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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

Rama Revelada (18 page)

BOOK: Rama Revelada
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Llegó a la galería de fotos tres minutos después. También estaba vacía. Se sentó contra la pared. Había nada más que dos direcciones que sus compañeros pudieron haber seguido. Puesto que no había visto a alguien mientras estaba trepando, los demás debieron de haber ido hacía la sala catedral y la salida sellada. Mientras desandaba el largo corredor, con la mano tensa alrededor del rifle, Patrick se convencía de que las tropas de Nakamura no habían abandonado la isla y de que, de alguna manera, habían irrumpido en la madriguera y capturado a todos los demás.

Justamente antes de entrar en la sala catedral, oyó llorar a Nikki.
¡Mami, mami!
, chilló, a lo que siguió un lastimero gemido. Patrick entró a la carga en la amplia sala, sin ver a nadie y, después, se volvió y ascendió por la rampa, en dirección del llanto de su sobrina.

En el rellano que estaba por debajo de la aún sellada salida había una escena caótica. Además del continuo gemir de Nikki, Robert Turner daba vueltas como aturdido, con los brazos extendidos y los ojos hacia arriba, repitiendo una y otra vez «¡No, Dios, no!». Benjy sollozaba quedamente en un rincón, mientras Nai trataba, sin mucho éxito, de confortar a sus mellizos.

Cuando Nai vio a Patrick, se paró de un salto y corrió hacia él.

—¡Oh, Patrick! —le informó llorando—. ¡Ellie fue secuestrada por las octoarañas!

12

Pasaron varias horas antes que Patrick pudiera recomponer un relato coherente sobre lo ocurrido después que la partida de exploración hubo abandonado la sala del museo.

Nai todavía estaba al borde de la conmoción nerviosa; Robert no podía hablar durante más de un minuto sin prorrumpir en llanto, y tanto los mellizos como Benjy interrumpían frecuentemente, a menudo diciendo cosas sin sentido. Al principio, todo lo que Patrick supo con certeza fue que las octoarañas habían venido y no sólo secuestrado a Ellie sino, también, llevado a los avianos, los melones maná y el material del sésil. Finalmente, empero, y después de reiteradas indagaciones, creyó entender la mayoría de los detalles de lo acontecido.

Aparentemente, alrededor de una hora después que hubieron partido los cinco exploradores —lo que debió de haber sido durante el lapso en el que Richard, Patrick y los demás estaban en el andén del subterráneo—, los seres humanos que quedaron en la sala del museo oyeron el sonido de escobillas que se arrastraban del otro lado de la puerta. Cuando Ellie salió a investigar, vio octoarañas que se acercaban desde ambas direcciones. Regresó con la noticia a la sala y trató de calmar a Benjy y los niños.

Cuando la primera octoaraña apareció en la entrada, todos los seres humanos se apartaron lo más que pudieron, haciendo lugar para las nueve o diez
octos
que ingresaron. Al principio, esos seres se mantuvieron unidos formando un grupo, la cabeza brillante con los mensajes móviles, de colores, que usaban para comunicarse. Al cabo de unos minutos, una de las octoarañas se adelantó un poco, señaló directamente a Ellie, levantando para ello uno de sus tentáculos negros y dorados y, después, ejecutó una larga secuencia de colores que se repitió con rapidez. Según Nai, Ellie conjeturó (Robert, por otro lado, insistía en que, de algún modo, Ellie supo lo que estaba diciendo la octoaraña) que los alienígenas estaban pidiendo los melones maná y el material del sésil. Los recogió del rincón y los entregó a la octoaraña principal, que tomó los objetos en tres de sus tentáculos («algo digno de verse», declaró Robert, «el modo en que usan esas cosas con forma de trompa y las cilias que tienen en la parte de abajo») y los pasó a sus subordinadas.

Ellie y los demás creyeron que, entonces, las octoarañas se irían, pero se equivocaron lamentablemente. La
octo
principal siguió parada frente a Ellie e hizo destellar sus mensajes de color. Otro par de octoarañas empezó a desplazarse con lentitud en dirección de Tammy y Timmy.

—¡No! —gritó Ellie—, ¡no pueden!

Pero era demasiado tarde. Cada una de las dos octoarañas envolvió con muchos de sus tentáculos a los pichones y después, sin prestar atención a parloteos y chillidos, se llevaron a los dos avianos. Galileo Watanabe se lanzó a la carrera y atacó a la octoaraña que tenía tres de sus tentáculos enrollados en tomo de Timmy. La
octo
sencillamente usó un cuarto tentáculo para levantar del piso al niño y se lo entregó a otra de sus colegas. Galileo fue pasado entre ellas hasta que se lo volvió a bajar, indemne, en el rincón opuesto del aposento. Los intrusos permitieron que Nai acudiera corriendo a confortar a su hijo.

