Mientras tanto, la espectacular demostración de fuegos artificiales proseguía en lo alto. Max alzó la vista y quedó deslumbrado cuando una gran bola azul estalló, lanzando centenares de rayos de luz azul en todas direcciones. Durante casi un minuto, Max miró la hipnotizante exhibición. Era más grandiosa que cualquier otra cosa que hubiera visto jamás en la Tierra.
Cuando finalmente llegó a la madriguera de las octoarañas, descendió con celeridad por la rampa, y entró en el salón catedral desde el que los cuatro túneles llevaban hacia las demás partes de la madriguera. Ingresó las dos L en la computadora, y en el diminuto monitor apareció el mapa de los dominios de las octoarañas. Estaba tan absorbido por el mapa que, al principio, no oyó el sonido de arrastre de cepillos mecánicos, acompañado por un gemido suave, de tono agudo.
No alzó la vista hasta que el sonido se hizo bastante intenso. Cuando finalmente alzó la cabeza, la gran octoaraña estaba parada a no más de cinco metros de él. La visión de ese ser hizo que un poderoso escalofrío recorriera su columna vertebral. Se quedó muy quieto y luchó contra su deseo de salir huyendo. El líquido color crema de la única lente de la octoaraña se movía de un lado para otro, pero el alienígena no se acercó más a Max.
De una de las hendiduras paralelas que había de cada lado de la lente salió una ráfaga de color púrpura, que circunnavegó la esférica cabeza de la octoaraña, a lo que siguieron bandas de otros colores, todo lo cual desapareció en la segunda de las dos ranuras paralelas. Cuando se repitió el mismo patrón de colores, Max, cuyo corazón martillaba con tanta fuerza que podía sentirlo en la mandíbula, sacudió la cabeza y dijo:
—No entiendo.
La octoaraña vaciló un instante y, después, levantó del suelo dos de sus tentáculos, señalando claramente hacia uno de los cuatro túneles. Como si fuera para subrayar lo que quería decir, se arrastró en esa dirección general y, después, repitió el gesto.
Max se irguió y caminó con lentitud hacia el túnel indicado, teniendo cuidado de no acercarse demasiado a la octoaraña. Cuando llegó a la entrada, otra serie de llamativas exhibiciones de color se desplazó velozmente alrededor de la cabeza del ser extraterrestre.
—Se lo agradezco mucho —dijo Max con cortesía, mientras se volvía y entraba en el pasadizo.
No se detuvo siquiera para mirar su mapa, sino hasta que estuvo trescientos o cuatrocientos metros adentro del túnel. A medida que caminaba, las luces se encendían delante de él en forma automática, y se apagaban en los segmentos del túnel por los que ya había pasado. Cuando, por fin, examinó el mapa con todo cuidado, descubrió que no estaba lejos de la sala designada.
Pocos minutos después, exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja, ingresó en la cámara donde estaba reunido el resto de la familia.
—No se imaginan con quién acabo de encontrarme —dijo, tan sólo instantes antes de que Eponine lo saludara con un abrazo.
Inmediatamente después que Max terminara de entretenerlos con la narración de su encuentro con la octoaraña, Richard y Patrick volvieron cautelosamente sobre sus pasos hacia la sala catedral, deteniéndose cada centenar de metros, más o menos, y prestando cuidadosa atención por si percibían los sonidos típicos que señalaban la presencia de los alienígenas. Nada oyeron. Ni oyeron ni vieron cosa alguna que indicara que las fuerzas enviadas desde Nuevo Edén estaban en las proximidades. Después de casi una hora, Richard y Patrick regresaron adonde estaba el resto del grupo y se incorporaron a la discusión sobre qué era lo que se debía hacer después.
La ampliada familia tenía suficientes alimentos para cinco días, quizá seis si cada porción se racionara con cuidado. Se podía obtener agua en la cisterna situada cerca de la sala catedral. Todos prontamente estuvieron de acuerdo en que era probable que la partida de búsqueda proveniente de Nuevo Edén —esa primera, al menos—, no permaneciera en Nueva York demasiado tiempo. Siguió un breve debate respecto de si Katie pudo haberles dicho al capitán Bauer y a sus hombres la localización de la madriguera de las octoarañas, o si pudo no haberlo hecho. Sobre un punto crítico no hubo disenso. El período más probable para que fueran descubiertos por los otros seres humanos era el día siguiente, o los dos días siguientes. Como resultado, y salvo por las necesidades físicas, nadie de la familia salió de la gran sala, en la que iban a permanecer durante las próximas treinta y seis horas.
Al cabo de ese lapso, todo el grupo, en especial los pichones y los mellizos, padeció de un grave caso de fiebre de encierro. Richard y Nai se llevaron a Tammy, Timmy, Benjy y los niños al pasadizo, tratando, infructuosamente, de mantenerlos callados, y los llevaron lejos de la sala catedral, hacia el corredor vertical con las púas salientes que se hundía más profundamente en la madriguera de las octoarañas. Richard, que llevaba a Nikki encima la mayor parte del tiempo, advirtió varias veces a Nai y los mellizos respecto de los peligros de la zona a la que se estaban acercando. Aun así, muy poco después que el túnel se ensanchara y ellos llegaran al corredor vertical, el impetuoso Galileo se metió en el agujero con forma de cañón de arma de fuego, antes que su madre pudiera detenerlo. Muy pronto quedó paralizado de miedo. Richard tuvo que rescatarlo de su precario apoyo, sobre dos púas, apenas a poca distancia por debajo del nivel de la pasarela que rodeaba la parte superior del inmenso abismo. Los jóvenes avianos, encantados de poder volar otra vez, se remontaron libremente por la zona y dos veces descendieron varios metros en picada, hacia la oscura sima, pero nunca bajaron lo suficiente como para activar la siguiente batería de luces.
Antes de regresar adonde estaba el resto de la familia, Richard se llevó a Benjy para hacer una rápida inspección de lo que él y Nicole siempre habían llamado el museo de las octoarañas. Esa sala grande, situada a varios centenares de metros del corredor vertical, todavía estaba completamente vacía. Varias horas más tarde, y siguiendo la sugerencia de Richard, la mitad de la ampliada familia se mudó al museo, para dar a todos más espacio vital.
El tercer día de su permanencia en el lugar, Richard y Max decidieron que alguien debía tratar de descubrir si las tropas de la colonia estaban aún en Nueva York. Patrick fue la opción lógica para que sirviera de explorador de la familia. Las instrucciones que le dieron Richard y Max fueron directas, debería desplazarse con cautela hasta la sala catedral y, después, ascender la rampa hasta llegar a Nueva York. Desde allí, y usando la linterna y la computadora portátil lo menos posible, debía cruzar hasta la costa norte de la isla y ver si los barcos todavía estaban. Cualquiera que fuese el resultado de su investigación, debía regresar directamente a la madriguera y darles un informe completo.
—Hay una sola cosa para recordar —recomendó Richard—, que es de suma importancia. Si, en cualquier momento, oyes una octoaraña o un soldado, das media vuelta de inmediato y vuelves con nosotros. Pero con esta nueva salvedad que te agrego, en ninguna circunstancia ningún ser humano debe ver que desciendes a esta madriguera. No puedes hacer cosa alguna que ponga en peligro al resto de nosotros.
Max insistió en que Patrick debía llevar uno de los dos rifles. Richard y Nicole no objetaron. Después de recibir los buenos deseos de todos, Patrick partió a cumplir su misión de explorador. No había caminado más que quinientos metros por el túnel, empero, cuando oyó un ruido adelante de él. Se detuvo para escuchar, pero no pudo identificar lo que estaba oyendo. Después de otros cien metros, algunos de los sonidos empezaron a ser más claros. Con toda precisión, Patrick oyó varias veces el sonido de escobillas de arrastre. También había algo de sonido de campanas, como si se estuvieran golpeando objetos metálicos entre sí, o contra una pared. Escuchó durante varios minutos y, entonces, recordando sus instrucciones, regresó donde estaban su familia y amigos.
Después de prolongada discusión, otra vez se lo envió a Patrick. Esta vez se le dijo que se acercara a las octoarañas tanto como se atreviera, y que las observara en silencio durante tanto tiempo como pudiera. Una vez más, a medida que se acercaba a la sala catedral, oyó el sonido de escobillas de arrastre pero, cuando realmente llegó a la enorme cámara ubicada al pie de la rampa, no había octoarañas en los alrededores.
¿Adónde fueron?
, se preguntó. Su primer impulso fue el de dar media vuelta y regresar por donde había venido. Sin embargo, ya que todavía no se había topado con alguna octoaraña verdadera, decidió que muy bien podría ascender por la rampa, salir a Nueva York y cumplir con el resto de su misión anterior.
Quedó estupefacto al descubrir, cerca de un minuto después, que la salida de la madriguera de las octoarañas estaba sellada herméticamente con una gruesa combinación de varillas de metal y de un material parecido al cemento. Apenas si podía ver a través de la tapa, y ésta era tan pesada que, sin lugar a dudas, ni todos los seres humanos juntos podrían moverla siquiera levemente.
Esto lo hicieron las octoarañas
, pensó de inmediato.
Pero, ¿por qué nos atraparon aquí?
Antes de regresar para rendir su informe inspeccionó la sala catedral, y descubrió que a uno de los cuatro túneles de salida también se lo había sellado con lo que aparentaba ser un portón o portalón grueso.
Este debe de haber sido el túnel que llevaba al canal
, pensó. Permaneció en el sitio durante otros diez minutos, prestando atención para ver si percibía el sonido de las octoarañas, pero no oyó nada más.
—¿Así que las octoarañas nunca hicieron algo hostil? —estaba diciendo Max con enojo—. Entonces, ¿cómo demonios llaman a esto? Estamos malditamente atrapados. —Sacudió la cabeza vigorosamente—. Yo pensaba que era estúpido venir aquí en primer lugar.
—Por favor, Max —intervino Eponine—. No riñamos. Pelear entre nosotros no nos va a ayudar.
Todos los adultos, salvo Nai y Benjy, habían hecho la excursión de un kilómetro por el pasadizo hasta la sala catedral para examinar lo hecho por las octoarañas. En verdad, estaban completamente encerrados dentro de la madriguera. Dos de los tres túneles abiertos que salían de la cámara iban hasta el corredor vertical, y el tercero, según descubrieron prontamente, conducía hasta un depósito grande y vacío del que no había salida.
—Bueno, es mejor que pensemos en algo con rapidez —dijo Max—. Sólo tenemos comida para cuatro días y ni la más remota idea de dónde conseguir más.
—Lo siento, Max —arguyó Nicole—, pero sigo creyendo que la decisión inicial de Richard fue la correcta. Si nos hubiéramos quedado en nuestra madriguera nos habrían capturado y llevado de vuelta a Nuevo Edén, donde es casi indudable que nos habrían ejecutado…
—A lo mejor sí… —interrumpió Max— y a lo mejor no… Por lo menos, en ese caso, los niños se habrían salvado, y no creo que ni a Benjy ni al doctor los habrían matado…
—Todo esto es una discusión académica —terció Richard—, pero no resuelve nuestro problema principal, que es “¿qué hacemos ahora?”.
—Muy bien, genio —dijo Max con tono punzante—. Hasta ahora, tú llevaste la voz cantante, ¿qué sugieres?
Eponine intercedió una vez más.
—Eres injusto, Max. No es culpa de Richard que nos encontremos en esta situación comprometida… y, como dije antes, no nos ayuda…
—Muy bien, muy bien —aceptó Max. Fue hacia el pasaje que conducía al depósito—. Entro en este túnel para calmarme, y para fumar un cigarrillo. —Por encima del hombro le lanzó una mirada a Eponine.
—¿Quieres compartirlo? Nos quedan exactamente veintinueve después de éste.
Eponine les dirigió una débil sonrisa a Nicole y Ellie.
—Todavía está enojado conmigo por no haber traído nuestros cigarrillos cuando evacuamos la madriguera —dijo en voz queda—. No se preocupen… Max tiene mal carácter, pero se le pasa rápidamente… Volveremos dentro de unos minutos.
—¿Cuál es tu plan, querido? —le preguntó Nicole a Richard, pocos segundos después que Max y Eponine se marcharon.
—No tenemos muchas opciones —admitió Richard con tono sombrío—. La cantidad mínima necesaria de adultos debe quedarse con Benjy, los niños y los avianos, mientras el resto de nosotros explora esta madriguera con la mayor prontitud posible… Se me hace muy difícil creer que las octoarañas realmente intentan que muramos de hambre.
—Discúlpame, Richard —habló ahora Robert Turner por primera vez desde que Patrick informó que la salida a Nueva York estaba sellada—. Pero, ¿no estás suponiendo otra vez que las octoarañas son amistosas? Supongamos que no lo son o, lo que es más factible en mi opinión, supongamos que nuestra supervivencia les resulta indiferente en un sentido o en otro y que, sencillamente, sellaron esta madriguera para protegerse contra todos los seres humanos que acaban de aparecer…
Robert se detuvo, habiendo perdido, al parecer, la ilación de sus pensamientos.
—Lo que estaba tratando de decir —prosiguió, unos segundos después— es que los niños, y entre ellos tu nieta, corren un riesgo considerable, tanto psíquico como físico, me permito añadir, en nuestra situación actual, y yo no estaría de acuerdo con cualquier plan que los dejara desprotegidos y vulnerables…
—Tienes razón, Robert —lo interrumpió Richard—. Varios adultos, entre los cuales tiene que haber un hombre por lo menos, deben quedarse con Benjy y los niños. De hecho, Nai debe de estar completamente atareada en este preciso instante… ¿Por qué tú, Patrick y Ellie no regresan ahora adonde están los chicos? Nicole y yo esperaremos a Max y Eponine y nos uniremos con ustedes dentro de muy poco.
Richard y Nicole quedaron a solas después que los demás se fueron.
—Ellie dice que Robert ahora está enojado la mayor parte del tiempo —dijo Nicole con tono calmo—, pero él no sabe expresar su ira en forma constructiva… Le comentó que cree que toda esta aventura fue un error desde el principio, y se pasa horas cavilando sobre eso… Ellie dice que, inclusive, está preocupada por la estabilidad mental de su marido.
Richard meneó la cabeza.
—Quizás haya sido un error —dijo—. Quizá tú y yo debimos haber pasado aquí solos el resto de nuestra vida. Justamente pensaba…
En ese momento, Max y Eponine regresaron a la cámara.
—Quiero disculparme con ustedes dos —anunció Max, tendiendo la mano—. Supongo que permití que mi miedo y mi frustración me dominaran.