—Bueno. ¡Estás ya condenado a muerte!
Gil sintió que su vientre se vaciaba, se anudaba, se le deshacía, y que se le llenaba con la bola de la Tierra. Buscó apoyo en Querelle, quien le estrechó entre sus brazos. Señalemos desde ahora mismo que Gil no hablará jamás de Querelle a los policías. Antes de ser conducido a Rennes, Mario se las arregló para asistir a todos los interrogatorios. Tenía un poco de miedo de que Gil pronunciara el nombre de Querelle. Si estaba seguro de que el joven albañil había cometido uno de los dos asesinatos, del otro era inocente. A partir del momento de su detención se olvidó de Querelle, y si no lo volvió a evocar, fue porque nadie se lo sugirió. No insistamos: el lector comprende perfectamente por qué ni Gil ni los policías (excepto Mario) podían darse cuenta del nexo en el asesinato del marinero y la vida soterrada del asesino de un albañil. En lo relativo a Mario, su situación respecto al acontecimiento resulta curiosa. Con el fin de darle una significación extrema, y tal vez definitiva, tenemos que recurrir a la novela. Dédé estaba —o creía estarlo— al corriente de todas las intrigas sentimentales de los tipos de Brest. Con el fin de servir mejor —a Mario, sin duda, y más que a él, a la policía, pero sobre todo de
servir
— se daba forma a sí mismo (y ello parece tener su origen en su habilidad física y moral, en la habilidad de su mirada) mediante la rapidez de sus observaciones. Antes de tener el sentimiento de su propia conciencia —y con él la inquietud— era Dédé sobre todo una maravillosa máquina registradora. Dejemos aparte, sin embargo, su admiración por Robert. Aquella misión de observar a Querelle que Mario le encargó poseía el sentido profundo de descubrir una relación simpática entre los maleantes traicionados por el policía y el mismo policía. Dédé no se atrevió nunca a recordar a Robert la batalla entre los dos hermanos de la que fue testigo; pero creía saber que Roger era el querido de Gil. Nunca tuvo la idea de observar su comportamiento, ni de seguirle. Un día le dijo a Mario:
—Es el pequeño Roger, el amiguito de Turko.
Hacia la misma época, Gil declaraba a Querelle, que lo ignoraba:
—A lo mejor, si me detuvieran, tal vez me podría entender con Mario.
—¿Eh? Bueno, a lo mejor…
—¿Por qué?
—¡Qué sé yo! Es un marica. Hace buenas migas con Dédé.
El sentimiento que semejante reflexión delata es moneda corriente; en cuanto es detenido, el adolescente sueña con utilizar este factor: la homosexualidad. Puesto que estamos señalando una reacción general fuera de nosotros mismos, abordaremos tan sólo una explicación de ella rápida y discutible: ¿acepta el niño conceder lo más preciado de sí mismo?; ¿le entrega el peligro a sus más secretos deseos?; ¿espera apaciguar el destino mediante tal inmolación?; ¿tiene un súbito conocimiento de la todopoderosa fraternidad de los pederastas y cree en su fuerza?; ¿está creyendo en la fuerza del amor? Bastaría para saberlo vivir un instante en la continuidad de Gil y ya no tenemos tiempo de hacerlo. Ni tampoco la fe. Este libro dura ya demasiadas páginas y nos hastía. Anotemos, pues, la profunda esperanza de los jóvenes detenidos cuando se enteran de que su juez o su abogado es una loca.
—¿Quién es Dédé?
—¿Dédé? Tienes que haberlo visto con Mario. Es uno joven; está casi siempre con él. Pero, no creas, Dédé no es un chivato. ¿Eh?
—¿Cómo es?
Gil lo describió. Al encontrárselo una noche, a punto de dejar a Mario, que venía a su encuentro, Querelle se sintió desgarrado por una profunda herida. Reconoció al niño testigo de la pelea con Robert y a su propio rival en el corazón de Mario. A pesar de todo, le tendió la mano. En la actitud, en la sonrisa, en la voz de Dédé, Querelle creyó distinguir un tono irónico. Cuando el muchacho se hubo alejado de ellos, sonriendo, Querelle le dijo a Mario:
—¿Quién es ése? ¿Es tu chaval?
