Immolatus chilló. Un dolor tal como sólo lo había sentido en otra ocasión —el que le infligió la mágica Dragonlance—, le subió por el brazo y se extendió como una llama ardiente a través de su cuerpo. El dragón soltó el bastón; no le quedaba más remedio. Ya no tenía mano.
Empapado con su propia sangre, desgarrado por los fragmentos de sus propios huesos rotos, Immolatus jamás se había sentido tan furioso en toda su vida. Aunque graves, las heridas del dragón no eran mortales. Tenía un deseo y era matar a aquellos despreciables seres que le habían infligido un daño tan horrible. Se liberó del hechizo que lo ataba al cuerpo humano; cuando recuperara su propia forma incineraría a aquellos insectos, esos gusanos, con su fuego infernal.
Raistlin, con su peculiar visión, vio al dragón a mitad de la transformación, el cuerpo humano del hechicero consumiéndose y algo rojo, brillante, monstruosamente maligno, surgiendo de él. No tenía ni idea de qué clase de ser era; sólo pensaba en una cosa: recuperar su bastón, que estaba en el suelo, el cristal emitiendo una luz abrasadora, intensísima. Se arrodilló y lo cogió. Haciendo uso de todas sus fuerzas, unas fuerzas que ignoraba poseía, alimentadas por su miedo y su dolor, arremetió con el bastón contra Immolatus y le dio en el pecho.
La propia furia del mágico cayado aportó más ímpetu al golpe de Raistlin. La combinación de sus fuerzas fue como la descarga de un rayo.
El impacto levantó a Immolatus por el aire y lo lanzó hacia atrás, a través de la verja, a medias humano y a medias dragón, fuera de la cripta, al estrecho túnel. Immolatus se estrelló contra las paredes de roca del pasadizo. Sonó el chasquido de huesos rompiéndose, pero eran los débiles de su forma humana y podría unirlos de nuevo con una única palabra mágica.
Immolatus yació tendido un instante en el túnel, en la oscuridad, deleitándose con la sensación de su fuerza, su poder, su inmensidad que retornaba. Sus fauces crecieron y se alargaron; sus dientes chasquearon disfrutando por anticipado de la sensación de machacar huesos humanos; los músculos de su cuerpo se hincharon agradablemente bajo las escamas que se estaban formando y que ahora eran blandas pero que a no tardar igualarían la dureza del diamante. El fuego ardía en sus entrañas, ascendía rugiente por su garganta. Estaba haciéndose demasiado grande para el corredor, pero eso no importaba. Se levantaría, se abriría paso a través de la roca, alzaría la montaña y la arrojaría sobre aquellos que habían osado insultarlo. Sólo necesitaba unos instantes más…
Una voz femenina, fría y cortante como el acero, penetró en su mente:
Me has desobedecido por última vez.
La espada de Kitiara reflejó la luz del Bastón de Mago y brilló con un fulgor plateado.
Herido, debilitado por la pérdida de sangre y la ejecución del hechizo, aturdido por el intenso resplandor, Immolatus miró aquella luz y creyó ver a su soberana.
La espada se hundió en su espalda y le cortó la espina dorsal. Immolatus lanzó un espantoso rugido de rabia y maldad, se retorció sacudido por espasmos, sin controlar ya su cuerpo. Asestó una mirada feroz a la persona que lo había destruido y aunque la vio a través de una neblina teñida de sangre reconoció a Kitiara.
—¡No moriré… con un cuerpo humano! —siseó—. ¡Esta será mi tumba, pero me ocuparé de que sea también la tuya, sabandija!
Kitiara tiró de la espada para sacarla del cuerpo del dragón y, al conseguirlo, salió trastabillando hacia atrás. En medio de los estertores de la muerte, el dragón agonizante seguía cambiando a su forma original. La transformación estaba casi completa y su cuerpo —demasiado grande para el estrecho pasadizo en el que estaban él y Kitiara— continuó expandiéndose.
