—¿No hay otros corredores o pasadizos? —preguntó Max.
—No.
—El ti-o Ri-Richard hizo lindas im-imá-genes de El-lie y Epo-Eponine —le informó entonces Benjy a su hermano—. Deberí-í-as verlas.
Max oprimió dos botones en su computadora portátil, y apareció una excelente versión del rostro de Eponine.
—Richard no representó bien los ojos de Eponine la primera vez —dijo Max—, pero se los hice arreglar… Ellie fue una representación mucho más fácil para él.
—¿Así que están completamente listos para ir? —preguntó Patrick.
—Prácticamente, sí. Vamos a esperar hasta la mañana, de modo que la luz proveniente de esta sala ilumine más del túnel.
—¿Cuánto tiempo creen que va a ser necesario para llegar al otro lado?
—Una hora, o algo así, caminando rápido —calculó Max—. Espero que Robert pueda hacerlo.
—¿Y qué van a hacer si oyen que se acerca el subterráneo? —preguntó Patrick.
—No hay mucho que podamos hacer —contestó Max, encogiendo los hombros en señal de no concederte importancia al asunto—. Ya hemos explorado el túnel, y hay muy poco espacio libre. Tu tío Richard dice que tenemos que depender del “sistema de protección contra fallas” del subterráneo.
Durante la cena se produjo una discusión respecto del rifle. Tanto Richard como Nicole se oponían decididamente a que Max lo llevara no porque particularmente desearan que el arma permaneciera con el resto de la familia, sino, en cambio, porque temían un “incidente” que, en última instancia, podría afectar a todos. Richard no tuvo mucho tacto para expresar sus observaciones y eso irritó a Max.
—Así que, Señor Experto —replicó éste en un momento dado—, ¿tendrías inconveniente en expresarme cómo es que
sabes
que mi rifle va a ser “inútil” para encontrar a Eponine?
—¡Max! —gritó Richard—, las octoarañas deben…
—Déjame a mí, por favor, querido —intercedió Nicole—. Max —dijo con un tono más suave—, no puedo imaginar una situación en la que el rifle les represente una utilidad en este viaje. Si tuvieran que habérselas con las octoarañas, de la manera que fuese, entonces deben de ser hostiles, y el destino, tanto de Eponine como de Ellie, se habría decidido hace mucho… Simplemente no queremos…
—¿Qué pasa si nos topamos con algunos otros seres hostiles que no sean octoarañas —arguyó Max, con tozudez—, y tenemos que protegemos…? ¿O si necesitara usar el rifle para hacer, de alguna manera, una señal a Robert? Se me ocurren muchas situaciones…
El grupo no consiguió resolver la controversia. Richard todavía se sentía frustrado cuando Nicole y él se desvestían para irse a la cama.
—¿Max no puede entender —dijo Richard—, que el verdadero motivo por el que quiere llevar un arma es para que le dé una sensación de seguridad… y una sensación falsa, si es por eso? ¿Qué pasará si hace algo precipitado y las octoarañas nos retiran los alimentos y el agua?
—No podemos preocupamos por eso ahora, Richard. En esta etapa no creo que haya algo que podamos hacer, excepto pedirle a Max que sea cuidadoso y recordarle que es nuestro representante. Nada de cuanto se le diga le va a hacer cambiar de idea.
—Entonces, quizá debamos pedir una votación para decidir si debe llevar el rifle o no, y mostrarle que todos se oponen a lo que está haciendo.
—Mi instinto me dice —contestó rápidamente Nicole— que cualquier especie de voto sería totalmente contraproducente para manejar a Max. El ya percibe lo que opinan todos. Una censura coordinada lo segregaría y podría hacer más factible que ocurra un “incidente”… No, querido, en este caso sólo podemos albergar la esperanza de que no suceda algo adverso.
Richard permaneció en silencio durante casi un minuto.
—Supongo que tienes razón —aceptó por fin—… como siempre… Buenas noches, Nicole.
—Aguardaremos aquí, juntos, cuarenta y ocho horas —les decía Richard a Max y Robert—. Después de ese lapso, algunos podremos empezar a mudar nuestras cosas al iglú de arriba.
—Muy bien —convino Max, ajustándose las correas de la mochila. Sonrió—. Y no se preocupen, no le voy a disparar ni a una sola de tus amigas octoarañas… a menos que sea absolutamente necesario. —Se volvió hacia Robert—. Bueno, amigo, ¿estás listo para una aventura?
Robert no parecía estar cómodo llevando su mochila. Se inclinó de modo desmañado y alzó a su hija.
—Papito solamente se va a ir por un ratito, Nikki —dijo—. Tanto Nonni como Boobah se van a quedar aquí contigo.
Justo antes de que los dos hombres partieran, Galileo vino corriendo desde el otro lado de la cámara, llevando una pequeña mochila sobre la espalda.
—Yo voy también —gritaba—. Quiero pelear con las octoarañas.
