Encontró al fantasma plantado en el mismo sitio donde lo había dejado al marcharse, en la boca de la caverna.
—Te estaba esperando —dijo sir Nigel—. Aprisa, no disponemos de mucho tiempo.
—Supongo que eso significa que has visto al hechicero. —Kit entró en la gruta. Tras la sofocante persecución, la fría oscuridad del interior le provocó un escalofrío; se le puso carne de gallina y se frotó los brazos.
—Sí, pasó por aquí hace un rato. Le dijiste dónde encontrar los huevos —afirmó en tono acusador sir Nigel.
—Esas eran mis órdenes —repuso Kit—. Supongo que hasta los caballeros fantasmales obedecen órdenes.
—Pero ahora estás aquí para impedirle que los destruya.
—También ésas son mis órdenes —manifestó fríamente la mujer, que pasó ante el fantasma y se internó en la cueva, dejando a la decisión del espectro que la siguiera o que se quedara.
Sir Nigel entró tras ella y se situó delante. Una vez más, como cuando penetró la primera vez en el túnel desde la dirección contraria, Kit encontró alumbrado el camino.
Más que estar alumbrado, pensó, parecía que las tinieblas retrocediesen. A medida que el espíritu avanzaba, con una mano levantada, la oscuridad se retiraba como la marea baja en la costa. Escamas doradas y plateadas, mudadas mucho tiempo atrás, relucían en el suelo, en las paredes. Mientras se mantuviera cerca del fantasmal caballero seguiría sin dificultad el camino. Las tinieblas se cerraban tras ellos después de que el caballero pasaba; si Kit se rezagaba, incluso uno o dos pasos, la oscuridad la envolvía.
—Este fantasma está lleno de trucos —murmuró Kit, que apretó el paso para no quedarse atrás—. Dime cómo sabía* que venía —instó—. ¿O es que los fantasmas leéis las mentes?
—No hay nada místico en que sepa eso —contestó el caballero con una leve sonrisa—. Cuando Immolatus llegó a la caverna, no se dirigió de inmediato a su meta, sino que se paró y esperó, mirando en la dirección por donde había venido. Se quedó hasta que oteó algo y luego asintió, como si hubiese esperado ver lo que vio. Al atisbar hacia dónde él miraba, te divisé ladera abajo.
Immolatus no parecía complacido —continuó el caballeo—. Gruñó y masculló, te llamó incordio y dijo que tendría que haber acabado contigo cuando tuvo ocasión de hacerlo. Vaciló, y pensé que planeaba quedarse y esperarte. Creo que él tuvo la misma idea, pero entonces miró hacia el corredor, a la oscuridad, y sus rojos ojos centellearon.
— Antes me vengaré, dijo, y se marchó. —Sir Nigel se volvió a mirarla, como evaluándola—. Ahora es un dragón, Kitiara Uth Matar.
Kit inhaló y apretó más la empuñadura de la espada. La lógica dictaba que Immolatus cambiaría de nuevo a su forma. Era lo que Kit había esperado que ocurriera, pero saber que lo había hecho así fue como recibir un puñetazo en la boca del estómago. Ahora que el fantasma lo había mencionado, la mujer sintió resurgir el miedo debilitador que casi la había dejado paralizada la primera vez que vio al dragón. El terror hizo que le sudaran las palmas de las manos y que la boca se le quedara seca. Estaba furiosa con el caballero, consigo misma.
—¿Estás diciéndome que te encontrabas en la caverna todo ese tiempo, al acecho? —demandó—. ¿Por qué no lo mataste? ¿Por qué no lo ensartaste? ¡Por detrás, antes de que tuviese oportunidad de cambiar de forma!
—Habría sido inútil —contestó sir Nigel—. Mi espada está embotada.
Fuera de sí por la rabia, Kit barbotó un juramento.
—¡Menudo guardián estás hecho! —dijo despectivamente.
—Soy el guardián de los huevos —replicó el caballero—. Esas son mis órdenes.
