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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (37 page)

BOOK: Querelle de Brest
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«Es la estrella del amor

…Todos los marinos tienen una estrella

Que los protege

Cuando nada la oculta a sus ojos

La infelicidad nada puede hacer contra ellos
»…

Los ojos del armenio se detuvieron de repente, se enternecieron. Luego nada cantó. Querelle se mantuvo atento a la muerte, al súbito cambio del sentido de los objetos. Es tan dulce, un pequeño maricón. Muere suavemente. Sin romper nada.

Para respetar una tradición convertida en ceremonia ritual, nacida en él por la necesidad (con el fin de tapar su rastro, como una sombrilla posada abierta sobre él que parece proteger del sol a una joven asesinada en un prado) de travestir el crimen, de ocultar el cuadro final de la muerte gracias a un objeto que, dispuesto de cierto modo, parecía haber «suspendido» la vida, Querelle, inspirado por la expresión feliz del rostro de su víctima, le entreabrió la bragueta y dispuso las dos manos muertas, listas para el placer. Sonrió. Los pederastas, presentan a su verdugo un cuello delicado. Podemos afirmar, como veremos más tarde, que es la víctima la que hace al verdugo. Esta inquietud crónica, eterna, que sentimos temblar en la voz de las locas, inclusive las más arrogantes, es de por sí una tierna llamada a la mano terrible del asesino. Querelle vio su rostro en el espejo: era hermoso. Le sonrió a su imagen, al doble de ese asesino vestido de blanco, de azul, encorbatado de satén negro. Querelle tomó todo el dinero que encontró y, con mucha calma, salió. En la escalera oscura se cruzó con una mujer. Al día siguiente, todos los marineros del «Vengador» fueron reunidos sobre cubierta. Los dos jóvenes que la víspera habían encontrado a Joachim con Jonas trataron de descubrir el rostro del marinero. Señalaron a Jonas que se debatió durante seis meses contra los interrogatorios, luchó, combatió con violencia y tristeza el misterio de una mujer de velo negro que había encontrado por la mañana a un marinero francés en la escalera de un armenio con quien se había paseado horas antes por la calle. Y el armenio había sido estrangulado a la misma hora en que Jonas caminaba en dirección al «Vengador». Por cortesía a un país bajo mandato francés, y a causa de la actitud agresiva del acusado, el tribunal marítimo condenó a Jonas a muerte. Lo ejecutaron. Querelle tenía una estrella. Abandonó Beirut cargado de tesoros. Cargado primero con esa estrella, con los nombres bonitos que el maricón le había puesto y la certidumbre de llevar un tesoro colgando entre las piernas. Esa muerte había sido fácil. E inevitable porque Querelle había dado su verdadero nombre. Permitió que a Jonas —un verdadero amiguete— le hubiesen matado. Su sacrificio concedió a Querelle el derecho absoluto de disponer sin remordimientos de la pequeña fortuna en libros sirios y dinero de todas las naciones del mundo, sustraída de la casa de Joachim. Había sido un precio caro. Al fin y al cabo, si un maricón fuese así, un ser tan ligero, tan frágil, tan etéreo, tan transparente, tan dulce, tan delicado, tan sumiso, tan claro, tan conversador, tan melodioso, tan tierno, se le podría matar, estaría hecho para ser asesinado como el cristal de Venecia espera sólo la mano del guerrero para destrozarlo sin cortarse siquiera (salvo, quizá, la herida insidiosa, hipócrita, de una esquirla de vidrio, aguda y brillante, que permanece en la carne). Si eso es un maricón, no es un hombre. No tiene peso. Es un gatito, un pardillo, un cervatillo, una lagartija, una libélula cuya fragilidad misma es provocadora y precisamente exagerada para atraer inevitablemente la muerte. Y además, se llama Joachim.

Cuando acababa de subir al tren para Nantes por el lado opuesto al que suben los viajeros, los inspectores apresaron a Gil Turko. Habían sido alertados por una llamada procedente de una cabina telefónica de la estación: un individuo semejante al asesino del marinero y del albañil trataba de subir al tren ocultándose. Fue Dédé quien telefoneó. Sobre Gil los inspectores sólo encontraron una insignificante suma de dinero. Condujeron al joven a la comisaría, donde le interrogaron respecto a su vida desde la fecha del último crimen hasta su detención. Gil sostuvo que había dormido de acá para allá, en los almacenes portuarios y en las murallas. Querelle conoció el dolor de enterarse por los periódicos de la detención de Gil y del traslado de éste a la cárcel de Rennes.