Todos rieron, mientras Nai le explicaba por qué no podía ir con Max y Robert. Patrick suavizó la decepción del chico al decirle que podía ser el primero en subir por la escalera, cuando la familia se mudara al iglú.
Los dos hombres penetraron rápidamente en el túnel. Durante los primeros centenares de metros caminaron en silencio, entretenidos con los fascinantes seres marinos que había del otro lado del plástico o vidrio transparente. Dos veces Max tuvo que detenerse para esperar a Robert, que estaba en mal estado atlético. No se toparon con subterráneo alguno. Después de algo más de una hora, el haz de sus linternas iluminó la primera estación, del otro lado del Mar Cilíndrico. Cuando estaban a unos cincuenta metros del andén, todas las luces se encendieron y pudieron ver a dónde iban.
—Richard y Nicole visitaron este lugar —dijo Max—. Detrás de la arcada hay una especie de patio interior y, después, un laberinto de corredores rojos.
—¿Qué vamos a hacer aquí? —preguntó Robert. Estaba fuera de su elemento y se sentía completamente satisfecho de que Max estuviera al mando.
—No lo he decidido con exactitud. Supongo que vamos a explorar un rato, y a tener la esperanza de encontrar alguna octoaraña.
Para gran sorpresa de Max, más allá del andén de la estación, en mitad del piso del patio interior, había pintado un gran círculo azul del que salía una gruesa línea del mismo color, que doblaba hacia la derecha en el comienzo del laberinto de corredores rojos.
—Richard y Nicole nunca mencionaron una línea azul —comentó.
—Evidentemente es un conjunto de instrucciones a prueba de idiotas —aventuró Robert y rió con nerviosidad—. Seguir la línea azul gruesa es tan fácil como seguir el camino de ladrillos amarillos.
[5]
Entraron en el primer corredor. La línea azul pintada en el centro del piso se extendía unos cien metros por delante de ellos y, después, doblaba a la izquierda en una intersección lejana.
—Crees que debemos seguir la línea, ¿no? —lo consultó Max.
—¿Por qué no? —contestó Robert, dando unos pasos por el corredor.
—Es
demasiado
obvio —opinó Max, tanto para sí como para su compañero. Aferró su rifle y siguió a Robert.
—Oye —continuó, después que dieron su primera vuelta hacia la izquierda—, tú no crees que a esta línea se la puso aquí específicamente para nosotros, ¿no?
—No —contestó Robert, deteniéndose un instante—. ¿Cómo pudo haber sabido alguien que veníamos nosotros?
—Eso es, precisamente, lo que me preguntaba —masculló Max.
Caminaron en silencio y dieron tres vueltas más siguiendo la línea azul antes de llegar a una arcada que estaba a un metro y medio del suelo. Se agacharon e ingresaron en una sala con techos y paredes rojo oscuro. La línea azul gruesa terminaba en un círculo azul grande que había en mitad de la sala.
Menos de un segundo después que ambos se hubieran parado en el círculo, se apagaron las luces de la sala. Una tosca película muda, cuya imagen ocupaba alrededor de un metro cuadrado, apareció de inmediato en la pared que estaba directamente enfrente de Max y Robert. En el centro de la imagen estaban Eponine y Ellie, ambas vestidas con extrañas ropas amarillas, parecidas a batas. Estaban conversando entre sí y con alguna persona, o cosa, desconocida que tenían a su derecha. Instantes después, las dos mujeres se desplazaron unos metros hacia su derecha, más allá de una octoaraña, y aparecieron al lado de un extraño animal gordo, vagamente parecido a una vaca, que tenía una parte inferior plana y blanca. Ellie apoyó una lapicera, parecida a una serpiente, en la superficie blanca, la apretó muchas veces y escribió el siguiente mensaje:
No se preocupen. Estamos bien
. Las dos mujeres sonrieron y la imagen terminó bruscamente un segundo después.
Mientras Max y Robert permanecían estupefactos en la sala, la película, de noventa segundos de duración, se repitió por completo dos veces. Para el momento de la segunda repetición, los hombres habían logrado recuperarse lo suficiente como para poder prestar atención a los detalles. Cuando la película hubo terminado, las luces volvieron a iluminar la sala roja.
—¡Jesucristo! —masculló Max, sacudiendo la cabeza por el asombro.
Robert estaba alborozado.
—¡Está viva! —exclamó—. ¡Ellie está viva aún!
—Si es que podemos tenerle fe a lo acabamos de ver —observó Max.
—Oh, vamos, Max —lo reconvino Robert varios segundos después—, ¿qué posible razón podrían tener las octoarañas para hacer una película así que nos engañe? ¿Acaso no les sería mucho más fácil no hacer nada?
