—¿Crees que habrá muerto?
—¿Te gustaría meterte allí para averiguarlo?
—¿Quién, yo?
Unos rieron y Rambo sonrió.
—Una cueva o una mina —dijo otro hombre. Su voz era firme y determinada; Rambo supuso que debería estar hablando por una de las radios—. Lo vimos correr y meterse dentro y al poco rato el lugar se desmoronó. Si hubieras visto la polvareda. Lo tenemos allí sin lugar a dudas. Espera un momento, espera un poco. —Pareció dirigirse a alguien que estaba allí afuera—. Retírate en seguida de la entrada. Si sigue con vida quizás pueda verte y descerrajarte un tiro.
Rambo se encaramó sobre las rocas desmoronadas, apoyando las rodillas con fuerza sobre las piedras llenas de aristas, tratando de espiar por el espacio que quedaba abierto. Vio los costados de la entrada que encuadraban la pendiente de piedras, los árboles desnudos, el cielo y luego un soldado que pasaba corriendo de izquierda a derecha, y la cantimplora que golpeaba contra sus caderas al correr.
—¿Eh, no me ha oído decirle que se aparte de la entrada? —dijo el hombre desde la derecha, permaneciendo invisible.
—Eh, usted, no oigo lo que está transmitiendo por la radio.
—Válgame Dios.
Más valía terminar de una vez.
—Quiero hablar con Teasle —gritó por la pequeña abertura—. Quiero entregarme.
—¿Cómo?
—¿Oyeron ustedes, muchachos?
—Traigan a Teasle. Quiero entregarme —sus palabras resonaron en el túnel. Escuchó atentamente por si el techo crujía y se desplomaba sobre él.
—Allí adentro. Es él.
—Esperen, está allí adentro y está vivo —dijo el hombre dirigiéndose a la radio—. Nos está hablando. —Hubo una pausa y luego el hombre habló nuevamente mucho más cerca de la entrada, pero sin dejarse ver—. ¿Qué es lo que quiere?
—Estoy cansado de repetirlo. Quiero que venga Teasle y quiero entregarme.
Los oyó cuchichear, y luego el hombre habló otra vez por la radio, repitiendo el mensaje. Rambo deseaba que se apuraran para terminar con todo de una vez. Nunca imaginó que se sentiría tan vacío al entregarse. Ahora que había terminado la pelea, estaba seguro de que había exagerado su cansancio y el dolor de las costillas. Con toda seguridad habría podido seguir un poco más. Lo había hecho durante la guerra. Pero cambió de postura y se dio cuenta de que no había exagerado al sentir una punzada en las costillas.
—Eh, usted, allí adentro —dijo el hombre que se mantenía oculto—. ¿Puede oírme? Teasle dice que no puede venir.
—Maldita sea, esto era lo que él estaba esperando, ¿no es así? Dígale que se deje de tonterías y que venga aquí.
—Yo no sé nada. Lo único que ellos me han dicho es que no puede venir.
—Acaba de decirme que habló con Teasle y ahora resulta que son ellos. ¿Ha hablado con Teasle sí o no? Quiero que venga aquí arriba. Quiero que me garantice que nadie me disparará por equivocación.
—No se preocupe. Si alguno de nosotros le dispara no va a ser por equivocación. Salga de allí cuidadosamente y nosotros no cometeremos ninguna equivocación.
Se quedó pensando en ello.
—Muy bien, pero necesito que me ayuden a empujar esas rocas. Yo no puedo hacerlo solo.
Oyó que cuchicheaban nuevamente y luego el hombre dijo:
—Su rifle y su cuchillo. Tírelos afuera.
—Tiraré incluso mi revólver. Tengo un revólver cuya existencia ustedes ignoraban. Para que vean que soy sincero con ustedes. No soy tan tonto como para pretender pasar por encima de todos ustedes, de modo que, díganles a sus hombres que saquen los dedos de los gatillos.
—En cuanto oiga que tira las armas.
