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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (28 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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—Ratones —dijo Caramon, que empujó una de las hojas plateadas.

Se abrió suave, silenciosamente. El miedo fluyó desde el otro lado, una espantosa riada de terror tan intenso, tan palpable, que Caramon lo sintió arrollándolo, intentando ahogarlo. Reculó a trompicones al tiempo que levantaba las manos como si se hundiera bajo un furioso oleaje.

Raistlin intentó gritar, advertir a su hermano que cerrara la puerta, pero el miedo se apoderó de él constriñéndole la garganta y cortándole la voz.

El terror penetró en el templo en una oleada oscura, rompiente, sumergiendo la parte kender de Cambalache, dejándolo presa del terror humano.

—J… jamás me había sentido así —balbució mientras se acurrucaba contra la pared—. ¿Qué está ocurriendo? ¡No lo entiendo!

Tampoco Raistlin; y él sabía lo que era el miedo. Todos los que se sometían a la mortífera Prueba en la Torre de la Alta Hechicería lo conocían. Había experimentado el miedo al dolor, a la muerte, al fracaso, pero nunca había sentido un miedo como éste.

Era un terror que venía de muy lejos, nacido en un remoto pasado, experimentado por las primeras personas que caminaron sobre Krynn. Un miedo primigenio de quienes al mirar al firmamento veían las ardientes estrellas girando en lo alto; veían el sol, un brillante y terrible orbe de fuego que temían se precipitara sobre ellos. Era el miedo a la funesta oscuridad, cuando ni las estrellas ni las lunas eran visibles y la madera estaba húmeda y no se prendía, y de las salvajes frondas llegaban gruñidos y aullidos de voracidad insaciable.

Raistlin deseaba huir, pero el miedo lo había dejado sin fuerzas, tan desamparado como un recién nacido. Su cerebro lanzaba aguijonazos de fuego a sus músculos y como respuesta sus extremidades temblaban y sufrían sacudidas. Se aferró al bastón y se quedó estupefacto al ver que el cristal facetado, el que sostenía la garra dorada de dragón, emitía una extraña luz.

El joven mago había visto brillar el cristal con anterioridad; sólo tenía que decir «shirak» y la esfera de vidrio alumbraba la oscuridad, pero jamás lo había visto resplandecer así. Era una luz que centelleaba con cólera, roja por los bordes y blanca en el núcleo, como el fuego de una forja.

Un caballero, vestido con armadura plateada de diseño ornamentado, apareció en el umbral. El caballero lucía en el tabardo el símbolo de la Rosa y sostenía una espada en la mano enguantada. Se quitó el yelmo que le cubría la cabeza y sus ojos miraron directamente el corazón de Raistlin y más allá, en su alma.

—Magius —dijo—, requiero tu ayuda para salvar aquello que no debe perecer ni desaparecer del mundo,

—No soy Magius —respondió Raistlin, inducido por la nobleza del porte y del semblante del caballero a decir la verdad.

—Llevas su bastón —adujo el caballero—. El legendario Bastón de Mago.

—Es un regalo —explicó Raistlin, que agachó la cabeza, pero aun así seguía sintiendo los ojos del caballero profundizando en lo más hondo de su ser.

—Un regalo verdaderamente valioso —dijo el caballero—. ¿Eres merecedor de él?

—Yo… No lo sé —respondió, desconcertado, el joven mago.

—Una respuesta sincera —comentó el caballero, que sonrió—. Descúbrelo. Ayúdame en mi causa.

—¡Tengo miedo! —jadeó Raistlin al tiempo que alzaba la mano para detener el horror—. ¡No puedo hacer nada para ayudarte a ti ni a nadie!

—Supera ese miedo —instó el caballero—. Si no lo haces, vivirás atemorizado el resto de tus días.

