Cualesquiera que sean las variantes imaginables de esta planificación, siempre tendrán algunos puntos comunes:
En otros términos, representada sobre un teatro y vista desde una butaca de platea, esta escena tendría exactamente el mismo sentido, el acontecimiento continuaría existiendo objetivamente. Los cambios en el punto de vista de la cámara no añaden nada. Sólo presentan la realidad de una manera más eficaz. Por de pronto, permitiendo verla mejor, después, poniendo el acento sobre aquello que lo merece.
Es cierto que el realizador cinematográfico dispone como el director de teatro de un margen de libertad con el que puede subrayar el sentido de la acción. Pero no es más que un margen que no podría modificar la lógica formal del acontecimiento. Tomemos en cambio el montaje de los leones de piedra en
La fin de Saint-Pétersbourg
; hábilmente unidas, una serie de esculturas dan la impresión de un mismo animal que se levanta (como el pueblo). Este admirable hallazgo de montaje es impensable en 1932. En
Furia
, Fritz Lang introduce todavía en 1935, después de una serie de planos de mujeres chismorreando, la imagen de unas gallinas cacareando en un corral. Es una supervivencia del montaje de atracciones que ya resultaba chocante en la época y que hoy en día parece algo totalmente heterogéneo con el resto del film. Por muy decisiva que sea la influencia de un Carné, por ejemplo, en la valorización de los guiones de
Quai des brumes
o de
Le jour se léve
, su planificación permanece en el nivel de la realidad que analiza; no es más que una manera de verla bien. Es por lo que se asiste a la desaparición casi total de los trucos visibles, tales como la sobreimpresión; e incluso, sobre todo en América, del gran inserto cuyo efecto físico demasiado violento hace perceptible el montaje. En la comedia americana, el director vuelve siempre que puede a encuadrar los personajes por debajo de las rodillas, lo que parece ser más conforme con la atención espontánea del espectador: el punto de equilibrio natural de su acomodación mental.
De hecho, esta práctica del montaje tiene sus orígenes en el cine mudo. Es aproximadamente el papel que juega en
La culpa ajena
, por ejemplo, porque con
Intolerancia
, Griffith introduciría ya esta concepción sintética del montaje que el cine soviético llevaría a sus últimas consecuencias y que es ya utilizado por casi todo el mundo —aunque con menos rigor— al final del cine mudo. Se comprende, por lo demás, que la imagen sonora, mucho menos maleable que la imagen visual, haya llevado el montaje hacia el realismo, eliminando cada vez más tanto el expresionismo plástico como las relaciones simbólicas entre las imágenes.
Así, hacia 1938, los films, de hecho, estaban casi unánimemente planificados según los mismos principios. Cada historia era contada por una sucesión de planos cuyo número variaba relativamente poco (alrededor de 600). La técnica característica de esta planificación era el campo-contracampo: en un diálogo, por ejemplo, la toma de vistas alternada según la lógica del texto, de uno al otro interlocutor.
Es este tipo de planificación, que sirvió perfectamente a los mejores films de los años 1930 a 1939, el que ha sido puesto en tela de juicio por la planificación en profundidad, utilizada por Orson Welles y William Wyler.
El interés de
Citizen Kane
difícilmente puede ser sobrestimado. Gracias a la profundidad de campo, escenas enteras son tratadas en un único plano, permaneciendo incluso la cámara inmóvil. Los efectos dramáticos, conseguidos anteriormente con el montaje, nacen aquí del desplazamiento de los actores dentro del encuadre escogido de una vez por todas. Es cierto que Orson Welles, al igual que Griffith en el caso del primer plano, no ha «inventado» la profundidad de campo; todos los primitivos del cine lo utilizaban y con razón. El
flou
de la imagen no ha aparecido hasta el montaje. No era sólo una dificultad técnica como consecuencia del empleo de planos muy próximos, sino la consecuencia lógica del montaje, su equivalencia plástica. Si en un momento de la acción el director hace, por ejemplo, como en la planificación antes imaginada, un primer plano de un frutero repleto, es normal que lo aísle en el espacio utilizando también el objetivo. El
flou
de los últimos términos confirma por tanto el efecto del montaje; no pertenece más que accesoriamente al estilo de la fotografía y sí esencialmente al del relato. Ya Jean Renoir lo había comprendido perfectamente cuando escribía en 1938, es decir, después de
La bêle humaine
y
La gran ilusión
y antes de
La règle du jeu
: «Cuanto más avanzo en mi oficio, más me siento inclinado a hacer una puesta en escena en profundidad con relación a la pantalla; y cuanto más lo hago, más renuncio a las confrontaciones entre dos actores cuidadosamente colocados delante de la cámara como ante un fotógrafo». Y, en efecto, si se busca un precursor de Orson Welles, no es Louis Lumière o Zecca, sino Renoir. En Renoir la búsqueda de la composición en profundidad corresponde efectivamente a una supresión parcial del montaje, reemplazado por frecuentes panorámicas y entradas en campo. Todo lo cual supone un deseo de respetar la continuidad del espacio dramático y, naturalmente, también su duración.