—¿Y cómo te propones preservarlos, sir Espectro? ¿Diciendo «por favor, maese dragón, vete y no rompas los bonitos huevos?»
El semblante del caballero se ensombreció o puede que la luz que irradiaba de él se atenuara, porque dio la sensación de que las sombras se cerraban sobre ellos.
—Empeñé mi fe en esta tarea —dijo en voz baja—. La elegí yo mismo, nadie me la impuso. Pero a veces es dura de sobrellevar. Muy pronto, sin embargo, mi vigilancia habrá acabado, para bien o para mal, y reanudaré mi tránsito largo tiempo demorado. En cuanto a mi plan, distraeré al dragón por el frente. Cuando su atención esté centrada en mí, tú atacarás.
—¿Distraerlo? ¿Qué vas a hacer? ¿Entonar una cancioncilla, bailar…?
—¡Chist! —Sir Nigel alzó una mano en señal de advertencia—. ¡Estamos cerca de la cámara!
Kit sabía muy bien dónde se encontraban. El corredor por el que caminaban hacía un recodo y un poco más adelante desembocaba en la inmensa cámara donde estaban ocultos los huevos. Kit se hallaba a un paso de ese recodo; si giraba la saliente pared rocosa a la derecha se daría de bruces con la cámara.
Con Immolatus.
La mujer oía al dragón, su inmensa cola arrastrándose sobre la roca, su estentórea respiración y el retumbo del fuego que ardía en sus entrañas. Podía olerlo, oler el azufre y el tufo a reptil. Ese hedor le revolvía el estómago; el miedo le revolvía el estómago. Oyó el coletazo del dragón contra la roca. El corredor en el que estaban el caballero y ella se sacudió. Kit sintió un gran calor seguido de un frío intenso. Tenía las palmas de las manos resbaladizas por el sudor y tenía que ajustar el agarre en la empuñadura de la espada de forma continua.
Immolatus estaba hablando a las crías nonatas de sus enemigos, argumentando en el lenguaje de los dragones, presumiblemente, ya que Kit no entendía una sola palabra.
—Debo irme ahora —dijo sir Nigel y la mujer sintió sus palabras como el roce de un aliento en su mejilla. No oía nada con los gruñidos y bramidos del dragón y sus hirientes palabras, cuyo sonido semejaba huesos partiéndose—. Espera mi señal.
—¡No te molestes! —espetó Kitiara, furiosa, amedrentada—. Vuelve a tu tumba. Quizás acabe reuniéndome contigo.
Sir Nigel la contempló larga y escrutadoramente.
—¿De verdad no has entendido nada de lo que has visto y oído desde que entraste en este templo?
—Entiendo que esto tengo que hacerlo yo personalmente —repuso Kit—. ¡Que no puedo contar con nadie salvo conmigo misma! Como ha ocurrido siempre.
—Ah, eso lo explica. —Sir Nigel levantó la mano en un saludo—. Adiós, Kitiara Uth Matar.
La luz desapareció y la mujer se encontró sola; sola en una oscuridad que no era como ella la habría deseado. Una oscuridad teñida de rojo, el fuego del dragón.
—¡Me ha abandonado! —musitó Kitiara, sorprendida. Había confiado en avergonzarlo lo suficiente para que se quedara—. ¡Ese fantasma bastardo me ha dejado aquí realmente, para que muera! Mal rayo lo parta. Así su alma acabe en el Abismo.
Consciente de que tenía que actuar de inmediato, mientras su rabia fuera más fuerte que su miedo, Kitiara se limpió en la tánica de cuero el sudor de la palma de la mano con la que asía la espada, luego ciñó fuertemente los dedos en torno a la empuñadura y echó a andar a través de la oscuridad ardiente.