Con voz risueña, algo burlona, Mario respondió:
—¿Por qué te metes en eso? Es un chaval. No estarás celoso, ¿verdad?
Querelle se echó a reír y tuvo la audacia de decir:
—Bueno, ¿y por qué no?
—Vamos…
Con voz alterada, quebrada, el policía añadió: «Hazme gozar». La rabia se apoderó de Querelle, que besó a Mario furiosa, desesperadamente, en la boca. Con más ardor que de costumbre, y con más precisión, exigió tener conciencia de la penetración de su garganta por la verga del poli. Mario sentía aquella desesperación. Mediante la acumulación de hipos eróticos, y de una peligrosa confesión, liberada en forma de estertores o de súplicas el policía aumentaba más el temor, que gravitaba sobre él, de que el marinero, fuera de sí, le cortara el miembro de un mordisco. Convencido de que su amante disfrutaba por estar arrodillado ante un polizonte, Mario exhaló su ignominia. Con los dientes apretados y el rostro tendido hacia la niebla, susurraba:
—¡Sí, soy un poli! ¡Soy un cabrón! ¡He jodido con tipos! ¡Están todos en el trullo! Pero me gusta, ¿sabes?, me gusta mi oficio…
A medida que evocaba su abyección, se iban poniendo tensos sus músculos, se endurecían, imponiéndole a Querelle una presencia imperiosa, dominadora, invencible y buena. Cuando se encontraron de nuevo cara a cara, de pie, abrochándose, hombres otra vez, ni uno ni otro osaron evocar su delirio; pero con el fin de ahuyentar la inquietud que les aislaba a uno del otro, Querelle sonrió y dijo:
—Entonces, sigues sin decírmelo todavía, ¿es tu chaval?
—¿Quieres saber lo que es?
Querelle se sintió de pronto asustado. Dijo con voz tranquila:
—Bueno, venga.
—Es mi confidente.
—No bromees.
Ahora podían hablar de asuntos de trabajo. En voz baja, pero con timbre de voz clara, a fin de no permitir que el asombro ni la vergüenza les turbasen, prosiguieron la conversación hasta que Querelle declaró:
—Yo puedo hacer que detengas a Turko.
Mario no chistó.
—¿Ah, sí? —dijo.
—Si me das tu palabra de que no hablarás de mí.
Mario lo juró. Empezaba a abandonar sus precauciones, olvidaba su reconciliación mística con los maleantes:
le era imposible dejar de actuar como policía
. Se negó a interrogar a Querelle acerca de las fuentes de sus informaciones y sobre el valor de éstas. Confió en él. En seguida decidieron las medidas que iban a tomar para que el nombre de Querelle permaneciese ignorado.
—Arréglatelas con tu chaval. Pero que no se huela nada.
Una hora más tarde Mario encargaba a Dédé que vigilase en la estación los trenes que salían y que avisase a la comisaría en cuanto reconociera a Turko. El chico no vaciló, vendió a Gil. Mediante este gesto Dédé se separaba del mundo de sus semejantes. A partir de aquel momento comienza la ascensión cuya importancia os ha sido expuesta.
A bordo del «Vengador», Querelle proseguía su servicio junto al oficial, pero éste parecía desdeñar a Querelle, quien sufría por ello. Por haber sido pretexto para una agresión, el teniente obtenía el orgullo suficiente para sentir desarrollarse en su interior el germen de la aventura. Del cuaderno íntimo entresacamos lo siguiente:
No soy inferior a este joven y maravilloso golfo. He resistido. Me he dejado matar
.
Con el fin de recompensarle por haber facilitado la detención de Gil, el comisario de policía encomendó a Dédé misiones concretas, casi oficiales. Lo eligió para rastrear la pista de los muchachos jóvenes, de los marineros y de los soldados que roban en los escaparates de los «Monoprix».