—No lo sé —contestó Max—, pero respóndeme una pregunta, ¿cómo supieron que nosotros dos, viniendo aquí juntos en este momento, estábamos preocupados por Ellie y Eponine? Sólo hay dos explicaciones posibles, o bien han estado vigilando todo lo que estuvimos haciendo y diciendo desde que entramos en su madriguera,
o bien
alguien…
—… de nuestro grupo estuvo suministrando información a las octoarañas. Max, seguramente no creerás, ni por un instante, que Richard o Nicole…
—No, claro que no —lo interrumpió Max—, pero también me está resultando muy cuesta arriba entender cómo se nos estuvo observando tan cuidadosamente. No hemos visto sugerencia alguna de dispositivos de escucha furtiva… A menos que haya trasmisores muy complejos implantados
en
nosotros o
adentro
de nosotros, nada de esto tiene la más mínima lógica.
—¿Pero cómo podrían haberlo hecho sin que lo supiéramos?
—¡Qué mierda sé! —contestó Max, agachándose para pasar por la arcada. Se irguió cuando estuvo en el corredor rojo, en el lado opuesto—. Ahora, a menos que mi suposición sea incorrecta, ese condenado subterráneo nos va a estar esperando cuando lleguemos a la estación, y se esperará que volvamos pacíficamente con los demás. Todo esto es sencillamente demasiado bonito y pulcro.
Max estaba en lo cierto. El subterráneo estaba estacionado con la puerta abierta cuando Robert y él doblaron hacia el patio interior, al salir del dédalo de corredores rojos. Max se detuvo. Tenía un fulgor salvaje en los ojos.
—No voy a subir en ese maldito tren —declaró en voz baja.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Robert, un tanto asustado.
—Voy a regresar al laberinto —contestó Max. Apretó el rifle, giró sobre sus talones y volvió corriendo al corredor. Se apartó de la línea azul y corrió unos cincuenta metros, antes de que la primera octoaraña apareciera ante él. Prontamente se le unieron varias
octos
más, que se extendieron a lo ancho del corredor, de un extremo al otro. Empezaron a moverse hacia Max.
Éste se detuvo, miró las octoarañas que avanzaban y, después, echó un vistazo hacia atrás. En el extremo opuesto del corredor, otro grupo de octoarañas se estaba desplazando hacia él.
—¡Esperen nada más que un maldito minuto! —les gritó—. Tengo algo para decir. Ustedes deben de entender, por lo menos parte, de nuestro idioma, o nunca hubieran podido deducir que estábamos viniendo aquí… No estoy satisfecho. Quiero
pruebas
de que Eponine está viva…
Las octoarañas, con la cabeza recorrida por ondas de colores, casi estaban encima de él. Una oleada de miedo lo recorrió, y disparó el rifle al aire, a guisa de advertencia. No más de dos segundos después sintió un agudo pinchazo en la nuca y se desplomó de inmediato en el piso.
Robert, cuya indecisión lo hizo quedarse en la estación, corrió por el andén cuando oyó el sonido de disparos. Al llegar al corredor rojo vio dos octoarañas que levantaban del piso a Max. Se hizo a un lado cuando los extraterrestres transportaron a Max al interior del subterráneo y, con delicadeza, lo depositaron en un rincón del coche. Después hicieron gestos señalando la puerta abierta del subterráneo y Robert ascendió al interior, al lado de su amigo. Menos de diez minutos después habían regresado a la cámara situada debajo de la cúpula arco iris.
Max no despertó durante diez horas. En el transcurso de ese período, tanto Robert como Nicole lo examinaron a fondo, y no encontraron señales de heridas o lesiones. Mientras tanto, Robert hacía repetidamente la narración de la aventura que habían tenido, con la salvedad, claro está, de lo que ocurrió durante ese crítico minuto en que Max estuvo librado a sí mismo en el corredor.
La mayoría de las preguntas de la familia se referían a lo que Robert y Max habían visto en la película. ¿Había alguna señal de estrés en Ellie o Eponine, que sugeriría que, quizá, se las podría haber obligado a hacer la película? ¿Parecía que hubieran perdido peso? ¿Parecían estar descansadas?
—Tengo la creencia de que ahora sabemos mucho más sobre la naturaleza de nuestros anfitriones —manifestó Richard, cerca del final de la segunda, y más prolongada, discusión que hizo la familia de la narración de Robert—. Primero y principal, resulta claro que las octoarañas, o cualquiera que fuese la especie que esté al mando aquí, nos observa en forma regular, así como tiene la capacidad de entender nuestras conversaciones. No hay otra explicación posible para el hecho de que la película que se les mostró a Max y Robert presentase a Ellie y Eponine…
Segundo, su nivel tecnológico, por lo menos en lo que concierne a las películas, o bien está varios cientos de años detrás del nuestro, o bien, si Robert está en lo correcto cuando insiste en que no pudo haber habido un dispositivo proyector ni en la sala ni detrás de la pared, están tan avanzados que su tecnología parece como magia para nosotros. En tercer lugar…
—Pero, tío Richard —interrumpió Patrick—, ¿por qué la película no tenía sonido? ¿No habría sido mucho más sencillo que Eponine y Ellie simplemente
dijeran
que estaban bien? ¿No es más probable que las octoarañas sean sordomudas y por eso su tecnología no se ha desarrollado más allá del nivel de las películas mudas?