—Por supuesto que no, Túnica Roja —contestó en tono amable Horkin—. Dadas las circunstancias, a mi modo de entender actuaste con sentido común, pura y simplemente. No, sólo mencionaré al barón que creemos que hay algo siniestro en ese hechicero. A juzgar por todo lo que he oído comentar sobre nuestros aliados, dudo que esto sorprenda mucho a su señoría —añadió en tono seco.
—Existe la posibilidad de que ese hechicero sea un renegado, señor —adujo Raistlin.
—Sí, Túnica Roja, la hay —convino Horkin.
Los magos renegados no seguían las leyes establecidas por el Cónclave de Hechiceros, unas leyes concebidas para asegurar que los poderosos encantamientos no se utilizaran imprudentemente y sin freno. Tales leyes tenían el propósito de proteger no sólo a la población en general sino a los propios hechiceros. Un mago renegado era un peligro para todos los practicantes del arte, y era responsabilidad y deber de cualquier mago que fuese miembro de una de las Órdenes buscar a esos renegados y persuadirlos para que se unieran a la hermandad o destruirlos si se negaban.
—¿Qué te propones hacer al respecto, Túnica Roja? —continuó Horkin—. ¿Desafiarlo?
—En otros tiempos puede que lo hubiese hecho —contestó Raistlin, que esbozó una sonrisa al recordar una ocasión en que había desafiado a otro hechicero renegado con resultados casi desastrosos—. Desde entonces he aprendido la lección. No soy tan necio como para enfrentarme a ese hombre que, como él mismo dijo, posee más magia en su dedo meñique de la que tengo yo en todo el cuerpo.
—No menosprecies tu valía, Túnica Roja —comentó Horkin—. Posees un gran potencial. Todavía eres joven, eso es todo. Algún día estarás a la altura de los mejores.
Raistlin observó al maestro con sorpresa. Era el primer cumplido que le hacía, y la satisfacción templó el frío dejado por el miedo en el joven.
—Gracias, señor.
—Sin duda ese día tardará en llegar —prosiguió alegremente Horkin—, a la vista de que, de momento, no eres ni siquiera capaz de lanzar un conjuro de manos ardientes sin prender fuego a tus ropas.
—Ya os dije, señor, que no me sentía bien ese día… —empezó Raistlin.
—Estaba bromeando, Túnica Roja. —Horkin sonrió—. Sólo te tomaba el pelo.
—Si me disculpáis, señor, estoy muy cansado. —Raistlin no estaba de humor para las chirigotas de Horkin—. Debe de ser bien pasada la medianoche y, por lo que he oído, mañana nos espera una batalla. Con vuestro permiso, me iré a acostar.
—Qué raro es todo esto —murmuró Horkin para sí mismo después de que su aprendiz se hubiese marchado—. Ese hechicero albino. Nunca había visto nada igual y he recorrido el continente de cabo a rabo. Claro que, a mi modo de ver, el propio Krynn se está convirtiendo en un lugar muy extraño. Sí, un sitio realmente extraño.
El mago sacudió la cabeza y fue a reunirse con el barón para hacer el último brindis de la noche por la rareza del mundo.
El barón no había dicho nada a sus tropas sobre el comandante Kholos y sus ofensivos comentarios, pero no había prohibido a su guardia personal que hablara de lo que había visto y oído en el campamento de los aliados. Las palabras del comandante sobre el «puñado de bellacos que se desmayarían y se harían pis encima» se propagaron entre los mercenarios como un incendio forestal a medida que transcurría la noche, pasando de un grupo indignado a otro y haciendo saltar chispas por todo el campamento. Los hombres empezaron a decir que tomarían la muralla oeste, malditos fueran los ojos de ese comandante. Y no sólo eso, sino que también tomarían toda la condenada ciudad antes de que Kholos hubiese acabado de desayunar.
Cuando se corrió la voz de que la compañía de comandos, al mando del capitán Senej, tendría el honor de atacar por la mañana, los demás soldados los miraron con pura envidia, en tanto que los miembros de la afortunada compañía se dedicaban afanosamente a abrillantar sus armaduras mientras trataban de aparentar indiferencia, como si aquello fuese el pan de cada día.
—¡Raist! —Caramon entró en la tienda de su gemelo como un ciclón—. ¿Te has enterado…?
—Estoy intentando dormir, Caramon —lo interrumpió secamente su hermano—. Márchate.
—Pero esto es importante, Raist. Nuestra compañía es la que…
—Has tirado mi bastón —le hizo notar Raistlin.
—Perdona, ahora mismo lo recojo…
—¡No lo toques! —ordenó Raistlin. Se levantó del catre para coger el cayado y colocarlo junto a la cabecera—. Bien, ¿qué es lo que quieres? —inquirió cansinamente—. Y sé breve, estoy muy fatigado.
Ni siquiera el malhumor de su gemelo consiguió echar por tierra la emoción y el orgullo de Caramon. A medida que hablaba, parecía llenar la tienda con su excelente salud y su fuerte corpachón hinchándose en la oscuridad, expandiéndose hasta ocupar todo el espacio, absorbiendo el aire y dejando a su hermano aplastado, asfixiado.