El ritmo de este libro debe acelerarse. Lo importante sería descarnar el relato y que subsistiera sólo su esqueleto. Sin embargo, no pueden bastar las anotaciones. He aquí algunas explicaciones: si alguien se siente sorprendido (decimos sorprendido más que emocionado e indignado para evidenciar mejor que esta novela pretende ser demostrativa) por el sufrimiento experimentado por Querelle al enterarse de una detención que él había provocado la víspera, le rogamos que examine el curso de su aventura. Mata para robar. Efectuado el asesinato, el robo se encuentra, no ya justificado —parecería más lógico aventurar la proposición de que el asesinato se puede justificar con el robo—, sino santificado. Parece que el azar le hubiera dado a conocer a Querelle la fuerza moral del robo adornado y destruido por un crimen. Si el acto de robar cuando lo adorna y lo magnifica la sangre pierde su importancia aparente hasta el punto de quedar a veces completamente sepultado bajo los fastos del asesinato —aunque no perezca por completo, antes bien, continúe corrompiendo con su aliento nauseabundo el acto puro de matar—, fortalece la voluntad del criminal en aquellos casos en que la víctima es su amigo. El peligro que corre (se juega la cabeza) bastaría de por sí para que se estableciera en él un sentimiento de propiedad contra el cual pocos argumentos resistirían. Pero la amistad que le une a la víctima —y que hace de ésta la prolongación de la personalidad del asesino— provoca un fenómeno mágico que trataremos de formular así: acabo de correr una aventura en la que estaba comprometida una parte de mí mismo (mi afecto por la víctima); sé ejecutar una especie de pacto (no formulado) con el diablo, al que no le entrego ni mi alma ni mi brazo, pero sí algo igual de valioso: un amigo; la muerte de este amigo santifica mi robo; no se trata de un aparato formal (aunque existen razones más poderosas que las leyes del código para los llantos, el luto, la muerte, la sangre, en tanto que objetos, o gestos, o materia), sino de un acto de verdadera magia que me convierte en auténtico poseedor del objeto con el que se ha trocado mi amigo
voluntariamente
; voluntariamente, puesto que mi víctima era, en tanto que amigo (mi dolor lo indica), una enramada más o menos cercana a la punta de mis ramas, nutrida de mi savia. Querelle supo que nadie, sin cometer un sacrilegio que él sabría impedir hasta el límite de sus fuerzas, lograría arrancarle aquellas joyas robadas; pues su cómplice (y amigo) al que, para escapar más aprisa, había abandonado en manos de los polizontes se hallaba condenado a cinco años de reclusión. No fue exactamente por su dolor por lo que Querelle se dio cuenta de que poseía verdaderamente los objetos robados, sino por un sentimiento que podemos considerar más noble —en el que no entra ningún afecto—, por una especie de viril fidelidad al compañero herido. No es que a nuestro héroe se le haya ocurrido la idea de conservarle a su cómplice un botín, sino la de preservar éste fuera del alcance de la justicia de los hombres. A cada nuevo robo que comete, Querelle experimenta la necesidad de asegurarse una unión mística entre los objetos robados y él mismo. El derecho de conquista adquiere un sentido. Querelle transforma a sus amigos en pulseras, en collares, en relojes de oro, en pendientes. Si logra sacar partido de un sentimiento —la amistad—, se trata sin duda de una operación que ningún hombre puede juzgar. Tal transmutación sólo a él le concierne. Cualquiera que intentase «hacerle vomitar» incurriría en una profanación de sepultura. La detención de Gil causó, pues, un dolor viril a Querelle, quien al mismo tiempo sentía incrustarse casi en su carne las imaginarias joyas de oro representadas por el dinero de todos los robos llevados a cabo con la ayuda de Gil. Reivindicamos como algo corriente el mecanismo anteriormente descrito. No pertenece a conciencias complicadas, sino a todas las conciencias. Salvo que la de Querelle, por tener más necesidad de todos sus recursos, tenía que obtenerlos constantemente de sus propias contradicciones.