Resulta evidente, a quien sabe ver, que los planos-secuencia de Welles en
El cuarto mandamiento
no son en absoluto la «grabación» pasiva de una acción fotografiada en un mismo encuadre, sino que, por el contrario, el renunciar a una división del acontecimiento, el renunciar a analizar en el tiempo el área dramática, es una operación positiva cuyo efecto resulta muy superior al que se hubiera conseguido con la planificación clásica.
Basta comparar dos fotogramas realizados con la técnica de la profundidad de campo, uno de 1910 y otro de un film de Welles o de Wyler, para comprender viendo la imagen, incluso separada del film, que su función es completamente distinta. El encuadre de 1910 se identifica prácticamente con el cuarto muro ausente del escenario teatral o, al menos en exteriores, con el mejor punto de vista sobre la acción, mientras que el decorado, la iluminación y el ángulo dan a la segunda puesta en escena una legibilidad diferente. Sobre la superficie de la pantalla, el director y el operador han sabido organizar un tablero dramático en el que ningún detalle está excluido. Pueden encontrarse los ejemplos más claros, si no los más originales, en
La loba
, donde la puesta en escena alcanza un rigor de diagrama (en Welles la sobrecarga barroca hace que el análisis resulte más complejo). La colocación de un objeto con relación a los personajes es tal que el espectador
no puede
escapar a su significación. Significación que el montaje habría detallado con una serie de planos sucesivos.
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En otros términos, el plano secuencia del director moderno, realizado con profundidad de campo, no renuncia al montaje —¿cómo podría hacerlo sin volver a los balbuceos primitivos?—, sino que lo integra en su plástica. La narración de Welles o de Wyler no es menos explícita que la de John Ford, pero tiene sobre este último la ventaja de no renunciar a los efectos particulares que pueden obtenerse de la unidad de la imagen en el tiempo y en el espacio. No es efectivamente una cosa indiferente (al menos en una obra que se preocupa del estilo) que un acontecimiento sea analizado por fragmentos o representado en su unidad física. Sería evidentemente absurdo negar los progresos decisivos que el uso del montaje ha aportado al lenguaje de la pantalla, pero también es cierto que han sido obtenidos a costa de otros valores no menos específicamente cinematográficos.
Por esto la profundidad de campo no es una moda de operador como el uso de filtros, o de un determinado estilo en la iluminación, sino una adquisición capital de la puesta en escena: un progreso dialéctico en la historia del lenguaje cinematográfico.
Y esto no es sólo un progreso formal. La profundidad de campo bien utilizada no es sólo una manera más económica, más simple y más sutil a la vez, de hacer resaltar una escena; sino que afecta, junto con las estructuras del lenguaje cinematográfico, a las relaciones intelectuales del espectador con la imagen, y modifica por tanto el sentido del espectáculo.
Se saldría del propósito de este artículo el analizar las modalidades psicológicas de estas relaciones y sus consecuencias estéticas, pero puede bastar el hacer notar
grosso modo
:
Al analizar la realidad, el montaje, por su misma naturaleza atribuye un único sentido al acontecimiento dramático. Cabría sin duda otro camino analítico, pero sería ya otro film. En resumen, el montaje se opone esencialmente y por naturaleza a la expresión de la ambigüedad. La experiencia de Kulechof lo demuestra justamente por reducción al absurdo, al dar cada vez un sentido preciso a un rostro cuya ambigüedad autoriza estas tres interpretaciones sucesivamente exclusivas.
