—Ora —se corrigió—. Che ora.
—Ah, bene —sonrió Matt—. Depende, signora, ha indire voglia di mangiare —dijo en un rápido stacatto.
—Oui — replicó Sally con expresión neutra—. Quiero decir sí. ¡Oh, venga ya! —se quejó, y volvió al cuaderno de notas, arrugado y manchado, que había estado hojeando—. ¿Quién es Ginevra?
—¿Quién? —preguntó Matt, intentando sacar una almeja de su concha—. ¡Ay! Está ardiendo.
—Ginevra —repitió ella—. En tu diario. ¿No la recuerdas? Te escribió un poema.
—Ah, Ginevra. Una mujer preciosa. Casada, pero no con el hombre que amaba.
—Te amaba a ti.
—¿A mí? No del todo.
—Te escribió una poseía.
—Chieggio merzede e sono alpestre tygre —recitó Matt—. Precioso, ¿verdad? «Soy un león de las montañas y suplico piedad.» ¿No crees que a veces los caprichos del destino son lo más cruel de todo? Lo más difícil de comprender no es la vida o la muerte, sino acabar en Hackensack trabajando para la compañía telefónica. Ginevra era una poetisa, pero de todo lo que escribió, sólo ha sobrevivido ese verso.
—Tal vez era lo único que merecía la pena ser recordado. No pongas esa cara. No lo digo peyorativamente. Es todo un logro, ¿no? Un verso perfecto que vive en tu mente... es más de lo que la mayoría de los poetas pueden soñar. Aunque dejen un montón de libros. Piensa en cuánto has leído y olvidado. Cosas que te sorprendieron, que te cambiaron la vida, ¿cuánto recuerdas? Vamos, recita un verso de Chaucer, o de Wordsworth, o de Longfellow. Baudelaire, Pushkin, cualquiera. Shakespeare.
—«Si tuviera mundo suficiente y tiempo...»
—Vale, Shakespeare no vale. Cualquier otro. ¿Qué es la poesía sino destilación? Ella redujo una persona, toda una historia, una relación, a un solo verso. «Soy un león de las montañas y suplico piedad.» Es hermoso. Creo que estaba enamorada de ti.
—Me temo que yo no estaba a la altura de mis competidores.
—¿Qué podía ser mejor que un joven americano estudiante de arte, con una beca de investigación?
—Lorenzo de Médicis, para empezar.
—Lorenzo... —empezó a decir Sally—. Muy gracioso.
—Se dice que eran amantes.
—¿Necesitas ayuda?
—No vaya a ser que te hagas daño —dijo Matt, blandiendo el cuchillo que había producido un tamborileo sobre la tabla de picar mientras quitaba la concha de las almejas—. Toma —dijo al encontrar una que había escapado, y se inclinó sobre la encimera, alcanzando los dedos extendidos de Sally con los suyos.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó ella.
—La Capilla Sixtina —replicó él—. Ya sabes, Dios y Adán a punto de tocarse. ¿No resulta muy posmoderno? Una almeja en vez de la chispa de la vida.
—Lo siento.
—Eh, no me malinterpretes. Prefiero tenerte a ti y a una almeja con diferencia.
—Mmm, está buena.
—¿Te acuerdas del Leonardo que vimos en Washington? ¿El único cuadro suyo que no está en Europa?
— Sí, me acuerdo. ¿Qué pasa con él?
— Ginevra de Benci. Era ella.
—¡Por supuesto! —exclamó Sally—. Sabía que había oído ese nombre antes. Ginevra.
—No estabas prestando atención.
—Estaba distraída con tu culito.
—Sí, claro. Creo que era la llamada telefónica que estabas atendiendo.
—Mira, ya hemos hablado de eso, Matt —dijo Sally—. ¿De acuerdo? Estuviste de acuerdo. Sin el teléfono nunca habría podido ir, ¿no?
—Eh, que era una broma. Es la vida moderna.
—Había algo felino en ella —comentó Sally, devolviendo de nuevo su atención al cuaderno de notas—. Pero no leonino, más bien de gato abisinio. «La luz, mientras el sol colorea el cielo occidental sobre los tejados frente al Arno. Me encuentro seducido, abrumado por lo inefable» —leyó en voz alta—. Abrumado por lo i-ne-fa-ble —repitió, asombrada—. ¿Cómo se dice eso en italiano?
—Yo era joven —dijo Matt—. Dame un respiro. Me gustaría ver tu diario de aquellos felices años universitarios.
—Yo no escribía un diario, sino informes —dijo ella, pasando las páginas. Se detuvo—. Matt, esto es precioso. —Miró rápidamente la página siguiente, y luego la otra—. ¿Son tuyos? Me parecen preciosos.
Pasó las páginas lentamente, examinando los dibujos uno por uno. Matt se asomó a ver qué había encontrado.
—Los había olvidado —dijo—. Son de Gubbio.