La luz del cristal irradió tan brillante como un relámpago y Raistlin se vio obligado a cerrar los ojos para protegerlos del doloroso resplandor o de otro modo lo habría dejado ciego. Cuando volvió a abrirlos el caballero había desaparecido, como si nunca hubiese estado allí.

Las puertas plateadas permanecían abiertas y la muerte aguardaba al otro lado.

Tuviste suficiente valor para pasar la Prueba, le dijo una voz interior.

—¡Suficiente valor para matar a mi propio hermano! —respondió el joven mago.

Puede que Par-Salian, Antimodes y todos los demás lo miraran con desprecio, pero jamás con tanto desprecio como el que sentía por sí mismo. Siempre llevaba pegada a los talones una amarga recriminación. El aborrecimiento por sí mismo era su constante sombra.

—Suficiente valor para matar a Caramon cuando venía a rescatarme. Matarlo cuando lo tenía ante mí, indefenso, desarmado, expuesto por su amor hacia mí. Ese es el tipo de valor que tengo —dijo Raistlin.

Vivirás atemorizado el resto de tus días.

—No —reaccionó Raistlin—. Jamás.

Rehusó pensar lo que iba a hacer, levantó el Bastón de Mago y, sosteniendo la radiante luz en alto, cruzó las puertas plateadas y penetró en la oscuridad.

18

Caramon jamás había experimentado ese miedo. Ni durante el terrible y desesperado ataque a la ciudad ni cuando las flechas golpearon como granizo su escudo ni cuando las piedras de la catapulta se precipitaron sobre sus compañeros convirtiéndolos en una masa de pulpa sangrienta y huesos astillados. Su miedo de entonces le había atenazado las entrañas, pero no lo había debilitado. El entrenamiento y la disciplina lo habían sostenido para sobrellevarlo.

Este miedo era diferente. No le atenazaba las entrañas; se las helaba. No lo impulsaba a moverse, sino que lo dejaba desmadejado, fláccido como un trapo. Caramon sólo tenía una idea en su mente y ésa era dar media vuelta y correr tan deprisa como pudiera, lejos de aquel lugar, de la desconocida maldad que fluía a través de las puertas plateadas en una oleada gélida y repulsiva. Ignoraba qué había allí dentro y tampoco quería saberlo. Fuera lo que fuese, no correspondía a los mortales afrontarlo.

El guerrero contempló, con un terror que lo dejó sin respiración, cómo su hermano cruzaba aquel horrendo umbral.

—¡Raist, no! —gritó, pero su voz sonó gemebunda, como la de un niño asustado.

Si Raistlin lo oyó, hizo caso omiso y no se volvió atrás.

Caramon se preguntó qué oscura fuerza se había apoderado de su hermano obligándolo a entrar en aquel sitio donde aguardaba una muerte segura. En respuesta, Caramon escuchó una voz, débil y distante, pidiendo ayuda. Un caballero con armadura apareció en el umbral. Su aspecto hizo que Caramon recordara con cariño a Sturm, y el guerrero habría ido de buen grado con el caballero de no ser porque el horrible pavor lo tenía postrado en el suelo del templo.

Empero, aquello cambió cuando Raistlin penetró en la oscuridad. Caramon no tenía otra alternativa que ir tras él; el temor por la vida de su hermano fue como un fuego en su cerebro y en su sangre que abrasó el terror debilitante, innominable. Con la espada desenvainada, corrió a través de las puertas plateadas y entró en el corredor en pos de su hermano.

Solo en el templo, Cambalache se quedó mirando boquiabierto, con incredulidad. Su amigo —su mejor amigo— y el gemelo de su amigo acababan de lanzarse de cabeza a una muerte cierta.

—¡Necios! —los increpó Cambalache—. ¡Los dos estáis locos!

Los dientes le castañeteaban y apenas podía hablar. Aplastado contra la pared por su propio terror, intentó dar un paso hacia el oscuro umbral, pero sus pies no obedecieron lo que, tuvo que admitir, fue una débil orden de su cerebro.

