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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (33 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Raistlin tenía intención de regresar algún día. Quizás el tesoro estaba enterrado. O quizá no.

«Si pudiese descubrir qué era ese tesoro —se dijo el mago para sus adentros mientras vendaba diestramente la pierna lacerada de un soldado—, tendría alguna idea de dónde empezar a buscarlo.»

Habló con varios vecinos de la ciudad, haciendo preguntas sutiles sobre la posibilidad de que hubiese un tesoro enterrado en las montañas.

Los residentes sonrieron, sacudieron la cabeza y dijeron que debía de haberlo oído de algún vendedor ambulante. Ultima Esperanza era una ciudad próspera, pero no acaudalada, desde luego. No sabían nada sobre un tesoro.

Raistlin casi habría creído que las gentes de Ultima Esperanza estaban confabuladas para que no descubriera el tesoro de no ser porque se mostraban tan condenadamente corteses al respecto, tan sonrientes en sus negativas, tan divertidos por todo el asunto. Empezó a pensar que quizá tenían razón, que todo aquello era un cuento de kender.

Esa noche se fue a la cama de muy mal humor; un estado de ánimo que no mejoró precisamente con los sueños inquietantes que le asaltaron y en los que era atacado por una criatura inmensa y horrible, un ser que no podía ver porque una brillante luz plateada lo había dejado ciego.

Al día siguiente, el barón organizó una ceremonia para limpiar la tumba, de las rocas caídas y del polvo, y colocar de nuevo la tapa del sarcófago del caballero. Lo acompañaron los oficiales del estado mayor y, por haber descubierto la tumba del caballero, Raistlin, Caramon y Cambalache fueron invitados a formar parte de la guardia de honor.

Caramon quería quitarse la venda de los ojos, argumentando que veía bien, aunque un poco borroso. Raistlin se mantuvo inflexible. Debía seguir con la venda. El guerrero habría seguido discutiendo, pero el propio barón le ofreció su brazo para que se apoyara, un gran honor para el joven soldado. Ruborizado de placer y cierta cortedad, Caramon aceptó la ayuda del barón y caminó enorgullecido, aunque titubeante, al lado de Ivor.

El barón y la guardia de honor, equipados con antorchas, entraron en la cripta con actitud grave y solemne, silenciosos y respetuosos. El barón se puso junto a la cabeza de la figura tallada del caballero y los oficiales se situaron alrededor de la tumba. Con las manos enlazadas en un gesto de oración y las cabezas inclinadas, unos elevaron plegarias a Kiri-Jolith y otros se sumieron en pensamientos sombríos, en una reflexión de su propia condición de seres mortales. Raistlin ocupó su sitio a la cabeza del sarcófago, manteniéndose cerca de su hermano. Al echar una ojeada al interior de la tumba, el mago se quedó paralizado por la sorpresa.

Allí dentro había un libro pequeño, encuadernado en piel.

Raistlin rememoró el día anterior, intentó recordar si el libro había estado allí o no. No se acordaba de haberlo visto, pero la cámara había estado a oscuras entonces, a excepción de la luz del bastón. El libro estaba pegado contra un lado del féretro de mármol. Era fácil que se le hubiese pasado por alto en las sombras.

Se le ocurrió que tal vez aquel libro contenía información sobre el tesoro, que quizá revelaba el lugar donde estaba oculto. Tembló de deseo; necesitaba ese libro. Lo estaba mirando fijamente cuando el barón acabó sus rezos y ordenó a sus oficiales que se prepararan para correr la tapa y ponerla de nuevo en su sitio.

—Un momento, señor, por favor —pidió Raistlin con la voz casi ahogada por el nerviosismo y el miedo de que alguien más viera el libro y lo comentara—. Quisiera honrar al caballero.

El barón enarcó las cejas, seguramente preguntándose por qué un mago deseaba honrar a un Caballero de Solamnia, pero asintió dando permiso a Raistlin para que procediera.

El joven mago buscó en sus saquillos y extrajo un puñado de pétalos de rosa. Abrió la mano con la palma hacia arriba para que así todos vieran lo que tenía en ella. El barón sonrió y asintió.

—Muy apropiado —dijo, y miró a Raistlin con aprobación y un nuevo respeto.

Raistlin bajó la mano dentro de la tumba para esparcir los pétalos sobre el cuerpo del caballero. Cuando retiró el brazo, se las ingenió para que la amplia manga de la roja túnica le tapara la mano y le ocultara los dedos, que habían cogido hábilmente el fino volumen de piel. Manteniendo el precioso libro escondido en la manga, Raistlin se apartó de la tumba y mantuvo la cabeza agachada.

El barón miró al comandante Morgón, que ordenó a los oficiales que agarraran la tapa del sarcófago; a una segunda orden, los oficiales levantaron la pesada losa. El barón se puso firme y alzó la mano en el saludo solámnico.

—Que Kiri-Jolith te guarde —dijo.

A otra orden de Morgón, los oficiales bajaron la tapa de mármol. La losa se colocó sobre el sarcófago soltando una leve bocanada de aire impregnada con la fragancia de pétalos de rosa secos.

