—¿Quién es Klein?
—El que paga todo esto.
Matt no conocía en persona al misterioso mecenas cuya sustanciosa aportación había permitido la restauración del studiolo, un proyecto que había consumido incontables horas a lo largo de veinte años. Resultaba casi inconcebible que un hombre hubiera pagado todo aquello. En reconocimiento a su ayuda, el boletín del museo sólo incluía un nombre: doctor Johannes Klein, de la Fundación Fleigander, en Praga.
—¿A qué se dedica? —preguntó Sally.
—No creo que haga nada. Según Charles, trabaja en «acústica».
—¿Es músico?
—No. Se ocupa de algo relacionado con las vibraciones. ¿O eran las frecuencias? La verdad es que no estoy seguro. Es asesor. Charles dijo que sin él la lanzadera espacial no sería más que una maqueta. Al parecer, Boeing le paga mucha pasta para que no hable con Airbus. Tiene un ordenador, como mucha gente, pero el suyo es un CRAY.
—No está mal —dijo Sally—. Me gustaría ver qué ha comprado su magnanimidad. ¿Podemos echar un vistazo?
—Claro.
Siguieron a un grupito de invitados que dejaban la recepción hasta la pequeña sala de exposiciones que conducía al gran salón medieval. A un lado había un alto arco flanqueado por columnas y rematado por un amplio dintel, con pesadas puertas de madera que permanecían abiertas.
—Impresionante —comentó Sally mientras se acercaban al arco—. Parece la entrada al Tribunal Supremo.
Al entrar, se detuvo bruscamente. La estancia, no mucho más grande que una alacena, estaba decorada con armarios imaginarios, trampantojos tan reales que al principio parecía mucho más grande de lo que era.
—¿Qué es esto? —preguntó, mirando en derredor, sorprendida.
El studiolo del palacio ducal de Gubbio, en Umbría. Una de las glorias del Quattrocento.
— Supongo que te refieres a ese período del siglo XV en Italia, que se considera el origen del Renacimiento.
—Exacto —dijo Matt en un tono tan neutro como el de ella.
La mañana siguiente a la primera noche que pasaron juntos, Sally le había confesado, mientras servía salmón ahumado en una tostada, que lo suyo había sido un flechazo. Por eso había decidido que su explicación algo pedante del término (en su primera conversación, insistía ella cuando él negaba haber explicado nada) había sido más seria que condescendiente. Según ella, era un reflejo de su entusiasmo; y la suposición de que todo el mundo quedaría tan cautivado por el tema como él resultaba casi simpática. Matt estaba dispuesto a admitir lo de pedante (sabía que cuando empezaba, no había quien lo parara), pero no le gustaba lo de condescendiente, y en cuanto a la simpatía... aunque no le entusiasmaba demasiado la palabra, sabía que para las mujeres era un gran cumplido.
—¡Qué barbaridad! Esto es glorioso. Nunca imaginé que pudiera existir nada igual. ¿Qué era un studiolo?
—Un estudio, pero en el sentido real de la palabra. Era una habitación para la contemplación, un sitio donde reflexionar.
Matt se sorprendió al sentirse tan abrumado como ella. Ya había visto la mayor parte de la sala, desmontada, mientras la restauraban. Fue junto a uno de los paneles donde conoció por primera vez a Charles, pincel en mano y con las gafas de trabajo en la punta de la nariz. Pero ver los paneles separados, desmontados y bajo las brillantes luces del laboratorio de restauración no lo había preparado para el poder que transmitía ese espacio una vez en su interior.
—Sólo se construyeron tres como éste —dijo Matt—. El Papa tenía uno, y Federico, el duque, tenía los otros dos. Éste, y otro en su palacio de Urbino. Ése lo hizo Botticelli.
—¿Ese tipo empleaba a Botticelli como decorador de interiores? ¿De dónde sacaba el dinero?
—Fue el más grande de los condottiere del Renacimiento. Mercenarios —explicó, respondiendo a su mirada—. Soldados de fortuna. ¿Florencia quiere Volterra? Habla con Federico, y cierra el trato. Era único en su tiempo porque nunca incumplía su condotta, su contrato. Otros cambiaban de bando cuando se les antojaba, pero cuando alguien contrataba a Federico, era en firme. Además era uno de los principales humanistas de su época. Los eruditos acudían desde toda Europa para consultar su colección de libros y manuscritos, muchos de ellos únicos. Se convirtieron en el núcleo de la Biblioteca Vaticana.
Sally avanzó un paso, tratando de captar las verdaderas dimensiones de la sala, y entonces se dio la vuelta en un lento círculo. Las puertas imaginarias de los armarios habían quedado entornadas y permitían entrever los estantes, que hablaban de la vida cotidiana del Quattrocento: candelabros, un tintero, unas gafas cuidadosamente guardadas en su caja; con el cálido brillo de la luz, todo resultaba tan real como un ensueño. Abundaban los libros, junto con manuscritos, uno de ellos todavía desenrollado como si su lector hubiera interrumpido la lectura y se dispusiera a regresar en cualquier momento. Había instrumentos musicales por todas partes, desde los delicados cuerpos y los gastados cuellos de laúdes y cítaras hasta una pandereta y un tambor. Un cuerno de marfil repujado en plata colgaba de un gancho, presto a la mano para la siguiente cacería, y un par de cornetti y un rabel esperaban cerca. En el siguiente estante había un arpa con una cuerda suelta, un fino hilo que se curvaba hacia arriba. Una mano atenta había colocado debajo una llave de afinación, y su diminuta sombra resultaba apenas visible en la pared de detrás.