Había pasado una semana allí. Principios de junio, cuando los días eran largos pero el calor no se había posado aún sobre las piedras y los prados. Lo que más recordaba era el sol. Estaba en todas partes, saturando el aire. Se despertaba temprano en la cama fresca, las brillantes líneas filtrándose hasta su rostro por entre los pesados postigos de madera cálida. Desde la cafetería podía recorrer caminando la corta distancia que lo separaba del palazzo para pasar la mañana dibujando. Las sombras, largas y azules mientras las atravesaba tan temprano, se plegaban a mediodía sobre sí mismas, negras como la tinta de su pluma y finas como una cuchilla, escondiéndose en los portales y bajo los antepechos de las ventanas y los aleros de las casas.
—Tendrías que enmarcarlos —dijo Sally—, o al menos montarlos en un bastidor. Son preciosos. La línea, la manera en que has creado esa sensación de luz.
—Me encantan los bocetos —dijo Matt—. Están en el corazón de todo. Como dijiste, destilación: los cuadros son novelas, pero los bocetos son poesía. Y hacer uno... tienes una página en blanco y un trozo de carboncillo en la mano. Dos polos de nada, negro y blanco. Trazas una línea, pero no es una línea. El negro define al blanco, se dan forma mutuamente. No es lo que dibujes o los lugares que dejes en blanco. No son las sombras y la luz, sino encontrar el punto donde se unen. Es ahí donde el mundo empieza y acaba. Y si consigues hallarlo, si te permites verlo... no hay nada que se le parezca. Nada.
—¿Entonces por qué lo dejaste?
—¿A qué te refieres?
—Ya lo sabes. Tienes un gran talento.
Matt agitó las almejas y añadió un poco de vino.
—¿No has oído las noticias? Pregúntale a Kent, o a...
Estuvo a punto de decir Karen, pero se calló a tiempo. Se había olvidado por completo del episodio en la fiesta; tenía demasiada resaca a la mañana siguiente para abordar el tema, y Sally parecía haberse olvidado también, así que prefirió dejarlo correr. Pero ella había hablado con Karen. Lo sabía. Pensó en preguntarle de nuevo, pero rechazó la idea. Aunque Sally tal vez no recordara que había hablado con Karen (y en realidad no lo había hecho, sólo habían intercambiado saludos), él estaba bastante seguro de que no había olvidado que se molestó.
—... o a cualquiera —añadió, ajustando el mando del fogón para disimular el lapsus—. El arte figurativo ha muerto. El mundo pertenece a Alton.
—Eso es una tontería, Matt, y tú lo sabes. ¿Qué hay de Hopper? ¿O de Anselm Kiefer? Willem de Kooning ganó millones. Mira a Jeff Koons. Se está haciendo rico.
— Koons no tiene nada que hacer con esos otros tipos. Nada. ¿Has oído hablar de los cuadros rompecabezas? Causaban furor en la época manierista. El Veronés, gente así. Sus cuadros estaban llenos de alegorías y alusiones. La idea era hacer que un grupo selecto de observadores se sintieran en el ajo, porque sabían lo que significaba todo. El hecho de que los cuadros fueran por regla general bastante malos no importaba, porque no era eso lo que buscaban. Koons está haciendo exactamente lo mismo. Te hace sentir que lo entiendes. Eres uno de los cognescenti. Lo repulsivo de todo eso es que lo único que hay que pillar es lo horrible que es. Y si dices que es una auténtica mierda, la gente asiente y dice que sí, con esa sonrisita de comprensión que es como si hubiera un apretón de manos secreto. O te dicen que has perdido el sentido del humor. Sí, claro. ¿Cuándo fue la última vez que una gran obra de arte, una obra realmente grande, te hizo reír? Profundo. Usa esa palabra ahora y la gente se ríe de ti.
»Eso no es arte. Es cháchara, con el arte como señuelo. Es sólo una excusa. Como una colecta de fondos en el museo. El arte es sólo la coartada.
—Estás hecho un quejica. Escúchate. No puedes hacer exactamente lo que quieres, así que recoges la pelota y te vuelves a casa. Es el mundo real, Matt. ¿Crees que alguna vez fue diferente? ¿Crees que Rembrandt vivía a su antojo en una especie de paraíso de la pintura? Si quieres pintar, tienes que jugar al juego.
—Vale, es un juego —dijo Matt—, pero la gente juega para divertirse, y a mí no me parece divertido.
—Sin embargo significa mucho para ti. Creo que lo significa todo. Lo que hace que sea triste es que eres verdaderamente bueno.
Matt probó la pasta y se limitó a encogerse de hombros.
—¿Estás dispuesto a correr el riesgo?
—¿Qué quieres decir?
—A ser un artista.
—No seas tonta. No soy económicamente independiente. No puedo permitírmelo.
—Yo sí.
—¿Estás de broma?
—Hablo en serio. Te apoyaré. Es una proposición comercial. Tienes talento y estoy dispuesta a correr el riesgo, porque hay un mercado.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque sé cómo funcionan las cosas, Sally. Acabaría como los chefs del sushi de Nobu para cuando los críticos terminaran conmigo, si alguna vez se dignaran reconocer que lo que yo hago es arte, cosa que dudo seriamente.
—Eso es lo que temes, ¿no? Que ni siquiera te vean. Muy bien, de acuerdo. Es tu vida. De todas formas, la oferta sigue en pie. Piénsatelo.
