Matt se internó en el bosquecillo. Junto a una vieja escalera apoyada contra un tronco había varias cestas de mimbre amontonadas, dispuestas para la recolecta de aceitunas que maduraban en las ramas. Más allá de las copas se adivinaba el color azul, como si detrás de los árboles se extendiera el mar. Un campo de margaritas saludó a Matt cuando salió del bosquecillo. Se detuvo para disfrutar del panorama. La brisa de la tarde agitó el mar de flores y le trajo un sonido de más allá del prado, pesado, como un oso moviéndose entre los matorrales. Matt se protegió los ojos contra el brillo del sol e intentó ver qué era.
La manticora caminaba de lado, arqueando el cuello, con sus grandes escamas arrugadas, las alas alzándose como un halcón en equilibrio. La bestia observó a Matt desde el otro lado del mar de flores, sus ojos brillantes bajo el sol, sin apenas mover la cabeza, mientras los segundos se convertían en minutos. Finalmente se volvió, pisando con fuerza y agitando la cola, cuyo extremo bifurcado chasqueó como un látigo, y luego corrió por el prado y alzó el vuelo al cielo batiendo sus poderosas alas. Al sobrevolar los árboles, con las patas delanteras extendidas, lanzó un grito ronco y largo.
Como si fuera un eco, la débil llamada plateada de los cuernos llegó desde el otro lado del bosque, interrumpida por los agudos ladridos de los perros de la cacería. Cada cuerno tenía su propia nota que sonaba una y otra vez, clara pero mezclada con las demás. Como el olor del fuego, la llamada despertó en Matt una sensación de peligro. Orlando, pensó. No debía perder tiempo. Desenvainó la espada y comprobó el filo, una línea aguda e ininterrumpida de plata, y luego volvió a guardar la espada en su vaina.
Matt cruzó el prado, las flores apartándose y luego uniéndose tras él, sin dejar rastro de su paso. Cuando entró en el bosque notó el aire fresco y cargado del olor resinoso de los abetos. El aullido de los perros, cada vez más cercano, se alzó hasta un nivel casi histérico, acompañado por los agudos relinchos de los caballos y los pesados golpeteos de sus cascos sobre el suelo mientras se abrían paso entre la maleza. Los gritos de los hombres resonaban entre los árboles.
Matt avanzó tan rápido como pudo, concentrado en encontrar lo que sabía que estaba en algún lugar del bosque. Los sabuesos, negros y marrones, desapareciendo tan rápidamente que parecían un truco de la luz en las sombras, pasaban entre los matojos. Apareció un hombre, un mero atisbo de brillantes colores contra el verde, apartando los arbustos con un negro bastón. Al ver un claro a la izquierda entre las copas de los árboles, se dirigió hacia allí. Las copas se encontraban en lo alto, los árboles se abrían para formar un anfiteatro natural, rodeado de troncos negros como espectadores mudos. El claro, cubierto de una alfombra de hojas y hierba, no era mayor que el espacio que un hombre puede alcanzar arrojando un hacha. Matt surgió de entre dos árboles y se detuvo en el borde del calvero.
El resonar de la espada al desenvainarla sonó con fuerza en el silencio del claro, y detuvo a la alta figura de armadura negra que había al otro lado, que también empuñaba una espada. Orlando yacía tras él apoyado contra un árbol, sujetándose la pierna, el temor dibujado en la cara mientras contemplaba el águila de bronce, las alas alzadas y el pico abierto en mitad de un grito, que lo miraba desde el casco que se recortaba contra las hojas y el cielo.
El caballero se volvió para enfrentarse a Matt y alzó la espada, elevando la punta al cielo. Empezó a reírse, un ligero rumor que se hizo cada vez más fuerte, resonando por todo el claro, alzándose hacia los árboles e inundando el aire tranquilo. Después de que se hiciera el silencio, siguió resonando en los oídos de Matt. El caballero avanzó, una avalancha de armadura negra pulida y cota de mallas, grebas y guardas y botas acorazadas y la grieta negra y vacía de la visera y, en lo alto, el pico abierto y las alas alzadas; el águila de bronce.