Para esos momentos, tanto tres o cuatro octoarañas, así como los avianos, los melones y el material del sésil, habían desaparecido en el vestíbulo. Todavía quedaban seis de los alienígenas en la habitación. Durante cerca de diez minutos hablaron entre ellos. En todo ese tiempo, según Robert («No estaba prestando plena atención», dijo Nai, «estaba demasiado asustada y preocupada por mis hijos»), Ellie estuvo observando los mensajes de color que se intercambiaban las octoarañas. En un momento dado, Ellie llevó a Nikki hacia Robert y la puso en brazos del padre.

—Creo que entiendo un poco de lo que están diciendo —informó Ellie (la acotación también le pertenece a Robert), con el rostro completamente pálido—; también intentan llevarme a mí.

Una vez más, la octoaraña principal se acercó a ellos y empezó a hablar en colores, concentrándose, aparentemente, en Ellie. Qué ocurrió exactamente durante los diez minutos siguientes, fue tema de considerable controversia entre Nai y Robert, con Benjy tomando partido, mayormente, por Nai. En la versión de Nai, Ellie trató de proteger a todos los demás que estaban en la habitación y hacer una especie de pacto con las octoarañas. Con repetidos ademanes, así como con palabras, les dijo que iría con ellas siempre y cuando las octoarañas garantizaran que a todos los demás seres humanos que había en la habitación se les permitiría abandonar la madriguera sanos y salvos.

—Ellie fue explícita —insistió Nai—; especificó que estábamos atrapados y no teníamos suficiente comida. Por desgracia, la apresaron antes de que se hubiera podido asegurar de que las octoarañas habían entendido el trato.

—Eres ingenua, Nai —manifestó Robert, con la mirada extraviada por la confusión y el dolor—. No comprendes lo siniestros que son realmente esos seres. Hipnotizaron a Ellie. Sí, lo hicieron, durante la primera parte de la visita, cuando ella miraba sus colores con tanta atención. Te lo digo, no estaba en sus cabales. Toda esa cháchara sobre garantizarnos a todos un pasadizo seguro fue un subterfugio. Ella quiso ir con ellos. Le alteraron la personalidad ahí mismo, en el acto, con esos extravagantes patrones de colores… y nadie lo vio salvo yo.

Patrick descartó la versión de Robert, en gran medida porque el marido de Ellie estaba muy perturbado. Nai, empero, concordaba con Robert en los dos últimos puntos. Ellie no luchó ni protestó después que la primera octoaraña la envolvió con los tentáculos, y antes de desaparecer de la sala les recitó a sus compañeros una larga lista de nimiedades relacionadas con el cuidado de Nikki.

—¿Cómo puede alguien que esté en sus cabales —arguyó Robert—, después de haber sido apresada por un ser de otro planeta, recitar a toda velocidad qué mantas abraza la hija cuando duerme, cuándo Nikki fue de cuerpo por última vez y otras cosas por el estilo…? Es obvio que estaba hipnotizada, narcotizada o algo así.

La narración de cómo ocurrió que todos estuvieran en el rellano de debajo de la salida obturada fue relativamente sencilla. Cuando las octoarañas se fueron con Ellie, Benjy salió corriendo al corredor, chillando, aullando y atacando en vano la retaguardia de las
octos
. Robert se le unió y los dos siguieron todo el tiempo a Ellie y al contingente alienígena hasta la sala catedral. El portón que daba al cuarto túnel estaba abierto. Con cuatro tentáculos largos, una de las octoarañas mantuvo a distancia a Benjy y Robert, mientras las demás partían. Entonces, la última cerró y trabó el portón detrás de sí.

El paseo en subterráneo resultó regocijante para Max, le hacía recordar un viaje que había hecho a los diez años a un gran parque de diversiones, en las afueras de Little Rock. El tren estaba suspendido sobre lo que parecía ser una cinta de metal, y no tocaba cosa alguna mientras se desplazaba con gran velocidad por el túnel. Richard conjeturó que, de alguna manera, era impulsado por magnetismo.

El subterráneo se detuvo después de unos dos minutos y la puerta se abrió rápidamente. Los cuatro exploradores vieron un andén sin detalles, de color blanco crema, detrás del cual había una arcada de unos tres metros de alto.

—Supongo que, según el plan A —dijo Max—, Eponine y yo debemos salir aquí.

—Sí —convino Richard—. Naturalmente, si el subterráneo no vuelve a moverse, entonces Nicole y yo nos reuniremos con ustedes dentro de poco.

Max tomó la mano de Eponine y bajó con cautela al andén. No bien se apartaron del subterráneo, la puerta se cerró. Varios segundos después, el tren se alejó como una exhalación.

—Bueno, ¿no es romántico? —comentó Max, después que se despidieron de Richard y Nicole agitando las manos—. Henos aquí, sólo nosotros dos, por fin completamente solos. —Rodeó a Eponine con los brazos y la besó. Luego dijo—: Simplemente quiero que sepas, francesita, que te amo. No tengo la menor idea de dónde mierda estamos, pero, dondequiera que sea, estoy contento de estar aquí contigo.

Eponine rió.