En un armario había una armadura, un brutal recordatorio de la fuente de riqueza que había hecho posible la sala. Un guante de malla había sido arrojado descuidadamente sobre las grebas y espuelas, con una maza apoyada junto a ellas, y su graciosa ejecución prestaba una belleza letal a las lengüetas y afilados ángulos de la pesada cabeza de hierro. En las sombras, un águila se encaramaba sobre un casco; sus alas se alzaban desafiantes, tenía el pico abierto en un silencioso chillido y agarraba un escudo bajo su espolón.
Sally distinguió una jaula dentro de un armario, a un lado de una alcoba lo bastante grande para albergar una ventanita. Un loro, cuyas plumas poseían el verde pálido y el rojo de las flores secas, se encaramaba tras el delicado trazado de los barrotes que lo mantenían cautivo. Sally se acercó para examinarlo más detenidamente.
—Madera —dijo, y miró en derredor, atónita—. Esto no está pintado. Es todo madera.
—Intarsio —dijo Matt — . Los florentinos eran famosos por ello.
—Es sorprendente. —Dio otra vez la vuelta y luego se dirigió hacia él—. Deberíamos irnos. ¿Podrías sujetarme esto? —preguntó, tendiéndole el abrigo—. Ahora mismo vuelvo.
Matt se entretuvo en la sala, contemplando los paneles, con el abrigo de Sally en las manos. Una pareja se asomó a la puerta sin llegar a entrar, dejándolo en solitaria posesión del silencioso estudio. Los paneles de madera ahogaban lo que quedaba de los ruidos de la recepción de fuera, dando la impresión de estar a mundos de distancia. De panel en panel, acabó en la larga pared frente a la alcoba. Al mirar a un lado observó que los armarios estaban levemente distorsionados, como cuando se mira por el rabillo del ojo. Avanzó paso a paso hasta el centro de la sala, y entonces retrocedió. Al descubrir que había ido demasiado lejos avanzó despacio otra vez y entonces se detuvo, transfigurado por la visión. La pared se desvaneció, el mundo que se extendía más allá quedó tan claramente revelado como si hubiera abierto una ventana de par en par. Los estantes retrocedieron ante él, los armarios a cada lado, las sombras interiores tan reales como si hubieran sido proyectadas por la luz que entraba por la ventana que tenía detrás. Los libros, antes un tour de force de marquetería, esperaban ahora que los tomara, igual que la vela esperaba a ser encendida; el arpa, afinada y tañida. Matt había encontrado el punto de fuga, el lugar donde convergían todas las líneas de la perspectiva. Cerró los ojos y luego los fue abriendo lentamente, disfrutando del imperceptible vértigo mientras la pared entre él y los armarios se disolvía de nuevo. La escena había sido ejecutada tan perfectamente que las imaginarias pilastras que enmarcaban las puertas y el banco que corría bajo los armarios parecían extenderse desde la sala hacia él.
En el banco, directamente enfrente, había un octágono facetado del tamaño de la cabeza de un hombre. Un mazzocchio, la forma de madera alrededor de la cual los hombres de la época envolvían la tela de sus elaborados tocados. Matt advirtió que los constructores lo habían colocado exactamente en el eje vertical de la escena. Pero ¿dónde estaba el eje horizontal? Debería quedar a nivel de los ojos. Observó de nuevo el panel que tenía delante. Allí estaba. No en el estante central, como había supuesto al principio, sino justo debajo. Suspendido de un gancho, centrado en el eje horizontal tal como el mazzocchio estaba en el vertical, había otro octágono, mucho más pequeño. Este aro, hecho para que pareciera realizado en tela, estaba envuelto y coronado por una cola rematada por una perla diminuta que parecía resplandecer contra el fondo oscuro.
Naturalmente, pensó Matt. ¿Qué mejor para el punto de fuga que el símbolo de los caballeros de la Jarretera, la más elitista de las órdenes honorarias del Renacimiento? Federico, a quien el rey Eduardo IV de Inglaterra había nombrado miembro, lo consideraba el más alto honor de su carrera. Pero había algo que estaba mal. Matt se sintió confuso al observar la Jarretera, como si estuviera intentando mirar en una esquina. Examinó el mazzochio, y luego otra vez el aro de tela. El mismo efecto de reojo. La Jarretera no encajaba. ¿Cómo era posible? Los constructores de la sala, por muy maestros que fueran, habían fallado en el punto focal de toda la pared. ¿O tal vez no? Se inclinó, como quien intenta distinguir el fondo a través de las aguas tranquilas de un estanque. Había algo más, algo en la pared de detrás de la Jarretera. El perfil del aro de tela, una sombra negra que se distinguía en la oscuridad bajo el estante. Pero ¿era acaso una sombra? Al contemplarla, ahora que la veía, no estaba seguro.