¡Dónde, por los cielos benditos, estaba su lado kender cuando más lo necesitaba! Toda su vida había luchado contra esa parte de sí mismo, había dado cachetazos a los dedos que ansiaban tocar, aferrar, coger; había combatido el «ansia viajera» que lo tentaba a abandonar un trabajo honrado y echar a andar por una calzada desconocida. Y ahora, cuando la intrepidez kender de su madre, una audacia que no tenía nada que ver con el valor y sí con la curiosidad, le habría resultado muy útil, la buscaba y brillaba por su ausencia.

Su madre le habría dicho que le estaba bien empleado.

Cambalache ya no se encontraba en el templo. Era un niñito, de pie junto a su madre, ante la boca de una cueva que habían encontrado durante uno de sus incontables vagabundeos.

—¿No sientes curiosidad por saber lo que hay ahí? —le había instado ella—. ¿No te preguntas qué habrá dentro? Quizás esté oculto el tesoro de un dragón. O quizá sea el laboratorio de un hechicero. O puede que haya una princesa que necesita que la rescaten. ¿No quieres enterarte?

—No —había gemido Cambalache—. ¡No quiero entrar! ¡Está oscuro, es horrible y apesta!

—Tú no eres hijo mío —había manifestado su madre, no enfadada, sino cariñosamente. Tras darle unas palmaditas en la cabeza había entrado en la cueva y unos tres minutos después había salido disparada, perseguida de cerca por un gigantesco oso lechuza.

Cambalache recordó aquella aventura, recordó al oso lechuza —el primero que había visto en su vida y el último que quería ver—, recordó a su madre saliendo a la carrera de la cueva, con las ropas desordenadas, los saquillos brincando y esparciendo su contenido, el rostro encendido por el esfuerzo, la sonrisa de oreja a oreja. Había cogido a Cambalache de la mano y ambos habían corrido como si en ello les fuera la vida; como así era.

Por fortuna, el oso lechuza no tenía resistencia para carreras de fondo y enseguida había abandonado la persecución. Pero en ese momento Cambalache había llegado a la conclusión de que su madre tenía razón: no era hijo suyo. Ni quería serlo.

—Sé qué tengo que hacer —se dijo, de vuelta al presente—. Regresaré donde está el ejército. ¡Traeré refuerzos!

En ese momento, una manaza salió de entre las puertas de plata, agarró a Cambalache por el hombro, tiró de él y lo metió en la oscuridad.

—¡Cáspita, Caramon, casi me has m… matado del susto! ¿Por qué hiciste eso? —demandó el semikender cuando sintió que su corazón volvía a palpitar.

—Porque necesito tu ayuda para encontrar a Raist —respondió con aire sombrío el guerrero—. ¡Ibas a salir huyendo!

—Iba a p… pedir ayuda —explicó Cambalache, a quien los dientes le castañeteaban.

—Se supone que no debes tener miedo. —Caramon miró furibundo a su tembloroso amigo—. ¿Qué clase de kender eres?

—Semikender —replicó Cambalache—. La mitad que es lista.

Sin embargo, ahora que ya estaba dentro, supuso que lo más sensato y conveniente era sacar el mejor partido posible de la situación. En cualquier caso, estaba demasiado asustado para regresar solo.

—¿Te importa si saco mi espada ahora? —preguntó—. ¿O sería irrespetuoso con lo que quiera que haya aquí dentro y que va a matarnos y a hacernos picadillo y a sorbernos el alma?

—Creo que empuñar tu arma sería una decisión sensata —contestó gravemente Caramon.

Se encontraban en un túnel que había sido excavado en la roca. Las paredes eran lisas y formaban un arco sobre sus cabezas, en tanto que el suelo tenía una suave inclinación hacia abajo. Una vez que estuvieron dentro, el pasadizo no les dio la impresión de estar tan oscuro como les había parecido desde fuera. La luz del sol que se reflejaba en las puertas de plata alumbró su camino durante una distancia considerable, más de la que cualquiera de ellos habría imaginado que fuera posible. Pero no había rastro de Raistlin.