—En el orfanato tuve una amiga cuya fantasía era la de estar completamente sola, en una isla desierta, con un famoso actor francés llamado Marcel duBois, que tenía un tórax enorme y brazos como troncos. Me pregunto cómo se habría sentido ella en este lugar. —Miró en derredor y agregó—: Imagino que tendremos que pasar por debajo de la arcada.

Max se encogió de hombros.

—A menos que aparezca un conejo blanco al que podamos seguir hacia alguna clase de agujero…

En el otro lado de la arcada había una gran sala rectangular con paredes azules. Estaba completamente vacía y sólo tenía una salida a través de un portal abierto, que daba a un corredor estrecho e iluminado que corría paralelo al túnel del subterráneo. Todas las paredes de ese corredor, que continuaba en ambas direcciones hasta tan lejos como Max y Eponine alcanzaban a ver, eran del mismo color azul que las de la sala de abajo de la arcada.

—¿Hacia qué lado vamos? —preguntó Max.

—En esta dirección puedo ver lo que parecen ser dos puertas que llevan hacia afuera del subterráneo —contestó Eponine, señalando hacia su derecha.

Y también hay otras dos en esta dirección —señaló él, mirando hacia la izquierda—. ¿Por qué no vamos hasta el primer portal, miramos detrás y después decidimos la estrategia a seguir?

Tomados del brazo caminaron cincuenta metros por el corredor azul. Lo que vieron cuando llegaron al portal siguiente los consternó. Otro corredor azul idéntico, con portales ocasionales en toda su longitud, se extendía delante de ellos durante muchos metros.

—¡Mierda! —exclamó Max—, estamos a punto de entrar en una especie de laberinto… Pero no queremos perdernos.

—Entonces, ¿qué crees que debemos hacer? —preguntó Eponine.

—Creo… —contestó Max, vacilante—, creo que debemos fumar un cigarrillo y conversar sobre este asunto.

Eponine rió.

—No podría estar más de acuerdo contigo —dijo.

Avanzaron con mucha cautela. Cada vez que doblaban y entraban en otro corredor azul, Max trazaba marcas en la pared con el lápiz labial de Eponine, para indicar toda la trayectoria de regreso a la sala que estaba detrás de la arcada. También insistió en que Eponine, que era más diestra con la computadora que él, conservara registros duplicados en su computadora portátil.

—Para el caso de que venga algo que borre mis marcas —explicó Max.

Al principio, su aventura era divertida, y las dos primeras veces que volvieron sobre sus pasos hasta la arcada, nada más que para comprobar que lo podían hacer, experimentaron una cierta sensación de logro pero, después de una hora, más o menos, cuando cada vuelta seguía produciendo otro escenario azul idéntico a los demás, el deleite empezó a menguar. Finalmente se detuvieron, se sentaron en el piso y compartieron otro cigarrillo.

—Pregunto, ¿por qué un ser inteligente —planteó Max, exhalando anillos de humo en el aire— tendría que crear un sitio como éste…? O bien estamos interviniendo, sin damos cuenta, en alguna clase de prueba de laboratorio…

—O bien aquí hay algo que no quieren que se descubra con facilidad —completó Eponine. Le sacó el cigarrillo y dio una profunda pitada—. Ahora, si ese es el caso —prosiguió—, entonces debe de existir un código sencillo que defina la ubicación del lugar o de la cosa especial, un código como el de esas antiguas cerraduras de combinación, dos a la derecha, cuatro a la izquierda, y…

—Así sin parar hasta la mañana siguiente —interrumpió Max con una amplia sonrisa. La besó brevemente y después se irguió—. Así que lo que deberíamos hacer es suponer que estamos buscando algo especial, y organizar nuestra búsqueda en forma lógica.

Cuando Eponine estuvo de pie, miró a Max con la frente fruncida por la duda.

—¿Qué quiere decir, con exactitud, esa última frase que formulaste?

—No estoy seguro —contestó Max, lanzando una carcajada—, pero no puedes negar que
sonó
inteligente.

Estuvieron recorriendo corredores azules de punta a punta durante casi dos horas, cuando decidieron que era hora de comer. Apenas habían empezado su almuerzo de alimentos ramanos, cuando hacia su izquierda, en una intersección completa de corredores, vieron pasar algo. Max se puso de pie de un salto y corrió hacia la intersección. Llegó no más que unos segundos después que un diminuto vehículo, de diez centímetros de altura quizá, girara hacia la derecha, entrando en el siguiente vestíbulo cercano. Max corrió desmañadamente hacia adelante, para llegar apenas a ver el vehículo desaparecer debajo de una arcada pequeña, recortada en la pared de otro corredor azul, a unos veinte metros de distancia.

—Ven acá —le aulló a Eponine—. Encontré algo.

Con presteza, ella estuvo a su lado. La parte superior de la arcada pequeña practicada en la pared se alzaba nada más que veinticinco centímetros sobre el piso, así que tuvieron que ponerse de rodillas y, después, inclinarse algo más, para ver adónde había ido el vehículo. Lo que vieron primero fue cincuenta o sesenta diminutos seres, del tamaño aproximado de hormigas, que bajaban del vehículo, parecido a un autobús, para después dispersarse en todas direcciones.

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