Immolatus estaba disfrutando. Tenía derecho a concederse esa satisfacción. Se había ganado este momento, lo había pagado con sangre y se proponía hacer que durara todo lo posible. Además, necesitaba tiempo para acostumbrarse de nuevo a su forma de dragón, para deleitarse con el regreso de su fuerza y su poder. Rascó con las garras delanteras el techo de la caverna, dejando grandes surcos en la piedra. Sus garras traseras se hundieron en la roca del suelo, rasgando y rompiéndolo. Le habría gustado extender las alas, estirar los músculos. Por desgracia la cámara no era lo bastante grande para albergarlas en toda su envergadura. Tenía que conformarse con asestar latigazos con la cola, percibir con satisfacción cómo las propias entrañas de la montaña temblaban con su poder.
El dragón habló a las crías nonatas de sus enemigos, sabedor de que, en alguna parte, sus adversarios podían oírlo. Percibirían su presencia en el nido de sus hijos. Sabrían lo que se proponía y no podrían hacer nada para impedírselo. Immolatus sentía la angustia de los padres, su horror y su impotencia, y se rió y se mofó de ellos, y se dispuso a destruir a sus hijos.
Había planeado incinerar a los dragones nonatos; sí, eso era lo que tenía intención de hacer. El fuego en sus entrañas casi se había extinguido, había quedado reducido a una mísera chispa a causa de su forma humana, una chispa que había tenido que cuidar constantemente para mantenerla encendida. Al necesitar tiempo para reavivar su fuego, decidió, al menos al principio, romper los huevos con las garras e incluso sorber las yemas de diez o doce.
Saboreando de antemano la placentera sensación, recitó la lista de las injusticias y daños que se le habían infligido, se refociló con su revancha y saboreó cada instante a fin de revivirlo todo después, en sus largos sueños seculares.
Immolatus estaba disfrutando tanto que apenas prestó atención a la lucecilla plateada que brillaba a sus pies. Pensó que no era más que una de las miles de escamas esparcidas por sus enemigos. Movió ligeramente la cabeza esperando que la luz desapareciera, ya que le resultaba irritante, como si le hubiese entrado una paja en el ojo.
La luz siguió brillando. No podía librarse de ella y se vio obligado a hacer una pausa en su recitado para encargarse del asunto. La miró con más detenimiento, aunque le hacía daño, y mientras la observaba la vio cobrar forma. Una figura que reconoció.
Era uno dé los lacayos de Paladine.
—¡Vaya, un caballero solámnico para que lo mate! —rió el dragón—. ¡Qué alegría! No podría haber deseado nada mejor para que mi placer aumentara. ¿Quién dice que mi reina me ha abandonado? No, me ha dado este regalo.
El caballero no dijo una sola palabra. Desenvainó la espada de su antigua vaina.
El dragón parpadeó, medio cegado. La luz plateada era como una lanza que se le clavaba en los ojos. El dolor era terrible y se volvía peor de un momento para otro.
—Habría jugado contigo un rato más, gusano —gruñó Immolatus—, pero ya empiezas a molestarme.
Asestó un zarpazo al caballero con intención de atravesar la armadura y ensartarlo de parte a parte.
El caballero no atacó. Viendo la muerte segura descendiendo sobre él, alzó su espada al cielo, con la empuñadura por delante.
—Paladine, dios de mi Orden a quien venero —invocó—. ¡Sé testigo de que he sido fiel a mi juramento!
«Necios caballeros —pensó Immolatus mientras descargaba el golpe—, con sus juramentos y plegarias aun cuando su voluble dios los ha abandonado. ¡Igual que mi reina me abandonó a mí para después regresar y exigir pleitesía, servicio y veneración, como si lo mereciera!»
Un dolor intenso traspasó el costado del dragón. Su zarpazo se desvió y falló el blanco. Enfurecido, Immolatus se giró para ver quién lo había atacado.
La sabandija, Uth Matar. La irritante sanguijuela chupasangre cuya compañía le había impuesto ese excremento humano, Ariakas.