Immolatus se retorció en tanto que la inmensa cola asestaba latigazos contra los muros de piedra una y otra vez. Las alas se agitaban violentamente, las garras de sus patas rascaban contra las paredes del túnel; el techo crujió, las vigas de sustentación chascaron y se doblaron. La montaña se estremeció y el suelo tembló.
—¡Raist! —llamó frenético Caramon—. ¿Dónde estás? ¡No… no veo nada! ¿Qué está pasando?
—Estoy aquí, hermano. Aquí. ¡Te tengo agarrado! ¡Deja de manotear en el aire y apóyate en mí! ¡Cambalache, ayúdame con él! ¡Volvamos por donde vinimos, deprisa!
¡Raist! ¡También él estaba allí! Kitiara se lanzó de un salto hacia la verja de hierro y cayó rodando por la cripta a tiempo de ver el revoloteo de una roja túnica, la luz titilante que provenía de un cristal que coronaba un bastón. La puerta de la verja se cerró, el túnel que había dejado atrás cedió con un gran estruendo. Kit gateó hacia la tumba del caballero y deseó, contra toda esperanza, que la cripta fuera lo bastante resistente para aguantar la furia de una diosa vengativa.
Las rocas caían a su alrededor y la mujer se agarró al sarcófago cuando el suelo se sacudió.
—¡Yo te ayudé, caballero fantasmal! —gritó—. ¡Ahora te toca a ti!
Se agazapó junto al sarcófago, sin retirar la mano del mármol. Las rocas continuaban desplomándose, pero no cerca de ella, sino en el lugar donde había visto el cuerpo, su propio cadáver. Allí no había nada ahora salvo piedras desmoronadas. Kitiara cerró los ojos para protegerlos del polvo y la arena y se pegó a la tumba más estrechamente y con mayor ardor de lo que jamás había hecho con el cuerpo de cualquier amante.
Al cabo, el derrumbamiento cesó y el polvo empezó a posarse.
Kitiara rebulló, abrió los ojos, parpadeó para quitarse la arenilla y se atrevió a hacer una inhalación. El polvo le entró en la boca y le provocó tos. La oscuridad era absoluta, no veía nada, ni siquiera su mano alzada frente a su cara. Alzó las manos y agarró la parte superior de la tumba, notó el tacto del mármol, suave y frío. Se incorporó y se recostó contra el sarcófago buscando apoyo en él.
Una luz tenue, suave, empezó a brillar. Kit buscó la procedencia y vio que irradiaba de la tumba. El sarcófago ya no estaba vacío, como cuando lo vio por primera vez. Guardaba un cuerpo. Kitiara miró el rostro del cadáver, un semblante plácido, victorioso.
—Gracias, sir Nigel —dijo en un susurro—. Presumo que estamos en paz.
Miró en derredor y evaluó su situación. La caverna estaba llena de rocas desprendidas, pero no se apreciaban grietas en el techo ni en el suelo ni había brechas en las paredes. Volvió la vista hacia la verja de hierro que conducía al túnel que penetraba en la montaña. Al otro lado de la verja había un muro de rocas. El cuerpo del dragón yacía enterrado bajo un túmulo de cascajo que su soberana había hecho desplomarse sobre él. Ese camino estaba cegado, pero el otro, a través de la verja de oro y plata, estaba expedito y relativamente despejado de escombros.
—Hasta la vista —se despidió del caballero y se dispuso a partir.
Una fuerza la retuvo; una fuerza que no era de este mundo.
La mano de Kitiara, con la que manejaba la espada, estaba inmovilizada sobre el mármol del mismo modo que si hubiese plantado los dedos sobre un bloque de hielo. El miedo le atenazó el estómago. Podría separar la mano de un tirón, pero se dejaría piel y carne; durante un momento terrible pensó que aquél iba a ser el precio que tendría que pagar, y entonces, de repente, se dio cuenta de que podría salir del trance a un coste mucho menor.