—Nuestra compañía ha sido elegida para encabezar el asalto mañana por la mañana. «Los primeros en entrar en liza», fue lo que dijo el capitán. ¿Vendrás tú con nosotros, Raist? ¡Ésta será nuestra primera batalla!
—Si es así —contestó Raistlin mirando fijamente la oscuridad—, todavía no he recibido órdenes.
—Oh, vaya, qué mala suerte. —Caramon se desinfló momentáneamente, pero el nerviosismo no tardó en volver a él, hinchándolo de nuevo—. Vendrás, estoy seguro. ¡Imagina! ¡Nuestra primera batalla!
Raistlin giró la cabeza en la almohada, hacia el lado contrario de donde estaba su hermano. Caramon tuvo la repentina sensación de que debía irse.
—Tengo que afilar mi espada. Te veré por la mañana, Raist. Buenas noches.
Salió metiendo tanto ruido como al entrar.
—Perdonad, señor —dijo Raistlin, parado ante la tienda de Horkin—. ¿Estáis dormido?
—Sí —fue la respuesta en tono rezongante.
—Siento despertaros, señor. —Raistlin entró y vio a su maestro tumbado en el catre, con las mantas subidas hasta la barbilla—. Me he enterado de que la compañía de mi hermano ha recibido la orden de atacar la muralla oeste mañana por la mañana. Pensé que quizás os parecería bien que empezara a hacer algún preparativo…
Horkin se sentó en el catre y apretó los párpados para protegerse los ojos de la luz del Bastón de Mago. Horkin no dormía con la túnica, que estaba pulcramente doblada encima de su mochila, al lado del catre. Dormía, como él decía, «en cueros».
—¡Apaga esa condenada luz, Túnica Roja! ¿Qué intentas hacer? ¿Dejarme ciego? Bien, eso está mejor. Y ahora, dime, ¿qué es toda esa pampirolada que me estabas contando?
Llenándose de paciencia, Raistlin repitió lo que había dicho al entrar. Con la luz del bastón apagada, se encontró sumido en la oscuridad de la tienda, una oscuridad que olía a sudor rancio y a flores marchitas.
—¿Y me has despertado por eso? —rezongó Horkin, que volvió a tumbarse, tiró de las mantas y se cubrió bien con ellas—. Los dos necesitamos dormir, Túnica Roja. Mañana tendremos que atender a los heridos.
—Sí, señor —contestó Raistlin—. Pero, respecto a la batalla…
—El barón no me ha dado ninguna orden sobre el combate de mañana, Túnica Roja. Claro que, a lo mejor, te la ha dado a ti. —Horkin tendía a ser sarcástico cuando tenía sueño.
—No, señor. Sólo pensé que…
—¡Ya estás otra vez con lo mismo! ¡Pensando! —resopló Horkin—. Escúchame, Túnica Roja, el combate de mañana es un amago de ataque, una escaramuza. Queremos tantear las defensas de la ciudad. ¡Y lo que menos interesa cuando se está tanteando al enemigo es mostrarle todo lo que se tiene! Nosotros, tú y yo, Túnica Roja, somos el gran final. El barón nos saca a los magos en el último acto para consternación y asombro de todos. ¡Y ahora vete y déjame dormir un poco!
Horkin se cubrió la cabeza con las mantas.
A nadie le apetecía irse a dormir esa noche. Todos querían estar despiertos, charlando y brindando por las hazañas que Cada cual realizaría al día siguiente o para protestar amargamente por haber quedado fuera de la acción o para ofrecer consejo y desear buena suerte a aquellos afortunados que tomarían parte en el primer asalto. Los sargentos dejaron que se explayaran y después recorrieron el campamento ordenando a todos que fueran a aplastar la paja porque al día siguiente necesitaban estar descansados. Finalmente se hizo el silencio en el campamento, aunque en realidad fueron muy pocos los que durmieron.
Raistlin regresó a su tienda, donde sufrió un ataque de tos inusitadamente fuerte. Pasó casi toda la noche tratando de respirar.
El barón yacía en su tienda pensando en todas las cosas que podía haber dicho para dejar aplanado al comandante Kholos y lamentándose por no haberlo hecho.
Horkin no consiguió conciliar el sueño después de que Raistlin lo hubo despertado y permaneció tumbado en el catre mascullando imprecaciones contra su ayudante y pensando en el inminente asalto. El rostro de Horkin, por lo general risueño, mostraba una expresión grave. Suspiró y tras musitar una oración a su compañera de jarana, la querida Luni, se quedó dormido.
Cambalache permaneció despierto en la oscuridad, preocupado y tembloroso porque alguien le había dicho que no tomaría parte en el asalto debido a que era demasiado bajo.
Después de que Caramon hubo pulido su armadura hasta el punto de que era un milagro que no le hubiera hecho un agujero, se envolvió en la manta, se tumbó y pensó: «¿Sabes? Mañana podrías morir.» Cavilaba sobre tal posibilidad y se preguntaba qué sensación le producía, cuando despertó y descubrió que ya había amanecido.
