Rama Revelada (7 page)

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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Rama Revelada
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En los últimos cien metros le dolía todo el cuerpo; los brazos no querían empujar el agua, y a las piernas no les quedaba fuerza para dar impulso. Fue entonces cuando le empezó el dolor en el pecho. El dolor sordo, desconcertante, permaneció con ella aun después que el indicador de profundidad señalara que el túnel se había inclinado levemente hacia arriba.

Cuando finalmente hubo alcanzado el final y se puso de pie, estuvo a punto de desplomarse. Durante varios minutos trató, sin conseguirlo, de recuperar el equilibrio de su ritmo de respiración y de su pulso. Ni siquiera le quedaba la fuerza suficiente como para levantar la tapa metálica que obturaba la salida, situada por sobre su cabeza. Con la preocupación de haberse exigido más allá de límites seguros, decidió quedarse en el túnel y hacer una breve siesta.

Despertó dos horas después, cuando oyó un extraño golpeteo suave por encima de ella. Se paró directamente debajo de la tapa y escuchó con cuidado. Podía oír voces, pero no alcanzaba a distinguir lo que se decía.

¿Qué pasará?
, se preguntó, y su ritmo cardíaco se aceleró súbitamente.
Si fui descubierta por la policía, ¿por qué, simplemente, no levantan la tapa?

En la oscuridad, se desplazó con lentitud hacia el equipo de buceo, que estaba apoyado contra la pared del lado opuesto del túnel. Mediante su diminuta linterna examinó los medidores, para establecer cuánto aire quedaba en el tanque.

Podría sumergirme unos pocos minutos, pero no muchos
, pensó.

De pronto, se oyó un golpe neto sobre la tapa.

—¿Estás ahí abajo, Nicole? —preguntó el robot Juana—. Si es así, identifícate de inmediato. Acá arriba tenemos ropa abrigada para ti, pero no somos lo suficientemente fuertes como para mover la tapa.

—Sí, soy yo —gritó Nicole, aliviada—. Treparé no bien pueda.

En su traje de natación empapado, Nicole quedó de inmediato como un carámbano al exponerse al tonificante aire exterior de Rama, en el que la temperatura era de nada más que unos pocos grados por encima del punto de congelación. Los dientes le castañetearon durante la caminata de ocho metros en la oscuridad, hasta el sitio en el que estaban ocultos los alimentos y la ropa seca para ella.

Cuando el trío llegó a los víveres, Juana y Eleonora le indicaron que se pusiera el uniforme militar que Ellie y Eponine habían dejado para ella. Cuando Nicole preguntó el porqué, los robots le explicaron que, para llegar a Nueva York, les era necesario cruzar el segundo hábitat.

—En el caso de que se nos descubra —dijo Eleonora, una vez que estuvo ubicada con seguridad en el bolsillo de la camisa de Nicole—, nos va a ser más fácil inventar una excusa para evadir el problema si llevas uniforme de soldado.

Nicole se puso la ropa interior enteriza de abrigo y el uniforme. Cuando ya no tuvo más frío, se dio cuenta de que estaba extremadamente hambrienta. Mientras consumía su festín, colocó todos los demás objetos que estaban envueltos en la sábana, en la mochila que había estado transportando debajo del chaleco salvavidas inflable.

Se presentó un problema al ingresar en el segundo hábitat. Nicole y los dos robots que llevaba en el bolsillo no se habían topado con ser humano alguno en la Llanura Central, pero el acceso a lo que otrora había sido el hogar de los avianos y sésiles estaba cuidado por un centinela. Eleonora se había adelantado para explorar, e informó sobre la dificultad. El grupo se detuvo entre tres o cuatrocientos metros de distancia de la ruta de tránsito principal entre los dos hábitats.

—Esta debe de ser una nueva precaución de seguridad que se agregó desde tu huida —supuso Juana—. Nunca tuvimos dificultad alguna para entrar y salir.

—¿No hay otras rutas que lleven hacia el interior? —preguntó Nicole.

—No —contestó Eleonora—, el sitio originario de la sonda estaba aquí. Desde ese entonces se lo ensanchó de modo considerable, claro, y se construyó un puente que cruza el foso, de modo que las tropas se puedan desplazar con prontitud. Pero no hay otros accesos.

—¿Y nos es imperioso cruzar este hábitat para llegar hasta Richard y Nueva York?

—Sí —respondió Juana—. Esa enorme barrera gris que hay hacia el sur, la que forma el muro del segundo hábitat durante tantísimos kilómetros, evita que haya desplazamientos hacia adentro del hemicilindro boreal de Rama, y hacia afuera de él. Tal vez podríamos volar sobre ella, si tuviéramos un avión que pudiese alcanzar una altitud de dos kilómetros y un piloto muy inteligente, pero no los tenemos… Además, Richard está esperando que vayamos a través del hábitat.

Aguardaron mucho tiempo en la oscuridad y el frío. Periódicamente, uno de los dos robots iba a revisar el acceso, pero siempre había un centinela presente. Nicole se sentía cansada y frustrada.