Cuando Dédé le hubo contado la pelea entre los dos hermanos, concretando maliciosamente los insultos de Robert a Querelle, Mario experimentó de súbito una inmensa liberación de algo que todavía no tenía muy claro. Nacía de lo siguiente: en su mente aparecía, aunque imprecisa, la idea de la culpabilidad de Querelle en lo referente al asesinato del marinero Vic. Idea imprecisa, pues el policía quedó, en un primer momento, aliviado, sacado de dudas. Se sintió salvado por esta sola idea, tan poco clara, sin embargo. Poco a poco, y como a partir de este sentimiento salutífero, fue estableciendo nexos efectivos entre aquel asesinato y lo que creía saber de los maricas: si era cierto que Nono se lo ventilaba, Querelle era «de la acera de enfrente». Nada tenía, pues, de extraño que estuviera mezclado en el asesinato de un marino. Lo que Mario se imaginaba de Querelle era falso, sin duda, pero fue esto mismo, sin embargo, lo que le permitió llegar a la verdad. Pensando vagamente sobre Querelle y el crimen, se vio en principio obstaculizado por aquella idea, admitida como cierta en la comisaría y contra la que no podía defenderse, negándose a combatirla abiertamente para no traicionarse en absoluto, de que Gil era culpable de dos asesinatos; luego se atrevió en seguida a relacionar cosas concretas, aunque aventuradas. Por fin se entregó deliberadamente al juego delicado de las hipótesis. Mario podía imaginarse a Querelle enamorado de Vic y matándole en un ataque de celos —o a Vic enamorado de Querelle, al que quería matar—. Durante todo un día Mario dio vueltas en su cabeza a estos pensamientos que no podían ser comprobados de modo alguno, pero poco a poco se fue convenciendo de la culpabilidad de Querelle. Mario evocó su rostro, pálido a pesar del bronceado del mar. Pálido y tan semejante al de Robert. En Mario esta semejanza suscitaba una regocijante confusión, un embrollo de pensamientos que no le hacían ningún favor a Querelle. (Por una encantadora confusión, queremos decir una confusión ligera pero sensible, que envolvió su personalidad en una bruma y borró un poco los rasgos de este hecho, hizo oscilar su belleza perfecta en la indecisión, la hizo vacilar un instante, buscar su equilibrio y su nitidez, con la duda punzante de manifestarse en la superficie de una materia tan dura.) Una noche incluso, en los fosos, reconoció al contemplarlos algo de aquel malestar experimentado, según dijimos, por Madame Lysiane. Mario atraía hacia sí cada una de las facciones de Robert con las que recomponía dentro de sí, sin esfuerzo, el rostro de éste. Poco a poco aquel rostro le llenaba, ocupaba el lugar del suyo. En la noche, bajo las ramas, Mario permaneció inmóvil durante algunos segundos. Se debatía entre la visión real y la imagen. Frunció el ceño. Arrugó la frente. El rostro presente e inmóvil de Querelle era un obstáculo para imaginarse a Robert. Ambas jetas se confundían, se enredaban, se combatían, se identificaban. Aquella noche nada podía diferenciarlas, ni siquiera la sonrisa que convertía a Querelle en la sombra de su hermano (su sonrisa extendía por todo su cuerpo una arruga moviente, un velo trémulo, muy fino, roto en pliegues de sombra, que se agregaba al frescor de su cuerpo indolente, ágil y vivo, mientras que la tristeza de Robert estaba hecha de pasión por sí mismo: en vez de volverlo sombrío, instalaba en él un foco sin irradiación, pero que parecía aún más sofocante por la inmovilidad de aquel cuerpo de movimientos lentos y firmes). El hechizo no duró mucho. El policía se reveló contra aquel repugnante torbellino.

«¿Cuál de los dos?», pensó.

Pero no podía dudar que no fuera Querelle el autor del asesinato.

—¿En qué estás pensando?

—En nada.