22

Raistlin tuvo que atender a sus quehaceres antes de disponer de tiempo para examinar su precioso botín. Guardó el libro debajo del jergón de Caramon, sin decirle nada a su gemelo, y regresaría en cuanto tuviera oportunidad para asegurarse de que el libro seguía allí, que no lo habían descubierto. Caramon se emocionó al ver a su hermano tan inusitadamente atento.

Generalmente, Horkin o Raistlin se quedaban con los pacientes durante la noche, no todo el tiempo despiertos como los que estaban de guardia, sino dando cabezadas en una silla y atentos a cualquier gemido de dolor o ayudando a un paciente a atender la llamada de la naturaleza en sus funciones corporales. Aquella noche, Raistlin se ofreció voluntario para hacer el primer turno de guardia. El cansado Horkin no discutió y se tumbó en su catre; a no tardar, sus ronquidos se sumaban a la algarabía de resoplidos, gruñidos, gemidos, toses y ronquidos de los demás.

El joven mago hizo su ronda, administrando jarabe de adormideras a aquellos que tenían dolores, humedeciendo las frentes de los que tenían fiebre, poniendo más mantas a los que tiritaban. Su tacto era delicado y su voz tenía un timbre compasivo que llegaba a los enfermos, que les resultaba creíble. No como la voz de las personas sanas, las robustas, por muy buena intención que tuviesen.

«Sé lo que es sufrir —parecía decir Raistlin—. Sé lo que es sentir dolor.»

Sus compañeros soldados, que nunca le habían tenido aprecio, que le ponían verde a sus espaldas y en ocasiones a la cara (si su hermano no estaba cerca), ahora le suplicaban que se quedara junto a sus lechos «sólo un poco más», le agarraban el brazo cuando el dolor se hacía más intenso, le pedían que les escribiera cartas a esposas y demás seres queridos. Raistlin se sentaba y escribía y contaba historias para que no pensaran en el dolor. Posteriormente, cuando ya estuvieron curados, aquellos a los que nunca les había gustado el joven mago antes de que los cuidase ahora habrían vapuleado a cualquiera que dijese algo malo contra él.

Cuando el último paciente hubo sucumbido finalmente a los efectos del jarabe de adormidera y se quedó dormido, Raistlin pudo por fin examinar el libro. Lo sacó de su escondrijo con todo cuidado, aunque no temía realmente despertar a Caramon, quien por lo general dormía el profundo sueño atribuido a los justos y a los perros. Con el libro en la mano, escondido entre los pliegues de las mangas, Raistlin echó una penetrante mirada a Horkin. El maestro tenía un sueño ligero cuando había heridos a quienes atender y el más leve gemido o el inquieto rebullir en un catre bastaban para despertarlo. Como era de esperar, entreabrió un ojo y miró adormilado a Raistlin.

—Todo va bien, maestro —dijo quedamente el joven mago—. Dormíos.

Horkin sonrió, se dio media vuelta y a no tardar se oyeron sus fuertes ronquidos. Raistlin contempló a su superior un instante más y finalmente decidió que el hombre tenía que estar dormido. Nadie podía fingir unos ronquidos tan escandalosos, a menos sin correr el peligro de ahogarse.

Horkin había preparado una lumbre en un brasero, que colocó en la parte del templo donde debería haber habido un altar. No lo había hecho por devoción, aunque tuvo buen cuidado de actuar con extremado respeto, sino para caldear el edificio durante las horas frías de la noche. Raistlin acercó su silla donde ardían las brasas de carbón, que emitían un brillo amarillo azulado. Añadió un poco de salvia y espliego seco al fuego para disimular un poco el olor a sangre, orina y vómito que invadía completamente la sala de enfermería y que el propio mago ya no notaba. Arrellanado junto a la lumbre, dirigió una mirada penetrante en derredor; todo el mundo dormía. Raistlin respiró hondo, apoyó el Bastón de Mago contra la pared, y examinó su botín.

El libro estaba hecho con hojas de pergamino encuadernadas y cosidas, y las pastas de cuero lo protegían de los elementos. En la cubierta no vio ninguna marca; en ese aspecto no se parecía nada a un libro de hechizos. Era un volumen corriente, del estilo que utilizaba el intendente para anotar cuántas cubas de cerveza se habían bebido, cuántos barriles de carne de cerdo en salazón quedaban, cuántas canastas de manzanas restaban. Raistlin frunció el entrecejo; aquello no era un augurio muy favorable.

Se animó considerablemente cuando abrió el libro y encontró un mapa dibujado a mano en una página y un listado de letras y números en otra. Esto parecía mucho más prometedor. Repasó rápidamente el listado y sólo entendió que debía de tratarse de un recuento de algo. Joyas? ¿Dinero? Casi con toda seguridad. ¡Ahora estaba llegando a alguna parte! Pasó a examinar el mapa.

Este había sido dibujado apresuradamente, con el libro reposando sobre una superficie irregular, como si el que lo trazó se hubiese apoyado en una piedra o sobre su propia rodilla. Raistlin dedicó un rato a estudiar los burdos trazos y las aún más burdas anotaciones. Finalmente dedujo que tenía en las manos un mapa que mostraba el camino hacia una entrada secreta en una montaña.

Raistlin se enfrascó en el mapa, estudió cada detalle y por fin llegó a la frustrante conclusión de que el mapa no le servía de nada. El dibujante había trazado un rumbo claro que sería fácil de seguir una vez que se supiera el punto de partida del camino. Este comenzaba en un pequeño pinar, pero no había indicaciones sobre dónde se hallaban esos pinos con relación a la montaña. ¿Estaban al norte o al sur? ¿A mitad de la ladera de la montaña o en las estribaciones?

Presumiblemente podía recorrerse toda la montaña buscando un pequeño pinar, pero tardaría toda una vida en encontrarlo. La persona que había hecho el mapa sabía dónde localizar el pinar y podía regresar a él sin dificultad; por ende, el autor del mapa no había considerado necesario añadir la ruta hasta ese punto. Una sagaz precaución en caso de que el mapa cayera en manos indebidas. Su objetivo era refrescar la memoria de quien lo había dibujado cuando volviera para reclamar el tesoro.

Raistlin contempló malhumorado el mapa, como si quisiera obligarlo a que le descubriera algo más; estuvo mirando los trazos negros hasta que empezó a verlos borrosos. Irritado, pasó bruscamente la página y volvió a las anotaciones con la esperanza de que aquéllas le proporcionaran alguna pista.

Las estudió, intrigado, perplejo, tan ensimismado que no oyó las pisadas que se acercaban. No advirtió que había alguien de pie a su espalda hasta que la sombra de la persona se proyectó sobre el libro.

El joven mago dio un respingo de sobresalto, tapó el libro con la manga de la túnica y se incorporó de un salto.

Caramon retrocedió un paso y alzó las manos como para detener un golpe.

—¡Lo siento, Raist! No quería asustarte.

—¿Por qué te me acercas a hurtadillas? —demandó su hermano.

—Pensé que estabas dormido —contestó sumisamente el guerrero—. No quería despertarte.

—No dormía —replicó Raistlin. Volvió a sentarse, medio mareado por la repentina carga de adrenalina, e intentó calmar los latidos desbocados de su corazón.

—Estás estudiando tus hechizos. Te dejaré solo. —Caramon empezó a alejarse de puntillas.

—No, espera —llamó Raistlin—. Acércate, quiero que veas algo. Por cierto, ¿quién te dio permiso para que te quitaras el vendaje de los ojos?

—Nadie. Pero ya veo bien, Raist. Se me ha quitado incluso el velo borroso. Estoy harto de sopas. Es lo único que dan de comer a los que estamos aquí. Y no me pasa nada en el estómago.

—Eso es evidente —dijo Raistlin, que dirigió una mirada desdeñosa a la rotunda cintura de su gemelo.

Caramon se sentó en el suelo, al lado de su hermano.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó al tiempo que observaba con desconfianza el libro. Sabía por triste experiencia que los libros que su hermano leía solían ser incomprensibles en el mejor de los casos y mortalmente peligrosos en el peor.

—Encontré este libro hoy, en la tumba del caballero —informó el mago en un quedo susurro.

—¿Lo cogiste? —Caramon abrió los ojos como platos—. ;De un féretro?

—No me mires de ese modo, Caramon —espetó Raistlin—. ¡No soy un ladrón de tumbas! Creo que se dejó allí con un propósito. Para que yo lo encontrara.

—El caballero quería que nos lo quedáramos nosotros —dijo el guerrero muy excitado—. ¡Está relacionado con el tesoro, seguro! Quiere que lo encontremos.

—Pues si es eso lo que quiere, nos lo ha puesto condenadamente difícil —comentó con frialdad el mago—. Toma, quiero que veas una palabra. Dime qué pone.

Raistlin abrió el libro por la página de las anotaciones y Caramon miró obedientemente la palabra que le señalaba. No tuvo dudas.

—Huevos —dijo enseguida.

—¿Estás seguro? —insistió Raistlin.

—H, u, e, v, o, s. Huevos. Estoy seguro.

Raistlin soltó un profundo suspiro y Caramon lo miró con una repentina y atónita comprensión.

—¿No querrás decir que el tesoro es… es…?

—No sé lo que es el tesoro —dijo Raistlin, abatido—. Y tampoco, creo, lo sabía la persona que escribió esto en el libro. ¡Parece como si el caballero nos hubiese dado la lista de la compra!

—¡Déjame ver eso! —Caramon le cogió el libro a su hermano, lo observó atentamente, caviló, incluso le dio la vuelta—. Estas cifras, donde pone «25 o.» y «50 p.». Eso podría significar 25 de oro y cincuenta de plata —argumentó esperanzadamente.

—O veinticinco ovejas y cincuenta patos —repuso Raistlin con sarcasmo.

—Pero hay un mapa…

—Que no sirve para nada —le interrumpió su hermano—. Aun en el caso de que supiésemos dónde está el punto de partida, cosa que no sabemos, la ruta conduce a túneles en la montaña. Unos túneles que vimos cómo se derrumbaban.

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