Se llevó la otra mano al cinturón y sus dedos entumecidos tantearon hasta dar con el librito que contenía el mapa que conducía a la cámara de los huevos. Estaba temblorosa, de modo que apenas era capaz de sujetar la pequeña libreta; puesto que lo único que deseaba era librarse de ella, la echó a la tumba abierta.
—¡Ahí tienes! —dijo con acritud—. ¿Satisfecho?
La fuerza ultraterrenal la soltó. Kit apartó la mano de un tirón y frotó los dedos helados para restablecer la circulación.
La cripta podría ser un refugio seguro, pero Kitiara estaba deseando perderla de vista. Salió por la verja de plata y oro, tomó la misma ruta que antes habían seguido sus hermanos y siguió caminando hasta dejar muy atrás el mausoleo y a sir Nigel.
El sonido de voces la hizo detenerse. Más adelante oyó hablar a sus hermanos y sus pisadas resonando en el pasadizo. Podría haberlos alcanzado, pero decidió que no quería verlos. No deseaba contestar a sus preguntas ni tener que inventarse una historia para explicarles por qué se encontraba allí y qué estaba haciendo. Por encima de todo no quería enredarse evocando recuerdos de días pasados, de otros tiempos y, especialmente, de viejos amigos. Esperaría en el corredor hasta estar segura de que sus hermanos se habían marchado y entonces saldría a escondidas de allí.
La mujer se recostó contra la pared de piedra y se puso lo más cómoda posible. No le inquietaba la oscuridad; todo lo contrario, le resultaba tranquilizadora después de aquella luz espectral y sobrenatural de la tumba del caballero. Mientras descansaba pensó en su futuro. Regresaría con lord Ariakas. Cierto, había fracasado en su misión de apoderarse de los huevos de dragón, pero echaría la culpa de ese fracaso a Immolatus. Puesto que enviar al reptil a buscar los huevos había sido idea de lord Ariakas, éste no podía culpar a nadie salvo a sí mismo. Ella sería quien había salvado la misión, quien se había encargado de que el dragón pagara por su desobediencia y se había ocupado de que el cadáver de la bestia quedara enterrado donde nadie lo descubriría.
—Conseguiré mi promoción —se dijo Kitiara mientras estiraba las piernas—. Y esto sólo será el principio. Me haré indispensable para Ariakas en más de un sentido. —Sonrió en la oscuridad—. Los dos juntos nos alzaremos con el poder y dominaremos Krynn. En nombre de su Oscura Majestad, naturalmente —añadió Kit, que echó ojeadas aprensivas a las tinieblas que la envolvían. Había sido testigo de la cólera de la diosa y había llegado a respetarla.
También había presenciado otro poder ese día: el poder del amor, del sacrificio, del honor y de la determinación. Sin embargo, nada de eso tenía importancia para ella, carecía de valor. El poco o mucho respeto que podía haber sentido hacia el caballero quedó borrado por el resentimiento de que la venciera en la tumba. La mano le dolía todavía.
Agotada por el esfuerzo, descansó, medio adormilada. Ya no se oían las voces de sus hermanos, que probablemente habían llegado a la salida para entonces. Esperaría un poco más para darles tiempo a abandonar el edificio y luego seguiría adelante y saldría de ese malhadado templo.
Se puso a pensar en sus hermanos. Al principio la había perturbado verlos; la presencia de los gemelos había evocado recuerdos de una etapa de su vida que había dejado atrás, de gente que prefería borrar de su memoria. Pero ahora que se habían marchado y que lo más probable era que no los volviese a ver, Kit se alegró de haber tenido la oportunidad de comprobar cómo se habían desenvuelto en la vida.
Al parecer Caramon era guerrero, y aunque no había hecho nada destacable en aquella lucha mágica, Kitiara estaba convencida de que en batallas normales demostraría ser un soldado muy eficiente. En cuanto a Raistlin, no sabía qué pensar. No lo habría reconocido de no ser por la voz, e incluso el timbre le sonó más débil de lo que recordaba. Pero por lo visto ahora era hechicero y había combatido contra Immolatus con una ferocidad y un coraje que a Kit le resultaron muy gratificantes.
—Exactamente como lo planeé —se dijo—. Los dos se han desenvuelto bien, justo como esperaba.
Sentada en la oscuridad, Kit casi llegó a sentir un orgullo maternal por sus chicos mientras limpiaba su espada de la sangre del dragón y esperaba la ocasión de escapar del maldito templo y abandonar la infausta ciudad Ultima Esperanza.
—Raist, hay luz al frente, ¿verdad? —preguntó Caramon con voz enronquecida por el miedo—. Me parece que la veo, aunque es muy débil.
—Sí, Caramon, hay luz —contestó Raistlin—. Estamos de nuevo en el templo y la luz que ves es la del sol. —No añadió que era radiante.
—Volveré a ver, ¿verdad, Raist? —inquirió con ansiedad el guerrero—. Tú podrás curarme, ¿no es cierto?
El mago no respondió de inmediato y Caramon volvió sus ojos casi ciegos hacia su gemelo. Cambalache, que se tambaleaba bajo el peso de Caramon, también miró a Raistlin esperanzado.
—Se pondrá bien, ¿a que sí? —preguntó el semikender, preocupado.
—Por supuesto —dijo el mago—. Su ceguera tan sólo es temporal.
Rogó al cielo para que su diagnóstico fuera correcto. Si el daño era permanente, la curación estaba fuera de su alcance, del alcance de cualquiera en la actualidad, en esta era en la que ningún clérigo pisaba la faz de Krynn.
Raistlin recordó a uno de los pacientes de Maggin la Arpía, un hombre que había mirado demasiado tiempo el sol durante un eclipse. La curandera lo había tratado con emplastos y ungüentos sin obtener ningún resultado. El hombre había perdido la vista irremediablemente. Sin embargo, Raistlin no le mencionó eso a Caramon.
—Raist —insistió el guerrero con ansiedad—. ¿Cuándo crees que se me pasará? ¿Cuándo crees que podré ver…?
—Raistlin —dijo al mismo tiempo Cambalache—, ¿quién era ese feo y viejo hechicero? Parecía que te conocía.
El mago no quería decirle la verdad a su hermano, no deseaba pronunciar las palabras «tal vez nunca». Temía que incluso el ingenuo Caramon pudiese adivinar la verdad a través de una mentira compasiva. Agradeció que Cambalache cambiara de tema y respondió al semikender con una cordialidad que sorprendió y complació por igual a éste.
—Se llamaba Immolatus. Lo conocí en el campamento enemigo —explicó—. El maestro Horkin me envió allí para comerciar con mercancías mágicas, pero el hechicero no quería nada de lo que podíamos ofrecerle. Sólo deseaba una cosa: mi bastón.
Hizo una pausa, meditando cómo plantear la pregunta que deseaba hacer, preguntándose si debía. Su necesidad de saber era abrumadora y venció su natural reticencia.
—Cambalache, Caramon, quiero preguntaros una cosa. —Volvió a vacilar un instante y luego prosiguió—. ¿Qué visteis cuando mirasteis al hechicero?
—Pues un hechicero ¿no? —dijo con desconfianza Caramon, temeroso de que fuera una pregunta con trampa.
—Yo vi un hechicero —respondió el semikender—. Uno con Túnica Roja, como la tuya, sólo que era de un tono más intenso, ahora que lo pienso.
—¿Por qué lo preguntas, Raist? ¿Qué viste tú cuando lo miraste? —inquirió el guerrero con una sagacidad inquietante.
El mago evocó la monstruosidad con escamas rojas que durante un segundo captó su vista maldita. Intentó darle forma, pero no tuvo éxito. El Bastón de Mago lo había golpeado en ese momento y había lanzado al hechicero a la oscuridad del pasadizo; una oscuridad que se había desplomado sobre él.