La profundidad de campo reintroduce la ambigüedad en la estructura de la imagen, si no como una necesidad (los films de Wyler no tienen prácticamente nada de ambiguos), al menos como una posibilidad. Por eso no es exagerado decir que
Citizen Kane
sólo puede concebirse en profundidad de campo. La incertidumbre en la que se permanece acerca de la clave espiritual y de la interpretación de la historia está desde el principio inscrita en la estructura de la imagen.
Y no es que Welles se prohíba a sí mismo el recurso a los procedimientos expresionistas del montaje, sino que justamente su utilización episódica, entre los «planos-secuencia» en profundidad de campo, les da un sentido nuevo. El montaje constituía antes la materia misma del cine, el tejido del guión. En
Citizen Kane
un encadenamiento de sobreimpresiones se opone a la continuidad de una escena en una sola toma, y se convierte en otra modalidad, explícitamente abstracta, del relato. El montaje acelerado desvirtuaba el tiempo y el espacio; el de Welles no trata de engañarnos, sino que, por el contrario, nos lo propone como una condensación temporal, equivalente, por ejemplo, al imperfecto castellano o al frecuentativo inglés. Así, el «montaje rápido» y el «montaje de atracciones», las sobreimpresiones que el cine sonoro no había utilizado desde hace diez años, encuentran un nuevo sentido con relación al realismo temporal de un cine sin montaje. Si me he detenido tanto sobre el caso de Orson Welles es porque la fecha de su aparición en el firmamento cinematográfico (1941) señala muy bien el comienzo de un nuevo período, y también porque su caso es el más espectacular y el más significativo, incluso en sus excesos. Pero
Citizen Kane
se inserta en un movimiento de conjunto, en un vasto desplazamiento geológico de los ejes del cine que va confirmando por todas partes esta revolución del lenguaje.
Encontraré una confirmación por distintos caminos en el cine italiano. En
Paisa
y en
Germania, anno zero
de R. Rossellini, y
Ladrón de bicicletas
, de Vittorio de Sica, el neorrealismo italiano se opone a las formas anteriores del realismo cinematográfico por la renuncia a todo expresionismo y, en particular, por la total ausencia de efectos debidos al montaje. Como en Orson Welles y a pesar de las diferencias de estilo, el neorrealismo tiende a devolver al film el sentido de la ambigüedad de lo real. La preocupación de Rosellini ante el rostro del niño en
Germania, anno zero
es justamente la inversa de la de Kulechof ante el primer plano de Mosjukin. Se trata de conservar su misterio. Que la evolución neorrealista no parezca traducirse en principio como en América, por una revolución en la técnica de la planificación, no debe inducirnos a error. Los medios son diversos, pero se persigue el mismo fin. Los de Rossellini y de Sica son menos espectaculares, pero van también dirigidos a reducir el montaje a la nada y a proyectar en la pantalla la verdadera continuidad de la realidad. Zavattini sueña con filmar 90 minutos de la vida de un hombre al que no le pasa nada. El más «esteta» de los neorrealistas, Luchino Visconti, mostraba por lo demás tan claramente como Welles la intención fundamental de su estilo en
La térra trema
, un film casi únicamente compuesto de planos-secuencia en los que la preocupación por abrazar la totalidad de la escena se traducía en la profundidad de campo y en unas interminables panorámicas.
Pero sería imposible pasar revista a todas las obras que participan en esta evolución del lenguaje a partir de 1940. Ya es hora de intentar una síntesis de estas reflexiones. Los diez últimos años me parece que señalan un progreso decisivo en el dominio de la expresión cinematográfica. A propósito, hemos evitado hablar a partir de 1930 de la tendencia del cine mudo ilustrada particularmente por Erich von Stroheim, F. W. Murnau, R. Flaherty y Dreyer. Y no porque me haya parecido que se extinguía con el sonido. Porque, bien al contrario, pienso que representa la vena más fecunda del cine llamado mudo, la única que, precisamente porque lo esencial de su estética no estaba ligado al montaje, anunciaba el realismo sonoro como su natural prolongación. Pero también es verdad que el cine sonoro de 1930 a 1940 no le debe casi nada, con la excepción gloriosa y retrospectivamente profética de Jean Renoir, el único cuya puesta en escena se esfuerza, hasta
La règle du jeu
, por encontrar, más allá de las comodidades del montaje, el secreto de un relato cinematográfico capaz de expresarlo todo sin dividir el mundo, de revelarnos el sentido escondido de los seres y de las cosas sin romper su unidad natural.