El cielo tenía un color gris perlado y estaba cubierto por un manto de nubes bajas. Aunque todavía no llovía, todo en el campamento estaba mojado. La propia atmósfera estaba cargada de humedad y era caliente, sin atisbo de brisa. La bandera de la compañía pendía fláccida del asta. Todos los sonidos quedaban ahogados en el denso aire. El martilleo del herrero, por lo general repiqueteante, sonaba apagado y discordante.
La compartía del capitán Senej se levantó temprano; los hombres formaron en filas delante de la tienda del comedor.
—¡Los primeros en combatir, los primeros en desayunar! —comentó Caramon sonriente mientras palmeaba la espalda de Cambalache—. ¡Me gusta este arreglo!
Durante las noches precedentes al ataque, la compañía de comandos había estado patrullando, lo que significaba que eran los últimos en volver al campamento y los últimos en ponerse en la fila para desayunar, o más bien para tomar lo que quedaba después de que el resto de las tropas se hubiese lanzado sobre la comida como enanos gullys. Caramon, que había estado subsistiendo a base de gachas de avena frías durante los últimos días, miró las siseantes lonchas de panceta y el pan recién horneado con inmensa satisfacción.
—¿No vas a comer? —le preguntó a Cambalache.
—No, Caramon, no tengo hambre. ¿Crees realmente que lo que dijo Damark es verdad? ¿Crees que la sargento no me dejará…?
—¡Vamos, llena tu petate! —instó Caramon—. Me comeré lo que tú no quieras —luego le dijo al cocinero—, tomará también unas cuantas de esas tortas de trigo.
El mocetón se acomodó en la larga mesa con los dos platos llenos a rebosar. Cambalache se sentó a su lado, mordiéndose las uñas y lanzando miradas suplicantes a la sargento cada vez que la mujer pasaba junto a ellos.
—Ah, hola, Raist —saludó Caramon que al levantar la vista del plato se encontró con su hermano de pie a su lado.
Raistlin estaba pálido y demacrado, con profundas ojeras. Tenía la túnica empapada por la humedad del ambiente y su propio sudor. La mano que sostenía el bastón temblaba.
—No tienes buen aspecto, Raist —le dijo preocupado su hermano, que se puso de pie, el desayuno olvidado por completo—. ¿Te sientes bien?
—No —contestó Raistlin con voz enronquecida—. No me «siento bien». Si quieres saberlo, he estado en vela toda la noche. ¡Deja de hacer aspavientos! Ya me encuentro mejor. No puedo quedarme mucho, tengo tareas que realizar, como enrollar vendas en la tienda de curas. —Su tono sonaba amargo—. Sólo he venido para desearte buena suerte.
Los esbeltos dedos de Raistlin rozaron el antebrazo de su gemelo, sorprendiéndolo.
—Cuídate, hermano mío —dijo el mago en voz queda.
—Eh, sí, claro. Lo haré. Gracias, Raist —contestó Caramon, conmovido.
Iba a añadir que también él debía tener cuidado, pero cuando quiso hablar Raistlin ya se había marchado.
—Vaya, eso sí que ha sido extraño —comentó Cambalache mientras Caramon volvía a sentarse y a dar buena cuenta del desayuno.
—En realidad no —contestó el guerrero, sonriendo eufórico—. Somos hermanos.
—Ya lo sé. Es sólo que…
Cambalache había estado a punto de decir que hasta ahora no había visto que Raistlin hiciera o dijera nada fraternal ni por asomo y que era raro que empezara a hacerlo ahora, pero al reparar en la expresión satisfecha plasmada en el semblante franco de su amigo, el semikender cambió de idea.
—No me apetecen los huevos —dijo—. ¿Quieres comértelos?
—Pásamelos —aceptó Caramon, sonriente.
Sin embargo, ni siquiera tuvo tiempo para comerse los suyos. El ataque estaba planeado para primera hora de la mañana y cuando todavía tenía el desayuno a medias, los tambores empezaron a sonar llamando a las armas a los hombres de la compañía de comandos. Mientras los soldados se ponían el equipo empezó a caer una fina llovizna. El agua, que resbalaba por los yelmos hasta los ojos de los hombres y se colaba hasta los farsetos, ocasionando que el interior de las prendas les rozara la piel, se quedaba prendida en las barbas en forma de gotitas y se les escurría por la nariz. Los soldados tenían que limpiarse los ojos para poder ver bien y sus manos trataban de abrochar torpemente las hebillas húmedas. Por otro lado, las correas de cuero resultaban recalcitrantes al estar mojadas y por muchos tirones que les daban no había modo de ceñirlas como era debido. Las espadas resbalaban en sus manos húmedas.
Lo más extraño y ominoso fue que la lluvia hizo que las murallas de la ciudad cambiaran de color. Las piedras utilizadas en su construcción tenían un tono castaño claro y la lluvia hizo resaltar un intenso matiz rojizo, de manera que daba la sensación de que se hubiesen teñido con una fina capa de sangre. Los soldados lanzaron miradas adustas a la muralla oeste, su objetivo, y luego alzaron la vista, con desánimo, al cielo plomizo esperando que el sol lograra abrirse paso entre las nubes.