Se negó a aceptar engañarse con el parecido de los dos hermanos, en el que se sentía a punto de zozobrar. Experimentó, en lo que se refiere a Querelle, un sentimiento algo burlón que hubiera podido suscitar este pensamiento: «Tú, amiguito, tratas de enredar las cartas, pero no me la vas a jugar», y rechazó deliberadamente aquella complicación que la astucia policíaca no podía desentrañar. Una complicación que no había sido tejida adrede para que él, Mario, tropezara con ella y probara sus fuerzas. En resumen, aquello no era de su incumbencia. Con todo, dijo:

—Qué tipo tan raro eres.

—¿Por qué dices eso?

—Por nada. Así, sin más.

Si Mario, habíamos dicho, experimentaba una especie de liberación, se debía a que la culpabilidad del marinero le había dejado «ver» bruscamente la posibilidad de una redención. Sin conocer la razón, y sin formulársela, comprendió que nunca debería hablar de su descubrimiento. Se hizo a sí mismo en secreto el juramento de callarse. Proteger al asesino, convertirse voluntariamente en cómplice de un asesinato, bastaría tal vez para que le fuese perdonada su traición a Tony. No era que Mario temiera especialmente la venganza mortal de su antiguo amigo y la de los estibadores de Brest, sino que más bien sentía miedo al desprecio universal. Si no nos atrevemos a hablar de una psicología del policía, intentaremos al menos mostrar cómo en el desarrollo y la utilización de ciertas reacciones generales —su cultura— se obtiene esa planta asombrosa, rezumante de dicha: un polizonte. A Mario le gustaba en primer lugar este gesto: hacer girar en torno al dedo corazón su sortija de oro, de amplio escudo y cuyas aristas herían delicadamente el índice y el anular de su mano ensortijada. Lo ejecutaba sobre todo cuando, sentado a su escritorio, «trabajaba» a un ladrón de los almacenes portuarios o de los depósitos. En la
Sûreté Nationale
compartía con su colega una habitación en la que cada uno de ellos disponía de una mesa de trabajo. Mario era elegante (la excelencia de su gusto es indiscutible); le gustaba parecer bien vestido. Hagamos notar asimismo la severidad de sus ropas, lo austero sobre todo de su manera de llevarlas, la rigidez de sus rasgos, finalmente la sobriedad y el aplomo de sus ademanes. La posesión de un escritorio confería a Mario, a los ojos de los delincuentes a quienes interrogaba, una indiscutible autoridad intelectual. A veces lo abandonaba, con aparente indiferencia, como se aleja uno sin riesgos de algo que se sabe bien protegido. Era para ir a consultar uno de sus numerosos ficheros. Este trabajo suscitaba en él además otro sentimiento intensísimo: el de poseer los secretos de varios millares de hombres. Cuando salía, su rostro se transformaba inmediatamente en una máscara. Había que impedir que se tuviera la sospecha, en el café o en otra parte, de estarse confiando a un policía. Ahora bien, era tras esta máscara —pues el hecho de llevar tal accesorio requería un rostro que lo sustentara— donde Mario componía un rostro de policía. Durante algunas horas tenía que ser aquel cuya obligación consiste en descubrir los fallos de los hombres, su pecado, el ligero indicio que puede, con la mayor seguridad posible, conducir al menos sospechoso de los hombres al más terrible de los castigos. Sublime oficio que sólo un loco rebajaría a la práctica de escuchar tras de las puertas, de mirar por el ojo de las cerraduras. Mario no experimentaba ninguna curiosidad hacia la gente ni deseaba cometer indiscreciones; pero tras haber detectado aquel ligero indicio del mal, debía proceder algo así como el niño con la espuma del jabón: elegir con la punta de una paja el frágil elemento capaz de ser trabajado hasta convertirse en una burbuja irisada. Conocía entonces Mario un sentimiento de alegría exquisita yendo de descubrimiento en descubrimiento, sintiendo que el crimen se hinchaba por su propio aliento, y continuaba hinchándose más y más hasta desprenderse y subir al cielo por sus propios medios. Sin duda, Mario se decía a veces que su oficio era útil y perfectamente moral. Dédé, durante más de un año, había consentido que cohabitaran dentro de él estos dos principios: el de robar y el de denunciar a los ladrones a la policía. Actitud tanto más extraña cuanto que para mantener sus costumbres de delación Mario le repetía a veces:

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