—Ya voy.
Detestaba tener que hacerlo. Detestaba la sensación de desamparo que tendría sin ellas. Espió por el agujero que quedaba libre encima de la pila de rocas, vio el bosque desnudo y el cielo y experimentó una agradable sensación al sentir contra su cara la brisa fresca que penetraba en el túnel.
—No he oído el ruido de sus armas todavía —dijo el hombre oculto—. Tenemos gases lacrimógenos.
Qué bien. Y ese desgraciado no quiere molestarse en venir aquí.
Comenzó a empujar su rifle hacia el otro lado. Estaba a punto de dejarlo caer cuando comprendió. La brisa. La brisa que entraba al túnel. Era tan fuerte que debía salir por algún lado. Soplaba por la brecha desde la entrada y de allí era absorbida, absorbida por otro pasaje en el interior de la montaña. Otra salida: era la única explicación. De lo contrario la brisa no podría moverse y circular. Su estómago comenzó a segregar adrenalina. Todavía no estaba perdido.
—Las armas de una vez —dijo el hombre desde afuera.
Eso es lo que tú crees, pensó Rambo. Metió otra vez el rifle para adentro y avanzó rápidamente en medio del túnel oscuro sintiendo los fuertes latidos de su corazón. Las brasas de la fogata se habían apagado y al poco tiempo tuvo que tantear el túnel para encontrar el lugar donde había acampado. Juntó las ramas de pino y las otras leñas sin quemar y las llevó consigo, internándose en la caverna con la cabeza agachada para no golpearse con el techo, hasta que oyó el ruido del agua que goteaba y chocó contra la pared del fondo. Tenía que encender otro fuego para poder seguir adelante. El humo de las ramas de pino le ayudaría a encontrar la dirección que seguía la brisa. Quizás, Dios mío.
Volvió a sentir la punzada y Teasle se agachó hacia adelante, mirando de soslayo hacia una oscura mancha de aceite en el suelo de madera. Sabía que no podría resistir durante mucho más tiempo. Necesitaba dormir. Vaya si lo necesitaba. Que un médico le diera algo. Quién sabe si no había hecho un esfuerzo demasiado grande y estaba acabado. Gracias a Dios que todo esto ya iba a terminar.
Un poco más, se dijo a sí mismo. Eso es todo. Aguanta un poco más hasta que lo agarren.
Esperó hasta que Trautman y Kern miraran hacia otro lado para tomar otras dos pastillas.
—Esa caja estaba llena anoche —dijo Trautman pillándole por sorpresa—. No debería tomar tantas.
—No. Lo que pasa es que se me cayó y se perdieron unas cuantas.
—¿Cuándo pasó eso? Yo no me di cuenta.
—Cuando usted estaba durmiendo. Antes del amanecer.
—No pudo haber perdido semejante cantidad. No debe tomar tantas. Sobre todo si además bebe mucho café.
—Estoy bien. Fue un calambre.
—¿Irá a ver a un médico?
—No. Todavía no.
—Pues entonces haré que venga uno aquí.
—No lo haga hasta que no agarren al muchacho.
Kern se acercó entonces. ¿Por qué no le dejarían tranquilo?
—Pero si ya lo han agarrado —dijo Kern.
—No. Lo han acorralado. No es lo mismo.
—Es como si ya lo tuvieran. Es sólo cuestión de tiempo. ¿Por qué le parece necesario quedarse ahí sentado sufriendo inútilmente hasta que le pongan las manos encima?
—Es difícil de explicar. Usted no lo comprendería.
—Entonces llame a un médico —le dijo Trautman al radio-operador—. Consiga un coche para llevarlo a la ciudad.
—Dije que no pienso ir. Lo he prometido.
—¿A quién? ¿Qué quiere decir?
—Prometí que me quedaría hasta el final.
—¿A quién?
—A ellos.
—¿A su grupo? ¿A Orval y los otros que murieron?
No quería hablar de ello.
—Sí.
Trautman dirigió una mirada a Kern y meneó la cabeza.
—Le dije que no comprendería —dijo Teasle.
Volvió la cara hacia la parte abierta del camión y el sol que entraba lo hizo parpadear. De repente sintió miedo, todo se oscureció y quedó tendido de espaldas en el suelo. Recordó que los tablones se estremecieron cuando cayó.
—Se lo advierto, no llamen a un médico —dijo lentamente sin poder moverse—. Estoy descansando simplemente.
La llama iluminó la grieta por la que penetraba el humo impulsado por la brisa. Rambo titubeó durante un momento, deslizó luego el rifle entre el cinturón y los pantalones, agarró una rama encendida y trató de pasar entre las dos rocas, pisando unas piedras húmedas y resbaladizas que parecían tener una pendiente. Apoyó la espalda contra una pared para evitar que las costillas rozaran contra la otra pared, y cuanto más se internaba, mayor era la pendiente y más bajo era el techo de la grieta; el brillo dorado de su antorcha se reflejaba contra la piedra mojada y pudo ver que las paredes se juntaban hasta llegar a un agujero justo en el medio. Iluminó el agujero con su antorcha, pero las llamas lo iluminaban sólo parcialmente y todo lo que pudo ver fue un túnel que se ensanchaba a medida que bajaba entre las paredes de piedra. Sacó una bala del rifle, la dejó caer y contó hasta tres antes de oír el ruido metálico de su eco al chocar contra el fondo. Tres segundos, no era muy profundo; pasó entonces una pierna por el borde del agujero, luego la otra y se dejó caer lentamente. Cuando llegó a la altura del pecho, tuvo que suspender el descenso pues las costillas rozaban contra el borde y le hacían ver las estrellas. Miró hacia la fogata que había encendido a la entrada de la grieta, velada por el humo que le irritaba la nariz, y oyó ruidos en la otra parte de la mina. Otro derrumbe de piedras, pensó. Pero no. Eran voces y gritos entremezclados que retumbaban y llegaban hasta sus oídos. Ya venían a buscarlo. Hundió el pecho, sudando, metiéndose a la fuerza en el agujero; cerró los ojos, empujó y se introdujo completamente.
La punzada en el pecho casi lo hizo caer. Pero no podía soltarse. No tenía ni idea de lo que había debajo. Su cabeza todavía asomaba por el agujero y seguía sujetándose con las manos y los codos en el borde, mientras tanteaba con los pies para tratar de encontrar alguna saliente o fisura. Las paredes eran resbaladizas y suaves; se dejó caer un poco más pero tampoco encontró ningún lugar donde apoyar los pies. El peso de su cuerpo estiraba su caja torácica haciéndole un daño terrible en las costillas. Oyó gritar confusamente a los hombres en el interior de la mina, comenzó a lagrimear por el humo de la fogata y cuando fue a soltarse para caer hasta el fondo, confiando en que no hubiera piedras allí abajo sobre las que se destrozaría al golpear contra ellas, sus pies tocaron algo suave y redondeado que parecía ser madera.
El escalón superior de una escalera. Debe ser de la mina, pensó. Tiene que ser. El tipo que trabajaba en la mina debe haberla explorado por aquí. Se apoyó cautelosamente sobre el peldaño. Este se dobló un poco pero se mantuvo firme: pisó suavemente el segundo travesaño, se partió y rompió otros dos más en su caída hasta que por fin logró afirmarse. El sonido de su caída retumbó en el agujero, sobresaltándolo. Cuando se desvaneció, se quedó esperando oír los gritos de los hombres, pero como tenía la cabeza más abajo del borde del agujero ahora le resultaba imposible oírlas. Mientras estaba esperando, el travesaño sobre el que se apoyaba se arqueó, y temiendo caer hasta el fondo iluminó rápidamente hacia abajo con su antorcha. Cuatro peldaños más y luego el suelo abovedado. El agua debe salir por aquí cuando llueve, pensó, por eso está gastada la roca y no tiene aristas.