Sin retroceder, Matt alzó su espada, tanto como podían alcanzar sus brazos, y luego la dejó caer con todas sus fuerzas, hundiendo profundamente la punta en el suelo. Mientras la empuñadura temblaba, se quitó el cinturón y lo arrojó a un lado. Dio un rápido giro al alfiler que ajustaba el cinturón de plata que sujetaba su jubón y lo aflojó, abriendo la prenda. Se la quitó y la arrojó a un lado, entre las hojas muertas y la hierba. Con un firme tirón liberó la espada del suelo, trazando un arco con ella al alcanzarla con ambas manos, dispuesto a recibir a su oponente.
Más cerca, paso a paso, la hoja llegó como una línea negra dibujada en el verde del bosque. Casi a punto de alcanzar a Matt se alzó, la punta cada vez más alta, se detuvo como un halcón preparado para caer desde el cielo y allí se quedó, la enorme figura del caballero petrificada mientras observaba a su presa.
Tres lirios, piedras preciosas engarzadas en oro y plata, brillaban a la escasa luz contra el blanco de la camisa de Matt, que alzó su espada, dirigiéndola hacia la derecha, la punta sobre su hombro, y entonces descargó un golpe hacia delante con todas sus fuerzas. Su hoja cortó el aire para encontrarse con la otra; el acero de ambas espadas resonó al deslizarse hacia abajo, deteniéndose sólo cuando chocaron con las empuñaduras.
La espada de Matt se elevó inmediatamente, trazó un círculo y cayó de nuevo contra la otra; el estrépito del acero resonaba aún más alto, la nota auténtica y pura. El caballero retrocedió, inseguro, y entonces, con una rápida finta, apartó la espada de Matt y se lanzó al ataque.
Matt, con la pierna avanzada, se preparó para el ataque, y sus brazos cedieron sólo levemente cuando la hoja del caballero aterrizó contra la suya con un golpe tremendo; la misma nota resonaba en sus brazos y su torso mientras llenaba el aire. El caballero pareció vacilar de nuevo, como si el sonido lo confundiera. Tras girarse, atacó una y otra vez, pero Matt esquivó, aguantó cada golpe, siempre preparado para la hoja cuando caía hacia él. La espada cayó una y otra vez, la nota alzándose hasta que se convirtió en un sonido continuo en el aire, y entonces el caballero, agotado su último asalto furioso, se apartó, con la espada colgando.
Matt se detuvo, respirando entrecortadamente; la garganta le ardía mientras insuflaba aire en sus pulmones. Luchó por aferrarse a su espada, las manos entumecidas por la vibración que todavía resonaba en sus oídos. Los ojos le escocían por el sudor, el cuero contra su piel estaba pegajoso y caliente. Vio cómo el caballero se tambaleaba mientras recuperaba el equilibrio y luego se volvía hacia él, alzando la espada, dispuesto a atacar de nuevo. Matt cargó hacia delante, el filo plateado de su espada alzado y brillando con un arco iris de color. En el último momento bajó la punta de la espada y la hundió directamente en la negra ranura del visor.
La fuerza del impacto levantó al caballero y lo arrojó hacia atrás, los brazos extendidos, la espada en el suelo. Quedó colgando en el aire y luego se desplomó contra el suelo con un golpe hueco. Matt, aferrando la empuñadura con ambas manos, se tambaleó hacia delante, jadeando, la punta de su espada todavía enterrada dentro del casco. El caballero yacía inmóvil y flácido. Matt soltó la empuñadura, y la espada cayó al suelo mientras él se desplomaba de rodillas, agotado.
Permaneció sentado sobre sus talones, descansando, recuperando la respiración. Luego recogió la espada. Cuando estaba a punto de limpiarla en la manga del caballero, se detuvo. No había sangre. La hoja estaba limpia.