—Oigan —dijo en un momento dado—, no podemos quedarnos aquí para siempre. Tiene que haber algún otro plan.

No tenemos conocimiento de algún plan alternativo o de contingencia en esta situación —declaró Eleonora, lo que, por una vez al menos, le hizo recordar a Nicole que no eran más que robots.

Durante una breve siesta, la exhausta Nicole soñó que estaba dormida, desnuda, en la cara superior de un cubo de hielo muy grande y muy plano. Los avianos la estaban atacando desde el cielo, y centenares de robotitos como Juana y Eleonora la habían rodeado sobre la superficie del cubo, entonando un cántico al unísono.

Cuando Nicole despertó, se sintió algo refrescada. Habló con los dos robots, y concibieron un plan nuevo. Los tres decidieron no desplazarse hasta que hubiera una interrupción del tránsito que pasaba por el acceso al segundo hábitat. En ese momento, los robots actuarían como señuelo para atraer al centinela, de modo que Nicole pudiera colarse en el interior, Juana y Eleonora le indicaron que, en ese momento, caminara con cuidado hasta el otro lado del puente y después girara hacia la derecha, a lo largo de la ribera del foso.

—Espéranos —recalcó Eleonora— en una pequeña abra que está a unos trescientos metros del puente.

Veinte minutos después, Juana y Eleonora creaban una terrible conmoción a lo largo del muro del otro lado, a unos cincuenta metros del acceso. Nicole avanzó al interior del hábitat sin que se la obstaculizara cuando el centinela abandonó su puesto para investigar el ruido. En el interior, una larga escalera describía un tirabuzón hacia adelante y hacia atrás, cayendo a plomo los varios centenares de metros que iban desde la altura del acceso hasta el nivel del ancho foso que circunscribía todo el hábitat. En la escalera había luces dispuestas a intervalos, y Nicole pudo ver más luces en el puente que tenía frente a sí, pero, en total, la iluminación era bastante escasa. Se puso tensa cuando vio dos operarios de construcción que trepaban por la escalera hacia donde estaba ella, pero ascendieron y pasaron de largo, casi sin dar señal de haber advertido su presencia. Nicole agradeció para sus adentros el llevar el uniforme.

Mientras aguardaba al lado del foso, contempló el centro del hábitat alienígena y trató de divisar los elementos fascinantes que los robotitos le habían descripto. La enorme estructura cilíndrica marrón, que se erguía hasta alcanzar mil quinientos metros y que, en algún momento, había albergado tanto a la colonia de avianos como a la de los sésiles; la gran bola cubierta que pendía del techo del hábitat y proveía luz; y el anillo de misteriosos edificios blancos, ubicados a lo largo de un canal, que rodeaba el cilindro.

La bola no había estado iluminada desde hacía meses, desde la primera incursión de los seres humanos en el dominio de los avianos/sésiles. Las únicas luces que Nicole podía ver eran pequeñas y sumamente dispersas, evidentemente puestas por los invasores humanos. Por eso, todo lo que podía discernir era una vaga silueta del gran cilindro, una sombra cuyos bordes eran muy borrosos.

Debe de haber sido espléndido cuando Richard entró por primera vez
, pensó, conmovida por la idea de que estaba en un sitio que, hasta hacía poco, había sido el hogar de otra especie dotada de sensibilidad.
Así que aquí también
, prosiguió su mente,
extendemos nuestra hegemonía pisoteando todas las formas de vida que no son tan poderosas como nosotros
.

Eleonora y Juana tardaron más de lo esperado para volver a reunirse con ella. Después, el grupo avanzó con lentitud a lo largo de la ribera del foso. Uno de los robots siempre iba en la vanguardia, explorando, asegurándose de que se evitaran los contactos con otros seres humanos. Dos veces, en la parte del hábitat que se parecía mucho a una selva de la Tierra, Nicole aguardó en silencio, mientras un grupo de soldados u operarios pasaba junto a ella en el camino que estaba a su izquierda. Las dos veces estudió, con fascinación, las nuevas e interesantes plantas que la rodeaban. Hasta encontró un ser, que estaba a mitad de camino entre una sanguijuela y una lombriz, tratando de entrar en su bota derecha; lo levantó y se lo puso en el bolsillo.

Habían transcurrido casi setenta y dos horas desde que entró en el lago Shakespeare caminando para atrás, cuando ella y los dos robots finalmente llegaron al punto especificado para el encuentro. Estaban en el otro lado del segundo hábitat, lejos del acceso, donde la densidad normal de seres humanos era mínima. Un submarino emergió minutos después de la llegada del grupo; el costado del submarino se abrió y Richard Wakefield, con una gigantesca sonrisa extendiéndose sobre su rostro barbudo, corrió hacia adelante, hacia los brazos de su amada esposa. El cuerpo de Nicole se sacudió de gozo cuando sintió los brazos de él en tomo de ella.