—¿Por qué?
—¿Quieres decir, aparte del hecho de que te amo? —Dio la vuelta al cuaderno y lo colocó sobre la encimera—. Por esto.
Las sombras reflejaban el gracioso arco de la loggia, proporcionando protección del sol. Matt había dibujado la fuente debajo, empotrada en una de las murallas del palazzo. Una cálida tarde de verano, el aire quieto cargado de la refrescante humedad del agua de la fuente. La sintió de nuevo, olió su plenitud, impregnada del aroma de romero silvestre y tomillo. Unos pasos aplastaban en el camino la gravilla, alejándose, dejando a Matt a solas en el silencio del patio. Pronto fue roto por el estridente zumbido de una cigarra, a la que se unió otra y luego otra más hasta que el aire latió con una lenta cadencia, un canto gregoriano que se extendía a todo lo largo y ancho de Italia. Era el sonido creado por la radiante tormenta de luz que llenaba el patio hasta rebosar, deslumbrándolo mientras caía contra las paredes y las ventanas cerradas y el polvoriento empedrado, tan suave como el lecho de un río tras siglos de desgaste.
Matt se contentó con permanecer en el fresco refugio de la arcada, las aristas de yeso convertidas bajo la luz en un amarillo cremoso. En la muralla del palazzo, junto a él, estaba la fuente, el agua borboteando de la boca verde de mármol de una gárgola, los ojos espantados en una perpetua expresión de sorpresa. El agua corría oscura por la brillante pared hasta la pileta, profunda y fresca, la superficie del agua límpida y quieta. Recordó que había un estanque en el río que atravesaba el barranco, igual de tranquilo y quieto, las piedras del fondo ampliadas, claras como el cristal. ¿Qué río? Trató de recordar. ¿Se llamaba también Gubbio? Vio el río cayendo en cascada por el empinado desfiladero, latiendo como una vena a través de la antigua ciudad de piedra, el agua blanca y fría contra las rocas de granito. No, no había ningún estanque allí, ningún lugar inmóvil, ninguna tarde soleada que ahora pudiera ver claramente en su recuerdo, el agua invisible excepto en los pocos puntos donde el sol chispeaba, o donde delicadas flechas marcaban el paso de arañas de agua.
Una higuera se alzaba junto a la alta hierba al lado del claro donde celebraban picnics. Caminaba por el sendero entre los abetos, contemplando el brillo del agua bajo el sol de mediodía, oyendo las voces que llamaban y las risas y el trino de los pájaros cantores... El suelo estaba cubierto de hierba, y el sol chispeaba a través de las hojas quietas, los árboles se fundían en una profundidad translúcida en la empinada ladera, resonando con la animosa llamada de los pájaros. El sol brillante, y las hojas, agitándose al viento, y las sombras, y luego la terrible disonancia que no podía olvidar, el ronco rugido del tono del lobo, alzándose desde las profundidades...
— ¡Matt! —dijo Sally—. La pasta...
Sally apagó el hornillo mientras una montaña de espuma blanca brotaba de la olla.
Matt se apoyó en las manos, aturdido sintiendo el mármol frío y liso, reconfortantemente sólido.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Sally, sujetándolo por una muñeca.
—Estoy bien. Es ese sueño.
—¿Qué pasa?
— No lo sé. Es tan vívido..., estoy en el bosque. Es un día soleado. Precioso. Pero entonces aparece esa sombra, y ese terrible sonido...
—¿Lo habías oído antes?
—Sí. Ya te lo dije... en la fiesta. Cuando estaba contemplando el cuadro de Charles.
Sally lo miró, como si estuviera esperando a que continuase.
—El cuadro de la cacería, en su estudio... —Matt se detuvo. Era obvio que ella no tenía ni idea de lo que estaba hablando—. Será mejor que escurra la pasta.
—Deja que lo haga yo —dijo Sally—. Tú siéntate. Me parece que has estado trabajando demasiado.
—Sí —convino Matt, sentándose en un taburete—. Los dos hemos trabajado demasiado. No sé si puedo esperar a mayo.
—¿Qué pasa entonces? —preguntó Sally, vertiendo la pasta en el colador, en medio de un torbellino de agua hirviendo.
—Vamos a ir a Italia.
—¿De verdad? —preguntó Sally. Dejó el colador y se acercó a Matt—. Es una idea magnífica —dijo, abrazándolo—. ¿Cuánto tiempo llevas pensando en esto? Mayo. Espero que podré escaparme.
—Mira, sé que parezco el mayor iconoclasta reaccionario del mundo —dijo Matt mientras empezaban a comer.
Tal vez si volviera a la conversación anterior... quizás era cosa suya, después de todo. No era que las cosas no encajaran, sino que no encajaba lo que resultaba tan confuso. Todo era igualmente creíble. ¿Habían planeado ir a Italia? Él sabía que sí, pero ahora sabía igualmente que no. Primero Karen, y ahora el cuadro, y el viaje; sí y no, podía ser cualquier cosa, él lo recordaba todo. Así que si volvía y lo intentaba de nuevo, si encontraba alguna conexión...