Siguieron caminando. El túnel giraba en una cerrada curva; al rodear el recodo, vieron al frente una luz brillante, como una estrella.

—¡Raist! —llamó quedamente Caramon.

La luz osciló y se detuvo. Raistlin dio media vuelta al oír a su hermano y los dos vieron su rostro, la piel tenía un débil brillo dorado bajo el fulgor emitido por el Bastón de Mago. Les hizo una seña para que se acercaran y Caramon apresuró el paso, con Cambalache pisándole los talones.

La mano de Raistlin se cerró sobre el brazo de su gemelo y lo apretó en un afectuoso saludo.

—Me alegro de que estés aquí, hermano mío —dijo de corazón.

—Bueno, pues yo no me alegro de estar —repuso Caramon en voz baja al tiempo que miraba con nerviosismo a izquierda, a derecha, adelante y atrás—. No me gusta este sitio y creo que deberíamos marcharnos. Algo aquí abajo no quiere que estemos. ¿Recuerdas lo que dijo Cambalache sobre los zombis necrófagos? Te confieso, Raist, que en mi vida he tenido tanto miedo. Sólo he venido para encontraros a ti y al caballero.

—¿Qué caballero? —demandó Cambalache.

—De modo que tú también lo has visto —murmuró Raistlin.

—¿Qué caballero? —insistió el semikender.

El mago no contestó de inmediato, y cuando habló no fue para responderle.

—Venid conmigo, los dos. Hay una cosa que quiero mostraros.

La montaña se sacudió, el túnel tembló y el suelo vibró.

Los tres chocaron contra las paredes del pasadizo, casi demasiado sorprendidos para sentirse asustados. Les cayó polvillo en la cabeza, pero antes de que comprendieran que estaban en peligro de morir enterrados bajo la montaña, las sacudidas cesaron.

—Se acabó —dijo Caramon—, vamos a salir ahora mismo de aquí.

—Sólo ha sido un leve movimiento telúrico. Creo que estas montañas están en una zona de seísmos. ¿Te dijo algo el caballero?

—Sí, que necesitaba ayuda. Mira, Raist, yo… —Caramon hizo una pausa y miró con ansiedad a su hermano—. ¿Te encuentras bien?

Raistlin estaba tosiendo por el polvo que se le había metido en la garganta. Sacudió la cabeza ante la estupidez de la pregunta.

—No, no me encuentro bien —jadeó, cuando pudo hablar—. Pero me sentiré mejor dentro de un momento.

—Vayámonos —insistió Caramon—. No deberías estar aquí. El polvo te perjudica.

—También a mí —abundó Cambalache.

Los dos se quedaron callados, esperando la respuesta de Raistlin. Cuando el mago logró respirar con más facilidad volvió la vista hacia la puerta plateada y después en dirección opuesta.

—Vosotros haced lo que queráis, pero yo voy a seguir. No podemos traer heridos al templo sin comprobar que es un lugar completamente seguro. Además, siento curiosidad por saber qué hay más adelante.

—Probablemente ésas fueron las últimas palabras de mi pobre madre —comentó sombríamente Cambalache.

Caramon sacudió la cabeza, pero siguió a su gemelo. Cambalache esperó, todavía pensando que aceptaría la oferta del mago y huiría de allí. Esperó hasta que la reconfortante luz del bastón del hechicero casi hubo desaparecido, y entonces, cuando la oscuridad empezó a envolverlo, echó a correr hacia la luz.

Las lisas paredes del túnel dieron paso a un pasadizo natural. El camino era irregular, más difícil de seguir. Estaba lleno de estalagmitas y los condujo de una gruta a otra y siempre hacia abajo, más y más profundo en la montaña. Y entonces acabó bruscamente, en un callejón sin salida.

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