—No, en absoluto. Tienes razón en lo de Koons.
—Pero no puedo evitarlo —dijo Matt, aliviado por volver a territorio seguro—. Trabajo rodeado de gran arte. Es mi vida. Lo encuadran en términos de entonces y ahora, viejo y nuevo. Grande para mí significa atemporal. Quiero decir, mira el retrato de Anna. Podría estar viva ahora mismo. No la miro y pienso en el Quattrocento; para mí es sólo una mujer hermosa captada en un momento con el que cualquiera puede identificarse, mientras contempla a su hijo.
—¿Anna? —preguntó Sally.
—El nombre que uso —dijo Matt—. La personaliza. He pasado mucho tiempo con ella en los últimos dos meses.
—No bromees.
Matt la miró directamente a los ojos.
—Estás celosa —dijo.
—En absoluto.
—Sí que lo estás. Celosa de un cuadro. ¿Crees que me he enamorado de ella? —Matt se echó a reír—. Como el guardia del Louvre. ¿Te he hablado de él alguna vez? Se enamoró de la Mona Lisa. Peor aún, estaba convencido de que ella sentía lo mismo. Llegó a tal extremo que le decía a la gente que no la mirara porque no le gustaba y se ponía nerviosa. Tuvieron que despedirlo.
—¿No podríamos tener esta conversación ahora mismo?
—No me lo puedo creer —dijo Matt, sorprendido.
—Anna. Parece maravillosa. ¿Por qué no te la llevas a Italia?
—Esto es ridículo —dijo Matt, todo su miedo y confusión convertido en furia.
—¡No, no lo es! ¿Qué se supone que tengo que pensar, Matt? No sé qué nos está pasando. Te encuentro tan distante... Es como si yo no existiera ya para ti. No estoy celosa de un cuadro, pero sí, sinceramente, creo que para ti no es sólo un cuadro. Creo que esa idea tuya de ir a Italia es sólo porque te sientes culpable. No, no es justo. Mira, lo siento. No pretendía decir eso. —Sally se cubrió los ojos con las manos.
Está llorando, pensó Matt. Es increíble lo que está pasando. ¿Qué he hecho?
—Es que no sé qué está pasando, Matt —dijo Sally—. Te quiero. Pero parece que eso no importa.
Lo sé, quiso decir Matt. Lo sé; no parece crear ninguna diferencia, y debería.
6
Mientras esperaba la señal, Matt se alzó levemente de puntillas, las piernas flexionadas y el cuerpo de lado con respecto a su oponente. Las finas hojas de los floretes suspendidos en el aire, las puntas casi tocándose, una doble imagen vestida de blanco con óvalos plateados donde deberían estar los rostros. Al oír el brusco zumbido, los dos hombres se agacharon un poco, poniendo a prueba sus piernas, las puntas de las hojas dando vueltas una en torno a la otra como luciérnagas enzarzadas en una danza de apareamiento. Matt dejó que su adversario tomara la iniciativa, pasito a pasito, dispuesto para el ataque. Cuando éste se produjo, un destello de plata, el brusco entrechocar de las hojas le corrió brazo arriba. Una rápida finta de muñeca apartó el florete. Matt se abalanzó entonces, rápido, sólo para encontrarse rechazado antes de alcanzar su objetivo. Con una rápida finta, su oponente liberó su hoja y se retiró. Matt, continuando el ataque, se abalanzó plenamente pero con un diestro movimiento su hoja fue desviada hacia la nada entre el torso y el brazo de su atacante. Se detuvo al sentir la punta roma sobre su pectoral, apenas a unos centímetros de su corazón. Sonó el reloj.
Dos veces más se repitió la danza, y cada vez terminó como la anterior, aunque la hoja de Matt consiguió en una ocasión su objetivo. La llamada final lo pilló en medio de un último ataque desesperado por igualar el marcador. Se detuvo, enderezó el cuerpo y saludó. Al quitarse la careta sintió el aire frío sobre su cabeza empapada. Sostuvo el florete y la máscara bajo el brazo y estrechó la mano que Klein le tendía.
—La próxima vez será —dijo Klein.
—Ni siquiera está sudando —protestó Matt.
—Economía de movimientos —replicó Klein. Miró el reloj—. Todavía es temprano. Si está libre, tal vez le guste ver ese boceto que le mencionaba.
—Claro —respondió Matt, picada su curiosidad.
Klein no había dicho nada más, sólo había mencionado un boceto que a su parecer le resultaría interesante, significara aquello lo que significase.
El frío aire del exterior del gimnasio fue agradable después del húmedo calor del interior. Una ligera nevada caía del cielo nocturno, un fino polvillo blanco que se desvanecía antes de alcanzar la acera. Mientras los dos hombres descendían la empinada colina hacia Riverside Drive, una brisa procedente del río sacudió los altos árboles del parque, haciendo que la nieve bailoteara y se fuera arremolinando en torno a los luminosos puntos de luz que flotaban en el aire sostenidos por las viejas farolas de hierro forjado.