Mientras se dejaba llevar por la escalera automática, se ponía Dédé los guantes de piel amarilla y tenía la sensación de ser «llevado». Era un poli. Todo le llevaba. Le transportaba. Estaba seguro de sí mismo. En la cumbre de aquella apoteosis, en la sala donde iba a empezar su carrera, conoció además este sentimiento: haber triunfado. Se había puesto los guantes en el sido oportuno, el suelo era liso. Dédé era dueño de sus dominios, con libertad para ser magnánimo o cabrón.
El Ejército o la Armada ofrecen a quienes son incapaces de ir en pos de una aventura por sí mismos, otra prefabricada, metódicamente desarrollada y puesta finalmente de relieve mediante el galón rojo de la Legión de Honor. Ahora bien, en pleno corazón de esta aventura oficial, el teniente acababa de ser elegido para otra mucho más seria. No es que llegara a creerse un héroe, pero sí que conocía el sentimiento de estar en relación directa, íntima, con la más despreciada, la más vilipendiada y la más noble de las actividades sociales: el robo a mano armada. Acababan de desvalijarle a la vuelta del camino. El ladrón tenía un rostro hechicero. Aunque más maravilloso sería todavía ser uno mismo ladrón, no estaba mal, para empezar, ser el robado. El teniente no buscaba ya huir de las masas de ensueño que le sacudían deliciosamente. Estaba seguro de que nada podría ser adivinado en aquella aventura secreta (la que mantenía cara a cara con el ladrón). «Nada de esto puede traslucirse», pensaba literalmente. Tras su rostro severo se encontraba al abrigo. «¡Mi raptor!», ¡es mi raptor! ¡Sale de la bruma, de puntillas, y me mata! Pues yo defendí mi dinero hasta la muerte. Aunque fue a curarse durante algunos días en la enfermería, pasaba por su despacho todos los días. El brazo en cabestrillo, se paseaba por cubierta o permanecía en su camarote tendido.
—¿Le preparo el té, mi teniente?
—Si no le importa.
Lamentaba que el raptor no hubiera sido precisamente Querelle.
«¡Qué dicha hubiera saboreado disputándole mi morral! Por fin me hubiera sido concedido manifestar mi valor. ¿Lo habría denunciado? Curiosa pregunta que me lleva a indagar dentro de mí mismo. ¿A quién? Recordemos la visita de la policía y mi delirio
.
Me faltó muy poco para entregar a Querelle. Me preguntó incluso si, por mi actitud y mis respuestas, no comprendió el policía a quién le estaba designando. Yo que odio a la policía estuve a punto de actuar como un polizonte. Es absurdo creer, no siendo en sueños, que Querelle sea el asesino de Vic. Me gustaría que lo fuera, sólo con el fin de permitir a mis ensoñaciones la reconstrucción de un drama amoroso. ¡Para ofrecerle a Querelle mi abnegación! ¡Para que no pudiendo más de remordimientos, de tormentos, con las sienes palpitantes, los cabellos bañados en sudor, perseguido por su crimen, viniera a confiarse a mí! ¡Ojalá sea yo su confesor para absolverle! ¡Ojalá sea yo quien le consuele entre mis brazos y quien, para acabar, le siga hasta el presidio! ¡Si estuviera un poco más convencido de que es el asesino, le denunciaría con el fin de obtener en seguida el beneficio de consolarlo y compartir su castillo! ¡Sin sospecharlo, Querelle acababa de estar al borde de un peligro espantoso! ¡Qué poco ha faltado para que yo le entregara a los polizontes
!»
El teniente no se imaginaba a Querelle, irónico ciertamente, pero a quien no se le podía aplicar la expresión «guasón», exigiendo dinero. Era incapaz sobre todo de reemplazar por la suya la imagen del falso marinero armado con un revólver Hubiera adorado a Querelle en una situación así. Se habría encontrado con él, se habría juntado con él, en aquella lucha, en cuyo centro, durante el tiempo de una llave más apretada y más fácil de deshacer, se hubiesen comprendido para mejor enfrentarse a continuación. En los momentos de soledad, retocaba el teniente un diálogo heroico que hubiera podido tener lugar a la sazón y mediante el cual su más secreta belleza se hubiera manifestado ante un Querelle deslumbrado. Diálogo breve, sordo, reducido a lo esencial. Con voz
soberanamente
serena el oficial le hubiera dicho: