Cansada ya por la caminata de horas antes, Kit tuvo que forzarse a apretar el paso para intentar alcanzarlo, ya que quería sorprenderlo en campo abierto, antes de que llegara a la caverna, donde podría adoptar la forma de dragón sin correr peligro. Y tenía que alcanzarlo antes de que cayera la noche, pues él podía ver en la oscuridad y ella no.
Una vez que Kit se marcó un curso de acción, se puso a la tarea con resolución, sin pensarlo dos veces, sin vacilaciones. Las dudas eran una debilidad, pequeñas grietas en los cimientos que con el tiempo provocarían la caída de la pared; .millas defectuosas de una cota de malla que permitirían la penetración de una flecha en la coraza. Tanis carecía de esa debilidad. Constantemente se cuestionaba, analizaba sus propios actos y reacciones. Esa costumbre del semielfo le había resultado muy irritante a Kitiara, que había intentado repetidamente que se librara de ella.
—¡Cuando decidas hacer algo, hazlo! —solía increparlo—. No titubees ni le des vueltas ni te pierdas en divagaciones. No te zambullas en el río para después ponerte a manotear en el agua preguntándote si vas a hundirte, porque si haces eso te ahogarás. Salta y empieza a nadar. Y nunca te vuelvas a mirar la orilla.
—Supongo que se debe a mi parte de ascendencia ella —había contestado Tanis—. Los elfos nunca toman decisiones importantes hasta haber meditado el asunto al menos durante un año o dos, haberlo discutido a fondo con todos sus amigos y familiares, haber buscado referencias, leído libros, consultado con sabios.
—Y después de todo eso —había demandado Kit, irritada—, ¿qué pasa?
—Por lo general —había contestado él, sonriendo—, para entonces han olvidado qué era lo que había dado pie a todo eso.
Kit se había echado a reír; Tanis siempre conseguía quitarle el mal humor. Pero ahora no rió y lamentó haber pensado en él otra vez. La única vez que Tanis se había decidida actuar, la decisión que tomó fue abandonarla. Siguiendo su propio consejo, Kitiara apartó al semielfo de sus pensamientos y siguió caminando.
La ventaja que Kit tenía sobre el dragón era que ella sabía hacia dónde iba. Con su habitual meticulosidad y su aptitud para fijarse en detalles, había dibujado un mapa excelente valiéndose de las marcas del terreno como hitos indicadores y medía las distancias contando los pasos. «Setenta pasos desde el roble alcanzado por un rayo hasta la roca con forma de cabeza de oso. Girar a la izquierda en la senda de venados, cruzar el arroyo, subir por el risco a la cornisa alta.» Immolatus había estudiado el mapa, pero no se lo había llevado consigo. Seguramente porque no estaba acostumbrado a utilizarlos. No se necesita conocer senderos que cruzan arroyos cuando se vuela muy por encima de esos arroyos. Su suposición resultó ser acertada. Kit seguía aquella senda hacía unas tres horas cuando llegó a un sitio donde el dragón se había desviado de las indicaciones reflejadas en el mapa. Al darse cuenta de su error, había vuelto sobre sus pasos, pero eso le había hecho perder mucho tiempo mientras que ella lo había ganado.
Kit avanzó deprisa, pero con precaución y tan sigilosa mente como le era posible, fijándose dónde pisaba para no hacer chascar un palo ni hacer ruido al abrirse paso entre la maleza. Lo avistaría mucho antes de que él la oyera o la viera. Había cambiado su cuchillo de la bota al cinturón para tenerlo a mano. Immolatus no sabría nunca lo que lo había golpeado.
En cuanto al dragón, iba dejando un rastro que hasta un gully ciego habría podido seguir: huellas en el barro, ramas rotas e incluso un pequeño trozo de paño rojo, desgarrado de su túnica al engancharse en unas zarzas. Cerca ya de las montañas, entrando en las estribaciones, Kit encontró muy pocas señales del paso del dragón, pero eso era de esperar en un terreno duro, sembrado de piedras. Allí no había ramitas que se quebraran ni barro en el que dejar descuidadamente una huella impresa. Con todo, estaba segura de que le seguía el rastro; al fin y al cabo, él iba siguiendo sus indicaciones.
Las sombras se alargaron. Kit tenía los pies doloridos, estaba cansada, hambrienta y frustrada Sólo le quedaba una hora más de luz. La idea de desistir, de dejar el asunto de una vez, se le pasó por la cabeza. Empero, la ambición la espoleó y la hizo seguir adelante.
El sol se estaba poniendo. Kit seguía un sendero de pastores que había marcado en el mapa, una trocha que serpenteaba arriba y abajo por las onduladas estribaciones. Ovejas y pastores habían huido a la seguridad de la ciudad con la llegada de la guerra, pero habían dejado más marcas en la ladera montañosa. Kit hizo un alto para descansar en un chozo, con el suelo cubierto de paja para hacerlo más cómodo, y bebió agua del odre que alguien había dejado allí en su precipitación por buscar refugio tras las murallas de la ciudad. Poco después, se encontraba con la rápida corriente de un pequeño arroyo, y empezó a cruzar trabajosamente el difícil tramo procurando no resbalar. El instinto, o tal vez un olor o un ruido, la hizo pararse, guardando el equilibrio precariamente en las resbaladizas rocas, y mirar al frente en lugar de donde ponía los pies.
Immolatus se hallaba a menos de veinte pasos de distancia, más arriba del sendero que serpenteaba por la cara de un empinado risco. Estaba de espaldas a ella. Kit repasó mentalmente el mapa y recordó que en ese punto había que dejar el sendero y empezar el ascenso a las montañas. La senda podía parecer tentadora comparada con la alternativa de trepar por un terreno abrupto y rocoso. El sendero era engañoso, daba la impresión de que conduciría hacia donde el dragón quería ir. Desde la ventajosa posición en lo alto de la montaña, Kit había visto que la senda de pastores llevaba, como era de esperar, a un pequeño valle herboso. Immolatus estaba intentando decidir qué ruta tomar, tratando de recordar el mapa y sus indicaciones.
Cogida en terreno abierto y maldiciendo para sus adentros, Kitiara asió la empuñadura del cuchillo y preparó una sonrisa encantadora, lista para saludar alegremente al dragón cuando éste se diera media vuelta y la encontrara siguiéndolo. Kit tenía preparada una excusa: información urgente del comandante Kholos sobre la disposición de las tropas. Había oído a los soldados del campamento hablando de que una fuerza de mercenarios se había infiltrado en la ciudad durante la noche anterior y planeaba atacar la ciudad desde dentro al amanecer mientras que Kholos y sus tropas lo hacían desde el exterior. Que había pensado que él debía estar informado de ese importante plan, etcétera, etcétera…
Immolatus no se volvió.
Kitiara lo observó con desconfianza, preguntándose si no sería una treta. El dragón tenía que haberla oído chapotear a través del arroyuelo; era imposible que no la hubiese oído. A pesar de su cautela, necesariamente había prestado más atención a no caerse que a moverse con sigilo.
Immolatus seguía parado, con la cabeza inclinada, vuelto de espaldas, mirándose los pies o el sendero o puede que incluso haciendo pis.
Aquello era un golpe de suerte, evidentemente. Kit no se cuestionó su buena fortuna y se preparó para sacar ventaja de ello. La reina Takhisis iba a entrar en batalla con un Dragón Rojo de menos. Kit sacó el cuchillo, lo balanceó, apuntó y lanzó.
Se quedó petrificada. El arma pasó justo entre los omóplatos de Immolatus. Pasó y siguió surcando el aire, la hoja de acero reflectando la luz del sol mientras su vuelo la llevaba fuera del alcance de la vista de Kit. Después se oyó el sonido de metal al golpear en piedra, una especie de rasponazo y luego nada.
Kitiara miraba de hito en hito, estupefacta, su cerebro debatiéndose para aferrarse a algo que diera sentido a lo que era incongruente. No estaba segura de lo que había ocurrido, pero sabía que se encontraba en peligro. Desenvainó la espada y cruzó rápidamente el arroyo, dispuesta a afrontar la furia de Immolatus. El maldito dragón seguía sin volverse, sin hacer el menor movimiento. Sólo cuando se acercó a él lo bastante para poder decapitarlo de un tajo, Kit lo entendió.
En ese mismo momento, la imagen ilusoria de Immolatus plantada en el sendero desapareció.
Un ruido chirriante por encima de Kit atrajo la atención de la mujer, que miró hacia arriba a tiempo de ver una roca rodando ladera abajo y dando tumbos.
Kitiara se echó al suelo, aplastando el cuerpo contra la piedra caldeada por el sol, y se cubrió la cabeza con las manos. La roca le pasó por encima, chocó contra un afloramiento que había justo debajo de la mujer, y cayó al arroyo en medio de un gran chapoteo. Al primer pedrusco le siguió otro; éste le pasó más cerca. Immolatus había vuelto a fallar, pero podía seguir arrojándole piedras todo el día; ella no tenía donde ir y antes o después el dragón acertaría en el blanco.
—Pues entonces que acierte —masculló Kit.
Desabrochó rápidamente las correas que sujetaban el peto que llevaba al tiempo que esquivaba otra roca.
Alzó el cuello y oteó hacia lo alto. El siguiente pedrusco bajaba rodando con estruendo. Kitiara hizo una profunda inhalación y soltó un grito a la vez que echaba el peto metálico en el camino de la roca rodante. Esta le pegó un golpe de refilón y lo lanzó dando tumbos al arroyo; el acero iba emitiendo destellos rojizos con la luz del ocaso.
Agazapándose todo lo posible, Kit aprovechó la luz crepuscular, que haría difícil incluso para un dragón ver si realmente la había matado. Se sirvió del ruido del peñasco al caer para ocultar el de sus movimientos y gateó hasta un arbusto que había junto al sendero. Localizó una pequeña oquedad en la cara del risco y se introdujo a rastras en el hueco, despellejándose los muslos, las rodillas y los codos, pero de momento a salvo del dragón. Contando con que él se hubiese tragado la artimaña.