Cuando Klein abrió la puerta de su apartamento, oyeron un piano. No fue hasta advertir una leve alteración en el tempo cuando Matt, que se quitaba el abrigo, advirtió que no se trataba de una grabación. Como música recordada más que oída, las notas tenían un timbre ensoñador, el leve eco seco de una ventisca sobre un prado congelado. El apartamento, pelado y moderno, casi carecía de muebles. En el pasillo no había más que una serie de fotografías, marcos cromados contra una pared blanca, y una estrecha alfombra sobre el suelo de madera, la sutil pauta de azul sobre azul apenas discernible. Mientras seguía a Klein al salón, Matt pudo atisbar una mesa de billar más allá de una puerta, el destello de negro y blanco en la pared, sin duda un Jackson Pollock. Las paredes del salón terminaban en la noche, un telón de cristal que enmarcaba las luces de la ciudad y el ancho vacío del río. La nieve transformaba la vista en una litografía, una abstracción de gruesa textura gris y negra.
Sentada ante el piano, una joven de pelo negro, teñido de plateado en las puntas, tocaba con delicada gracia, sin apenas rozar las teclas. ¿Bach?, pensó Matt, sabiendo que probablemente se equivocaba, que todo lo que sonara barroco le parecía Bach. Advirtió por qué el sonido era tan distante y etéreo, pues el instrumento no era un piano, sino uno de sus antepasados, tal vez un clavicordio. La pequeña caja oblonga de oscura caoba tenía dos teclados, uno encima del otro, y las teclas blancas no eran de color marfil sino del amarillo meloso de la madera vieja. Dentro de la tapa, abierta y sujeta por un palo tallado con la forma de una alargada sílfide, había pintada una escena de espíritus bailando en un claro del bosque.
Mientras se detenían un instante, escuchando la música que interpretaba la joven, inconsciente de su presencia, Matt advirtió gradualmente que algo no encajaba. No eran notas falsas: aunque él no era ningún experto, advertía que la música tenía el fluir adecuado, que lo que oía era lo que se suponía que tenía que oír. No era el claro timbre del sonido, pues rápidamente se había acostumbrado a eso. Estaba desafinado. Eso era, podía oírlo allí mismo, en una larga escala en el teclado: el instrumento estaba desafinado, simplemente. Miró a Klein, con una mueca de aflicción. Increíble. Klein permanecía ajeno a las notas discordantes, con la cabeza ladeada y una expresión distante en la mirada.
Sonó el timbre de la puerta, y la música se detuvo inmediatamente, las manos de la concertista posadas sobre el teclado. Se levantó y se dio la vuelta, deteniéndose al ver a Matt y Klein.
—Excelente —dijo Klein.
—Me alegro de que te haya gustado —dijo la muchacha, y se marchó para abrir la puerta.
Klein se sentó al clavicordio, y después de frotarse las manos atacó las teclas. Del instrumento brotó una explosión de notas en cascada de escalas que finalmente se fundieron en una serie de octavas repetidas. Matt oyó abrirse la puerta y una voz familiar que decía:
—Ciao, nena. ¿Estás preparada? Vamos.
Observó las manos de Klein mientras golpeaban rítmicamente las teclas, cambiando bruscamente a una serie de acordes que estremecieron la delicada caja en una rápida cadencia de cierre.
—¿Lo sabe su amigo Charles? —preguntó Klein en el silencio que siguió, las manos aún posadas sobre las teclas.
—No quiere saberlo —respondió Matt—. Dice que Kent es su propio dueño.
—Ya veo. —La mano izquierda de Klein inició una nota que a la tercera repetición se convirtió en acorde—. Antes de que se me olvide —dijo, mientras su mano derecha añadía una melodía a la base rítmica—. En la pared, detrás de usted.
Matt se dio la vuelta y vio un cuadro, no una pintura: un boceto, con tinta marrón. Pautas, pero pautas que había visto antes. Se acercó para mirar mejor, súbitamente ajeno a la música que se había convertido en una simple fuga. No podía ser, pero sabía que era. Se quedó de pie, hechizado por los trazos, la fuerza arrebatadora de los golpes de pluma, seguros y gráciles, que creaban la tensión y el fluir de lo que fácilmente podría haber sido confundido con un dibujo abstracto. No era nada de eso, como bien sabía, sino un preciso registro del fluir del agua al caer de una espita hacia una pileta. Pero ¿de dónde lo había sacado Klein? Por lo que sabía, ninguno de los dibujos de Leonardo sobre dinámica de fluidos estaba en manos privadas.
Sin detenerse, Klein pasó de la fuga a una canción de los Beatles.
«What would you think if I sang out of tune...»
La familiar melodía y los cambios de acordes llenaron el aire. El viejo instrumento le daba una extraña cualidad, como si sonara en una caja de música de cuerda. Matt escrutó el rostro de Klein. Es una broma, pensó, el instrumento está superdesafinado. Si puedo oírlo yo, puede oírlo cualquiera, y sin embargo él no parece advertirlo. Klein alzó la mano y la música se detuvo.