Destacaban en la pared, bruscamente esbozadas, formando una doble imagen junto a la Jarretera, una luna nueva y una luna llena. Las observó con detenimiento para examinarlas al mismo tiempo. Luz y sombra, girando, casi fundiéndose, una negra, otra clara, pautas contra las sombras, negra y blanca, cuadrados... el mazzocchio. Los cuadros blancos y negros recorrían el aro, reflejaban su propia sombra en el banco. Había un banco, y en él un mazzocchio, y en la pared tras la pared, en el interior del armario, colgando de un gancho, había una Jarretera con una perla y una hebilla de plata. Y allí estaba la sombra, negra y nítida, mirándolo, observándolo con mirada firme, sin parpadear.
Recordó haber estado sentado junto a una ventana, esperando que su tren arrancara, la mirada perdida en los vagones que tenía al lado, también inmóviles, cuadros de luz contra la noche negra, gente leyendo, hablando, contemplando la nada, uno de ellos mirándolo a su vez. Perdido en sus pensamientos, advirtió que el otro tren había empezado a moverse, sólo para descubrir que era el suyo el que se marchaba. Los brillantes cuadrados se desvanecían a lo lejos mientras su tren se sacudía y estremecía al acelerar. Los destellos de luz eran cada vez más rápidos, como el sol chispeando a través de las copas de los árboles. Sombras y luz, una espada alzada, una ruda carcajada que se convertía en un aullido desafinado, lobuno...
—¿Preparado? —Sally había vuelto a entrar—. Matt —dijo, tomándolo por el brazo.
Matt se relajó.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Te preocupa algo?
—No, nada. Es sólo que he tenido una visión.
—¿De qué trata?
—Lo de siempre. Corres y no puedes escapar.
—Los dos necesitamos escaparnos. Ojalá ya fuera mayo. Pero ya verás, llegará antes de que nos demos cuenta.
3
Protegiéndose de la fría lluvia, Matt y Sally cruzaron corriendo la acera que daba al tranquilo vestíbulo del edificio donde vivía Charles. Mientras esperaban el ascensor, Matt sacudió el paraguas, todavía empapado tras su larga espera de un taxi en la puerta del museo.
— ¿Iremos a Gubbio? —preguntó Sally, retocándose el pelo mientras examinaba su reflejo en las puertas de bronce.
— Eso espero —dijo Matt—. No está lejos de Asís, y mayo es la época ideal para visitarlo. No hay obras de arte que merezcan la pena, pero te encantará la ciudad. La mayor parte es medieval —añadió, siguiéndola al ascensor. Pulsó el botón para subir al piso de Charles—. Todo piedra y callejones estrechos y serpenteantes, y en lo alto de la colina se encuentra el palazzo de donde procede el studiolo. En las afueras de la ciudad hay un antiguo anfiteatro romano, uno de los mejor conservados de toda Italia —añadió, pensando en la última vez que estuvo allí.
Una mañana se había despertado antes del amanecer tras un vívido sueño. Incapaz de volver a conciliar el sueño, decidió llevar a cabo el plan que llevaba toda la semana postergando: subir a la colina sobre la ciudad y ver salir el sol sobre el valle. La noche había sido fresca y, al despejarse las brumas, la vieja ciudad y el antiguo anfiteatro serían una visión inolvidable; para eso había venido, se dijo. Se lo pensó mejor, no obstante, cuando salió de la cálida casa al húmedo frío del exterior. Los viejos callejones empedrados, resbaladizos, desaparecían en el negro impenetrable, poco acogedores y vagamente amenazantes. Pero aunque estaba oscuro, flotaba en el aire esa vaga premonición de la inminencia del amanecer, así que se dispuso a salir de la ciudad.
En cuanto echó a andar empezó a disfrutar de la tranquilidad del alba, del olor a piedra húmeda, de los chopos junto al río que caía en cascada por el estrecho barranco que atravesaba el pueblo. Al llegar a la falda de la colina, las casas se habían convertido en una sombra indefinible. De pronto oyó el ruido de cascos que se acercaban, resonando en las piedras del callejón y las casas silenciosas. Pronto apareció entre las sombras un viejo campesino conduciendo un burro cargado de sacos. El burro avanzaba con la cabeza gacha, y el viejo ni siquiera miró a Matt al pasar. Un niño pequeño que iba montado a horcajadas y que se sujetaba con ambas manos como si cabalgara en el mayor elefante del mundo, le dirigió una enorme sonrisa. Matt no se volvió para mirarlos, pues consideró que eso habría sido una traición. Continuó su camino y cuando dejó la ciudad atrás, el sol lo saludó, inundándolo de calor mientras subía la empinada cuesta y recorría un sendero que se abría paso entre retorcidos olivos, hierbas amarillas y delicadas flores silvestres que no era capaz de identificar. La bruma cubría el valle, oscureciendo las ruinas romanas y la ciudad, cualquier signo de presencia humana, y experimentó una maravillosa libertad al caminar bajo el brillante sol del amanecer.