Extendió la mano para soltar la visera, pero el casco resbaló de su mano, rodando, el águila entre las hojas como si hubiera caído del cielo. Matt tomó la coraza y la alzó por el agujero del cuello. Se soltó, y las mangas de la cota de mallas escaparon de los pesados guantes y quedaron colgando como la camisa de una serpiente. La arrojó a un lado y desnudó el resto de la armadura vacía. Las piezas se esparcieron por las hojas como pedazos de un sueño olvidado.
Los setos, una jirafa, un hipopótamo, un león y dos cachorros, montaban guardia a su paso. Matt descendió el corto tramo de escaleras, gastadas por el tiempo, hasta llegar al jardín inferior, y entonces siguió uno de los senderos entre los lechos de flores hasta el estanque del centro, donde saltaba un delfín, medio dentro y medio fuera del agua. Al lado del estanque había una mesa de mármol veteado, y sobre ella una jarra de mayólica y vasos, uno casi lleno, con unas brillantes rodajas de limón flotando en él. Matt se sentó en una de las sillas y sirvió agua en otro de los vasos. Trazó con el dedo un círculo en el borde, y una nota se alzó al aire, aguda y pura.
Dormida en la silla junto a él, Anna se agitó unos instantes, pero se relajó de nuevo cuando se apagó la nota. Su vestido, de seda damasquina del color del mármol, caía en suaves pliegues desde el cinturón dorado, atado bajo el corpiño por un nudo de amante. Una capa celeste, vuelta para mostrar el forro negro, envolvía sus hombros, y un cordón de plata trenzada con una sola perla engarzada en oro sujetaba su pelo.
Mientras Anna dormía, Matt pensó en lo que le esperaba. En la cena hablaría con Rodrigo sobre el proyecto para los pigmentos. Había además otros planes, pero por ahora bastaba con disfrutar de la vista del valle, el profundo verde de las montañas al otro lado teñidas de oro por la luz de la tarde.
Anna volvió a agitarse y despertó. Con sus ojos todavía llenos de sueño, le dirigió una sonrisa.
—Has vuelto —dijo—. ¿Es tarde?
—No, apenas atardece. ¿Has dormido mucho rato?
—No lo sé. Después de que te marcharas traté de trabajar en el cuadro, pero estaba demasiado cansada. Anoche no dormí nada, ya sabes.
—Me alegra que hayas tenido ocasión de descansar.
Mientras dormía, tuve un sueño extrañísimo. Estaba en un teatro y había gente cantando.
—¿Qué? ¿Miracolo d'amore?
—No —rió Anna—. Una música que nunca había oído hasta entonces. Y tú también estabas allí.
—¿Qué ocurrió?
—Hubo una tormenta, y todo se oscureció. No podía ver. Lo peor fue el silencio. Pero entonces... posiblemente por nuestra charla durante la cena, vi a la manticora. Caminaba sobre el mar. Y entonces oí una trompeta. Fue un sonido maravilloso, como un arco iris.
—¿Y luego?
—Desperté y estabas aquí.
—La cacería ha terminado. La manticora escapó.
—Me alegro. —Anna pasó su mano por el alfiler que él llevaba prendido de la camisa—. ¿Y Leandro?
—No hay ningún Leandro. Se ha ido.
—No tenías modo de saberlo, y no pude decírtelo. El conde murió ayer. Por eso anoche... tenía miedo de lo que pudiera hacer Leandro cuando supiera que el camino se hallaba despejado. Tal como estaban las cosas, no habrías estado a salvo.
Matt puso la mano sobre la de ella, todavía apoyada en su camisa.
—Te eché de menos.
—¿Sí?
—Sí —dijo Matt, y le besó la palma.
Se levantaron, la mano de él aún en la suya mientras la atraía. Era ligera, al igual que lo fue el beso, tan ligero como el sol reflejado en el agua.
—Quiero mandar que te hagan un retrato —dijo Matt, el brazo alrededor de su cintura mientras recorrían el sendero hacia la villa.
—Píntalo tú.
—No podría hacerte justicia. Creo que me ceñiré a las flores.
—¿Quién entonces? ¿Piero?
—Estaba pensando en ese florentino que conoce Rodrigo.
—Qué maravilloso —dijo Anna—. Acaba de pintar a mi prima Ginevra...
FIN