre hoy y pague mañana». Es prácticamente imposible encontrar un solo objeto que estemos dispuestos a poner en el salón de casa. O escuchemos un disco entero de Kenny G, el músico instrumental más vendido del mundo. El típico urbanita sofisticado considerará esta experiencia no sólo desagradable, sino verdaderamente angustiosa.

He estado en un buen número de caravanas empleadas como vivienda en distintas zonas de Norteamérica. También he estado en bastantes apartamentos en la ciudad de Nueva York. La mayoría de las caravanas son mucho más grandes y cómodas. Pero el típico neoyorquino acostumbrado a vivir en un apartamento se volvería loco si tuviera que vivir en una colonia de caravanas. ¿Por qué? Porque todo el entorno —desde el linóleo del cuarto de baño hasta las ruedas plantadas en mitad del jardín, pasando por el escudo heráldico del vecino— es irremediablemente vulgar. La pregunta es: ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿Los pobres tienen ese mal gusto porque son pobres? ¿La pobreza anula su sentido de la estética, impidiéndoles desarrollar un criterio sensato? ¿O será todo lo contrario? ¿Será que ciertos estilos se consideran vulgares precisamente porque los ricos quieren distanciarse de los pobres?

Para una gran mayoría de personas, el criterio estético depende de lo que el sociólogo Pierre Bourdieu denomina «la ideología del gusto natural». En su opinión, la diferencia entre lo bonito y lo feo, lo fino y lo vulgar, lo elegante y lo vulgar, se halla en el propio objeto en sí. El arte malo es realmente malo, pero sólo las personas con una cierta cultura y educación son capaces de reconocerlo como tal. Sin embargo, como señala Bourdieu, esta capacidad para detectar el arte de mala calidad está concentrada en un determinado sector. De hecho, sólo un porcentaje minúsculo de la población la posee. Y según la copiosa información que aporta este autor, recae casi exclusivamente en los miembros de las clases más pudientes. Las clases bajas adoran el arte malo, mientras las clases altas tienen un gusto claramente «aburguesado».

Cualquiera con una mentalidad mínimamente crítica verá que esto tiene una explicación obvia. Veblen descubrió hace tiempo que «el enorme placer derivado del uso y la contemplación de productos caros y supuestamente hermosos suele ser, en gran medida, el placer derivado de nuestro sentido del lujo camuflado bajo el nombre de "belleza"». Esto se ve claramente en nuestra apreciación de las flores, ya que «ciertas flores hermosas se han tratado tradicionalmente como si fuesen algas venenosas; otras más prolíficas las acepta y admira la clase media baja, que no puede permitirse otros lujos; pero estas variedades las consideran vulgares quienes pueden pagar flores más caras y conocen bien el concepto de "belleza pecuniaria" en lo referente a productos de floristería».

En opinión de Bourdieu, el criterio estético siempre será una cuestión de
distinción
, porque implica separar lo superior de lo inferior. Por tanto, el buen gusto, en gran medida, se define negativamente, en términos de lo que
no es
. «El gusto quizá sea, primero y ante todo, un disgusto, el disgusto producido por el horror o la intolerancia visceral de los gustos de los demás». Para tener un criterio musical, lo que
no
estamos dispuestos a escuchar es hasta cierto punto más importante que lo que sí escuchamos. No basta con tener un par de cedés de Radiohead en nuestra colección; también es fundamental no tener nada de Celine Dion, Mariah Carey o Bon Jovi. En cuanto a pintura se refiere, basta con tener un par de reproducciones bonitas, nada demasiado vulgar. Las «monadas» como un grupo de perros jugando al póquer son completamente inadmisibles.

Al estar basado en la distinción, el criterio estético tiene una importancia extraordinaria en lajerarquización social. Tener buen gusto no consiste sólo en apreciar la finura, sino también en despreciar la vulgaridad (y, por extensión, a las personas incapaces de distinguir entre ambas). El buen gusto confiere una superioridad casi insuperable a quien lo posee. Es el principal motivo de que, en nuestra sociedad, las personas de diferentes clases sociales no interactúen libremente entre sí. Unos y otros son incapaces de soportar el gusto ajeno. Concretamente, las personas que ocupan un puesto más alto en lajerarquía social desprecian olímpicamente todo lo que valoran los miembros de las clases inferiores (películas, deportes, programas de televisión, estilos de música, etcétera). En palabras de Bourdieu, «la intolerancia estética puede ser terriblemente violenta. La aversión a los estilos de vida diferentes del propio es quizá una de las barreras más insalvables entre las clases sociales; la endogamia clasista es una prueba de ello».