5

¡Todo era tan familiar! Con la salvedad del desorden de Richard, acumulado durante los meses que pasó solo, y de la transformación de la guardería de sus hijos para que fuera el dormitorio de los dos pichones de aviano, la madriguera que estaba debajo de Nueva York se encontraba exactamente igual que cuando Richard, Nicole, Michael O'Toole y sus hijos partieron de Rama años atrás.

Richard atracó el submarino en un fondeadero situado en el lado sur de la isla, en un sitio al que llamaba El Puerto.

—¿Dónde conseguiste el submarino? —le preguntó Nicole, mientras caminaban juntos hacia la madriguera.

—Fue un regalo o, al menos, creí que lo era. Después de que el superjefe, o la superjefa, no conozco su dimorfismo sexual, de los avianos me mostró cómo operarlo, desapareció, dejando el submarino aquí.

Caminar en Nueva York había sido una experiencia pavorosa para Nicole. Aun en la oscuridad, los rascacielos le traían un recuerdo muy vivo de los años vividos en esa isla misteriosa ubicada en mitad del Mar Cilíndrico.

¿Cuántos años han pasado desde que nos fuimos?
, pensaba cuando Richard y ella, tomados de la mano, se detuvieron junto al cobertizo en el que Francesca Sabatini la había abandonado para que pereciera en el fondo de un pozo. Pero Nicole sabía que no existía forma de brindar una respuesta exacta a su pregunta. El tiempo transcurrido no se podía haber medido en forma normal alguna, ya que habían efectuado dos largos viajes interestelares a velocidades relativísticas, el segundo dormidos en una litera especial, con tecnología extraterrestre que les retardaba el proceso de envejecimiento mediante la cuidadosa manipulación de las enzimas y del metabolismo.

—Los únicos cambios hechos a la espacionave Rama en cada visita a El Nodo —le informó Richard cuando se aproximaron por vez primera a su antiguo hogar— son los necesarios para adaptarla a la misión siguiente. Así que nada varió en nuestra madriguera, la pantalla negra sigue estando en la Sala Blanca, así como nuestro antiguo teclado. Los procedimientos para hacerles pedidos a los ramanos, o como quiera que se deba llamar a nuestros anfitriones, también siguen intactos.

—¿Y qué hay respecto de las demás madrigueras? —preguntó Nicole durante el descenso por la rampa hacia el nivel en el que habitaban—. ¿Las visitaste?

—La madriguera aviana es un sepulcro —contestó Richard—. La he recorrido por completo varias veces. Una vez, penetré con cautela en la de las octoarañas, pero sólo me adentré hasta esa sala de catedral con los cuatro túneles que llevan al exterior…

Nicole lo interrumpió, riendo.

—Las que llamábamos Eenie, Meenie, Mynie y Moe…

—Sí. Sea como fuere, no me sentí cómodo allá. Tenía la sensación, aun cuando no pude identificar algo específico, de que la madriguera todavía estaba habitada, y de que las
octos
, o quienquiera que hubiera podido estar viviendo allá, estaban vigilando todos y cada uno de mis pasos. —Esta vez fue el turno de él para reír—. Lo creas o no lo creas, también estaba preocupado por lo que les ocurriría a Tammy y Timmy si, por alguna causa, yo no regresara.

La primera presentación de Nicole a Tammy y Timmy, el par de pichones de aviano que Richard criaba desde que nacieron, fue sumamente divertida. Richard había construido una media puerta que daba a la guardería, y le echó cerrojo cuando salió para encontrarse con Nicole dentro del segundo hábitat. Como los seres parecidos a pájaros todavía no podían volar, carecían de la capacidad para abandonar la guardería durante su ausencia. Pero no bien oyeron su voz en la madriguera, empezaron a chillar y parlotear. Ni siquiera dejaron de graznar cuando Richard les abrió la puerta y los acunó a los dos en los brazos.

—Me están diciendo —le gritó a Nicole, por encima del espantoso ruido— que no debí haberlos dejado solos.

Nicole se reía tanto que los ojos se le llenaban de lágrimas. Los dos pichones tenían su largo cuello extendido hacia la cara de Richard. Interrumpían sus parloteos y chillidos nada más que durante lapsos breves, momentos en los cuales frotaban suavemente la parte inferior del pico contra la mejilla barbada de Richard. Los avianos todavía eran pequeños —de unos setenta centímetros de alto cuando se paraban sobre las dos patas—, pero el cuello era tan largo que parecían ser mucho más grandes.

Nicole observaba con admiración cómo su marido cuidaba de sus pupilos alienígenas, les limpiaba las defecaciones, se aseguraba de que tuvieran alimento y agua frescos, y hasta comprobaba la blandura de sus lechos, formados por algo parecido al heno, que estaban en el rincón de la guardería.

Has recorrido un largo camino, Richard Wakefield
, pensó Nicole, recordando los años en que él se mostraba renuente para cumplir con cualquiera de las obligaciones comunes relacionadas con la paternidad. Nicole se sentía profundamente conmovida por el evidente afecto que su marido sentía por los delgaduchos pichones.

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