La mujer esperó, con la mejilla apretada contra la roca, jadeando. No cayeron más piedras ladera abajo, pero eso no significaba nada. Si el dragón no creía que la había matado, podría estar dirigiéndose hacia allí para darle caza. Kit escuchó atentamente para captar algún ruido que revelara la llegada de Immolatus y maldijo su corazón por latir tan fuerte.
No oyó nada y empezó a respirar un poco más tranquila. No se movió; permaneció escondida, por si acaso el dragón estaba cerca observando. Pasó un rato y Kitiara se convenció de que el dragón debía creerla muerta. En la distancia, a los ojos de Immolatus ella sólo había sido un brillante destello metálico en la cara de la montaña y había visto caer ese centelleante peto y había oído su grito de muerte. Con su arrogancia, Immolatus se habría convencido fácilmente que su pequeña y astuta trampa había funcionado. Esperaría un poco para asegurarse, pero, seguro de sí mismo y ansioso por llevar a cabo su venganza, no se demoraría demasiado; sobre todo teniendo en la nariz el olorcillo de los huevos.
—Con todo —se recordó Kitiara, pesarosa—, lo subestimé una vez y he estado a punto de pagar esa equivocación con mi vida.
No volvería a caer en el mismo error.
Esperó unos minutos más y después, impaciente, incómoda, acalambrada, llegó a la conclusión de que sería preferible luchar a quedarse encajada entre dos placas rocosas. Se deslizó cautelosamente de su escondrijo; agazapada en el sendero, oteó a lo alto buscando la vislumbre de unos ropajes encarnados o un ala roja o el brillo de una escama carmesí.
Nada. La ladera estaba desierta hasta donde podía alcanzar a ver.
Kit se sentó en el sendero y examinó su espada para comprobar que no había sufrido menoscabo alguno. Satisfecha en cuanto al arma, lo siguiente que hizo fue comprobar los daños sufridos en sí misma. Cortes y contusiones; a eso se reducía todo. Extrajo unas cuantas esquirlas de piedra que tenía clavadas en las palmas de las manos, chupó la sangre que había manado de un corte profundo en una rodilla y luego se preguntó, sombría, qué hacer a continuación.
Renunciar, regresar al campamento. Ése era el curso de acción a seguir que aconsejaba la sensatez. Pero hacer eso sería admitir la derrota y Kitiara sólo había sido derrotada una vez en toda su vida, y fue en el amor, no en la batalla. Su mente estaba ahora empecinada en la venganza. Hasta entonces se habría conformado simplemente con impedir a Immolatus que destruyera los huevos, pero ahora lo quería ver muerto. Le haría pagar los instantes espantosos que había pasado encogida de miedo en la cara del risco. Seguiría el rastro del maldito dragón por las montañas hasta alcanzarlo aunque tardara toda la noche.
Por suerte, Solinari brillaría resplandeciente esta noche. Y si la suerte le sonreía o si la reina Takhisis se sentía inclinada a prestarle ayuda, el dragón se perdería en las montañas durante las horas de oscuridad. De hecho, ya había empezado a escalar la montaña por el camino equivocado, a juzgar por la dirección desde la que cayeron los pedruscos.
«Si decides hacer algo, hazlo. No te preocupes por el cómo y el porqué. Hazlo, y punto.»
Sombría, resueltamente, Kitiara empezó a trepar por la ladera.
Fue una noche larga para Kitiara, que estuvo recorriendo con gran esfuerzo el difícil terreno de la montaña. También lo fue para Immolatus. Las plegarias de la guerrera fueron escuchadas, y el dragón se perica ó. En más de una ocasión, Immolatus estuvo tentado de recobrar su forma de dragón, con sus alas gloriosas que lo transportarían lejos de aquella maldita montaña, elevándolo hacia el cielo.
Pero Immolatus tenía la sensación de que el artero dios Paladine tenía espías vigilando, alerta para localizarlo en el momento que apareciera. Imaginaba Dragones Dorados agazapados en la cumbre de la montaña, esperando a que cambiara de forma para lanzarse sobre él. Aunque no le 'gustaba admitirlo, ese cuerpo humano era un disfraz muy útil. Lástima que fuera tan débil. El dragón se sentó unos instantes para descansar, y al cabo de un rato despertó tras una cabezada que no había tenido intención de echar para encontrarse con que faltaba poco para amanecer., También fue una larga noche para los hombres escondidos en el almacén, a los que finalmente se les habían impartido órdenes para el ataque previsto para antes de apuntar el alba, y quienes, a pesar de no esperar ansiosos ese momento, sí estaban deseosos de acabar con el asunto de una vez.
Por el contrario, al alcalde le pareció corta la noche, ya que aguardaba el amanecer con gran aprensión. Igualmente fue corta para los habitantes de Ultima Esperanza, conscientes de que ésa podía ser su última noche. Aún más corta le pareció al barón, que tenía que llegar a su campamento antes de que apuntaran las primeras luces.