Kitiara se había sentido complacida y sorprendida a la vez al ver reaparecer al fantasma. La presencia del caballero le infundió valor. Se deslizó alrededor de la pata trasera izquierda del dragón y lo atacó por detrás, hundiendo la espada con las dos manos, profundamente, en el costado del reptil. Dirigió el golpe hacia un órgano vital; poco segura respecto a la anatomía de un dragón, confió acertar en el corazón y así matarlo rápidamente. Su espada resbaló en una escama y aunque el acero penetró profundamente, dio en una costilla.
—¡Maldición! —Kitiara sacó de un tirón la ensangrentada arma y, consciente de que disponía de un tiempo limitado, hizo un desesperado intento de arremeter otra vez.
Atacado por el frente y por un flanco, Immolatus se volvió hacia el que consideraba que era el enemigo más peligroso: el maldito solámnico. Un golpe de su cola acabaría con la sabandija. Con la velocidad de un latigazo, la cola del dragón se enroscó y se descargó. Acertó a Kitiara en el torso y el impacto la lanzó dando volteretas por el corredor. La mujer perdió la espada.
Immolatus pensaba acabar con el caballero y después remataría a la sabandija.
—Corresponde a mi fe, Paladine —estaba gritando el caballero al vacío cielo—. Concédeme que pueda cumplir mi juramento.
El caballero lanzó la espada, que surcó el aire.
«Un gesto estúpido pero muy popular entre los caballeros, que siempre esperan acertarte en un ojo», pensó el dragón. La hoja ardía con un fuego plateado e Immolatus realizó el movimiento defensivo habitual, que consistía en alzar bruscamente la cabeza y echarla hacia atrás.
Sir Nigel no había apuntado al ojo del dragón. La plateada y ardiente hoja surcó el aire y golpeó en el techo de la caverna.
La espada que no tenía filo se hundió profundamente en la roca.
El dragón se echó a reír y agachó la cabeza, chasqueando las mandíbulas con intención de atrapar al caballero entre los dientes. Sus fauces se cerraron sobre el aire vacío.
El caballero seguía plantado de pie, tranquilo, mirando hacia arriba, las manos levantadas en un saludo o quizás una plegaria. Detrás de él, los huevos de los Dragones Dorados y Plateados yacían cobijados en un amplio nicho rocoso. Sobre él, el techo empezó a resquebrajarse.
Un gran trozo de roca se desplomó y golpeó a Immolatus en la cabeza. Le siguió otro y otro más, y luego toda una cascada de rocas se derrumbó, amenazando con enterrar al dragón. Las piedras, de afiladas aristas, lo golpeaban, lo herían, lo maceraban. Una le desgarró un ala. Otra le aplastó un dedo de una pata.
Aturdido por los golpes que le llovían, Immolatus buscó resguardo; retrocedió hacia el corredor con la esperanza de que el techo aguantase, que no se desplomara sobre él. Allí se agazapó, sintiendo cómo el suelo se sacudía bajo sus pies. Polvo y afilados fragmentos de roca volaban en el aire y rebotaban contra los muros de la caverna. El dragón no veía y respiraba a duras penas.
Y entonces las sacudidas acabaron, el derrumbamiento cesó, la nube de polvo se aclaró.
Immolatus entreabrió cautelosamente un párpado y escudriñó en derredor. Tenía miedo de moverse, de provocar que toda la montaña se viniera abajo.
El Caballero de Solamnia había desaparecido, enterrado bajo un colosal desprendimiento de rocas. Como también habían desaparecido los huevos, sellados en su nicho tras toneladas de piedra. Los dragones nonatos estaban a salvo, fuera del alcance de Immolatus.
Rugiendo de rabia e impotencia, lanzó una llamarada contra la recién formada pared de rocas, pero lo único que consiguió fue sobrecalentar el granito, con el resultado de que se fundió en una sólida masa imposible de desplazar. Rascó el muro con una zarpa y, tras muchos esfuerzos, logró desprender un pedrusco, que rodó por el montón de cascotes abajo y cayó sobre la pata del dragón, haciéndole daño.