En caso de que los miembros de las clases sociales superiores consuman productos estéticamente inferiores, es esencial que lo hagan irónicamente, dando a entender que son artículos de míil gusto. Ésta es la esencia del kitsch. La distancia irónica les permite disfrutar de los bienes inferiores, pero sin el matiz de inferioridad asociado con su consumo. La distancia irónica les permite conservar el rango que les distingue de las personas a quienes realmente les gustan los cuadros con fondo de terciopelo negro, las mesas de conglomerado o las canciones de TomJones. El consumidor kitsch suele hacer un despliegue adquisitivo exagerado para dejar claro que se trata de una broma y así poder conservar esa superioridad o distinción que eleva o «embellece» los bienes de que disfruta.

Como el buen gusto se basa en la capacidad de distinción, es obvio que no lo tiene todo el mundo, porque sería una imposibilidad conceptual (igual que sólo algunos estudiantes tienen notas por encima de la media). Mediante salas de exposiciones públicas y subvenciones cinematográficas los gobiernos invierten grandes cantidades de dinero en fomentar la cultura estética de la población. Pero ¿el gusto popular ha mejorado? Por supuesto que no. Cuando un estilo artístico se populariza, como sucedió con el Grupo de los Siete
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en Canadá o Salvador Dalí en Estados Unidos, los árbitros de la elegancia estética automáticamente lo bajan de categoría. Precisamente porque se han masificado, saber apreciarlos ya no sirve como símbolo de distinción. Cuando esto sucede, el «buen gusto» se orienta hacia estilos más inaccesibles, menos conocidos.

En otras palabras, el buen gusto es un bien posicional. El hecho de que una persona lo posea implica que otras muchas carezcan de él. Es como pertenecer a un club náutico exclusivo, o ir andando a un trabajo en el centro de la ciudad, o hacer una excursión por una zona poco transitada. Tiene una lógica intrínsecamente competitiva. En otras palabras, todo aquel que compre un objeto para expresar un gusto o estilo personal estará necesariamente participando en un acto de consumismo competitivo.

Cuando un bien sirve como símbolo de distinción, significa que al menos una parte de su valor procede de su exclusividad. Como no todo el mundo los posee, estos bienes identifican a los dueños como miembros de un pequeño club (cuyos socios están al tanto del asunto) y los diferencian de las masas (que no saben de qué va el asunto). Por lo tanto, el conformismo y la distinción siempre van de la mano, porque los miembros del «club exclusivo» aceptan sus costumbres y normas para poder diferenciarse de la vulgaridad de la gran masa. Por desgracia, los críticos de la masificación se han centrado en la mitad errónea de la ecuación. No es el conformismo lo que produce el consumismo, sino el deseo de diferenciación. El valor de un bien procede del sentimiento de superioridad que conlleva pertenecer al club de «los que saben apreciarlo», junto con el reconocimiento otorgado a sus miembros. Pero en cuanto se corre la voz y el producto empieza a popularizarse, su distinción se erosiona lentamente. Es decir, buscar la diferencia es contraproducente, porque todos quieren lo que no todos pueden tener.

Obviamente, al final de esta competición todos los consumidores acaban por tener aproximadamente los mismos bienes. Pero ninguno de ellos pretendió jamás llegar a este nivel de conformismo. Son como cangrejos metidos en un cubo del que todos quieren salir sin conseguirlo. Todos se sienten atrapados, pero en cuanto uno de ellos se acerca al borde, los demás intentan treparle por encima, valiéndose de él para avanzar. Al final, todos acaban volviendo a la situación inicial.

El análisis de Bourdieu demuestra que es una ingenuidad intentar evitar el consumismo y los problemas que había diagnosticado Veblen limitándose a permanecer al margen del arribismo y la envidia. El sentido de la distinción influye en todas nuestras decisiones estéticas, es decir, nuestra continua clasificación de lo bonito o feo, elegante o vulgar, lujoso o cutre. Cualquier persona que tenga un criterio estético acabará forzosamente involucrada en un proceso de consumismo competitivo. La única manera de mantenerse al margen es impedir que este criterio influya en nuestras decisiones de compra.

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El año 2000 fue crucial para la marca de ropa Burberry. Su dibujo de cuadros escoceses empezó a verse por todas partes como un ingrediente sutil: una elegante bufanda de lana, el forro de una chaqueta, el discreto cierre de un bolso. El origen de la marca es la gabardina Burberry que se diseñó para los oficiales británicos durante la I Guerra Mundial. Con el tiempo iría asociándose a la cómoda elegancia de la nobleza rural inglesa. A finales de la década de 1990, la casa Burberry hizo una magnífica campaña de relanzamiento protagonizada por la modelo Stella Tennant (la aristocrática nieta de los duques de Devonshire). Casi de inmediato, las tiendas más exclusivas empezaron a distribuir toda la gama Burberry de ropa, gafas de sol, bolsos, zapatos y collares de perro.

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