Tocó el fondo temblando. Miró a su alrededor. Se dirigió hacia una grieta que parecía ser la única salida y que tenía también una pendiente hacia abajo. Había un pico viejo apoyado contra una pared, el hierro estaba oxidado y la madera sucia y combada por la humedad. La titilante luz de la antorcha reflejaba la sombra del pico contra la pared de enfrente. No podía entender por qué el minero había dejado aquí sus herramientas y no en el túnel de arriba. Pasó al otro lado de un recodo, oyó el ruido que producía el agua que caía por alguna parte, y lo encontró. Lo que quedaba de él, mejor dicho. Con esa luz anaranjada y trémula, el esqueleto le pareció tan repulsivo como el primer soldado mutilado que vio en la guerra. Sintió un gusto semejante al de las monedas de cobre en su boca al alejarse del esqueleto y dar luego unos pasos hacia él. Los huesos, que estaban perfectamente ordenados, tenían un color anaranjado por el reflejo de la luz, pero estaba seguro que eran grises, igual que el sedimento que se había juntado alrededor. No había ningún hueso descolocado o roto. Ningún indicio que pudiera translucir la causa de su muerte. Daba la sensación de que se había acostado a dormir para no volver a despertar jamás. Tal vez murió de un ataque al corazón.
O envenenado por emanaciones de gas. Rambo olfateó con cierta aprensión, pero el único olor que percibió fue el de la humedad del ambiente. No se sentía mareado ni tenía náuseas ni ningún otro síntoma de envenenamiento de gas.
¿Por qué demonios había muerto este hombre?
Se estremeció nuevamente al contemplar con disgusto el ordenado montón de huesos, y pasó rápidamente por encima de ellos ansioso por salir de allí. Se internó más adelante y la galería se dividió en dos. ¿Cuál de las dos elegir? El humo había sido una mala idea. Se había desparramado tanto que ya que no podía ver en qué dirección se movía y había estropeado además su sentido del olfato, impidiéndole poder utilizarlo para elegir el camino a tomar. La llama de su antorcha había bajado considerablemente por la humedad reinante y flameaba esporádicamente, pero sin ninguna dirección en especial. El único recurso que le quedaba era el que emplean los chicos: mojar un dedo con saliva, alzarlo primero en dirección a una galería y luego hacia la otra. Sintió una fresca y leve brisa en el dedo mojado al dirigirse hacia la derecha y se internó algo indeciso en esa dirección, viéndose obligado a pasar apretadamente a veces y agachándose otras. La llama de su antorcha bajaba cada vez más debido a la humedad. Llegó a un lugar donde se abrían otras galerías y deseó tener consigo alguna cuerda o soga para desenroscar a medida que avanzaba y así encontrar el camino de vuelta si se perdía.
Por supuesto, ¿y no te gustaría tener una linterna también? ¿Y una brújula? ¿Por qué no vas a la ferretería y las compras? ¿Por qué no suprimes los chistes?
Le pareció que la brisa seguía nuevamente por la derecha y al internarse en esa dirección se encontró con que el paso se hacía más complicado. Más vueltas y recovecos. Nuevos ramales. Al poco tiempo no podía recordar cómo había llegado hasta el lugar donde se encontraba.
El esqueleto parecía encontrarse a una larga y confusa distancia detrás suyo. Le pareció irónicamente gracioso que cuando decidió dar media vuelta y volver sobre sus pasos se diera cuenta de que estaba perdido y de que no podría hacerlo. En realidad todavía no estaba decidido a regresar, consideraba la posibilidad solamente, pero de todos modos hubiera preferido poder volver si se encontraba con que la brisa desaparecía súbitamente. Era en verdad muy débil, y se puso a pensar si no habría pasado de largo alguna grieta por la que debía filtrarse y salir del interior de la montaña. Dios santo, podría dar vueltas hasta morir y terminar como ese montón de huesos.