—¿Tiene planes para cenar? —preguntó.
—No —contestó Matt.
Sally no estaba en la ciudad. No es que importara, porque Klein le caía muy mal. Sally, más perceptiva que nadie, podía sentir que por muy amable y atento que Klein fuera con ella, no encontraba nada en su persona que atrajera su atención.
—Van a venir unos amigos. Tal vez le guste conocerlos.
—Gracias, me parece estupendo.
—Voy a ver qué nos ha dejado para cenar tante Lisl —dijo Klein—. Vuelvo en un instante.
Matt se acercó a la ventana y contempló el panorama. Carente de color, la habitación reflejaba, flotando transparente al otro lado de la gran extensión de cristal, la noche nevada. Las luces de la ciudad chispeaban a través de la sombra que era él, suspendido en la noche, mirándose a sí mismo; soy una constelación, pensó, una superposición artificial para proporcionar algún parecido de orden a las luces de más allá que eran el mundo real. Cada una un planeta, una estrella, con un mundo propio en su círculo de luz, para quienes él ni siquiera existía. Él era Orión, con las luces de los taxis que pasaban por el parque en su cinturón, y las farolas por brazos y piernas, y por corona un avión, sobrevolando el Hudson. Apareció una figura, otra constelación vagando por el cielo nocturno.
Matt se dio la vuelta. Klein se acercó con dos copas de vino.
—Al principio no reconocí su dibujo —dijo Matt, indicando el Leonardo mientras aceptaba una de las copas—. Era lo último que esperaba ver. ¿Dónde lo encontró?
—Me temo que es el resultado de una lotería genealógica. Soy el último que queda, así que vino a mí. Siempre me ha fascinado. Si se mira al agua que cae en una pileta, lo único que se ve es espuma. Lo sé porque lo he intentado. Hace falta una cámara para detener la acción de esta forma. El ojo no es lo bastante rápido. No puedo comprender cómo lo hizo.
Matt estudió el dibujo, acercándose tanto a la pared para observarlo mejor que llenó su campo de visión. El agua brotaba de la espita con una fuerza casi palpable, aterrizando y salpicando en la profundidad de la pileta, borboteando en espuma hasta una superficie entrecortada por las ondas rotas. Círculos y remolinos, líneas curvándose y cambiando y dando vueltas y vueltas, girando mientras el ojo seguía el movimiento.
—Usted conoce sus dibujos de una golondrina en vuelo —dijo Klein.
—Sí.
—Es lo mismo. Las alas de un pájaro se mueven demasiado rápidamente para verlas. Y sin embargo él las detiene a la perfección. Venga —dijo, y lo condujo a uno de los marcos cromados del pasillo—. ¿Ve? Exactamente lo mismo.
Era una serie de fotografías, viejas y estilizadas, que seguían el movimiento de un pájaro mientras movía las alas arriba y abajo en un círculo completo.
— Él lo dibujó a la perfección, pero hicieron falta Eadweard Muybridge y una cámara para verlo.
Volvió a sonar el timbre.
—Discúlpeme —dijo Klein, y fue a abrir la puerta.
Matt con curiosidad contempló las otras fotos que había en la pared. Junto al pájaro había otra de un grupo de imágenes, doce en total. Una copia salina de los primeros días de la fotografía, casi con textura litográfica, con papel grueso y oscuras líneas negras que no tenían tonos intermedios. Había una inscripción al pie, con elegante letra itálica: «Faraday: Campos Magnéticos de Perturbación», decía. Una gama de extrañas formas geométricas, bidimensionales, recordaban los planos de un arquitecto, pero de habitaciones sin puertas ni ventanas. Lo que parecía ser cabello radiaba de sus superficies, un borde puntiagudo como cilios rodeando a cada uno. Las formas, que empezaban con un cuadrado perfecto en lo alto, se volvían cada vez más complejas. Completamente asimétricas, sin auténticas esquinas; una de ellas tenía un cuadrado pequeño surgiendo de su lado más largo. ¿Dónde lo había visto antes? Mientras miraba, fue creciendo la sensación de familiaridad. Estaba seguro de conocerlo.
La siguiente fotografía era algo que Matt había visto antes. Un miliciano de la guerra civil española cayendo de lado, con los brazos extendidos y el rifle perdido de la mano, había sido captado por la cámara en el momento mismo en que era alcanzado por la bala. La última fotografía de la pared era aún más familiar, tanto que en circunstancias diferentes Matt tal vez no la habría visto, ignorándola como si se tratara de un anuncio de revista. Un biplano, escorándose levemente a un lado con alas blancas de delicadas plumas, se alzaba en una estrecha franja de arena en Kitty Hawk. Suspendido en el aire, con la figura a los controles también inmóvil, todo movimiento se concentraba en el hombre que permanecía a un lado, negro contra la arena gris y el cielo difuso. Wilbur Wright, inclinándose hacia delante después de haber soltado el ala, deseando que el frágil avión volara, lo veía surgir de un mundo para aterrizar en el siguiente.