Pruebas falsas (30 page)

Read Pruebas falsas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Pruebas falsas
13.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

La puerta del despacho de Rossi estaba abierta, y entraron sin llamar. Rossi estaba sentado a su mesa; era el mismo hombre pero, en cierto modo que Brunetti tardó en definir, ya no era el mismo. Rossi los miraba a través del despacho con unos ojos que recordaban los de la mujer de la entrada. También eran los mismos ojos color castaño oscuro, pero parecían experimentar una dificultad de enfoque similar a la que se apreciaba en los de la recepcionista.

Brunetti cruzó el despacho y se paró delante de la mesa de Rossi. Sólo tuvo que volver la cabeza ligeramente para leer el texto del título, en su marco de teca labrada, por el que la Universidad de Padua otorgaba a Mauro Rossi el grado de doctor en Filosofía de la Economía.

—¿De dónde lo sacó,
signor
Rossi? —preguntó Brunetti señalando el título con el pulgar de la mano derecha.

Rossi carraspeó, se irguió en su sillón y dijo:

—No sé a qué se refiere.

Brunetti se encogió de hombros, sacó del bolsillo la fotocopia que le había dado Bocchese, la desdobló y la hizo resbalar sobre la mesa con indiferencia.

—¿Y esto,
signor
Rossi, sabe a qué se refiere esto? —preguntó Brunetti con severidad.

—¿Qué es eso? —preguntó Rossi sin atreverse a mirarlo.

—Lo que usted buscaba en el desván —respondió Brunetti.

Rossi miró a Vianello, otra vez a Brunetti y bajó la mirada a la carta. Brunetti observó que movía los labios al leerla, vio cómo los ojos del hombre, al llegar al pie de la carta, volvían al encabezamiento. Rossi volvió a leer, ahora, más despacio.

Levantó la mirada hacia Brunetti y dijo:

—Tengo dos hijos.

Momentáneamente, Brunetti estuvo tentado de entrar en discusión, pero calló, porque ya conocía los argumentos: Rossi diría que tenía que defender la felicidad de sus hijos, su propia reputación, y hasta su honor, de aquella mujer que amenazaba con destruirlo. Si esto hubiera sido una obra de teatro o un culebrón de la tele, Brunetti no hubiera tenido ninguna dificultad para escribir los diálogos y, de haber sido el director, hubiera sabido exactamente qué instrucciones dar al actor que hacía de Rossi, para imprimir en cada frase la entonación de asombro, indignación y, sí, orgullo herido.

—Queda usted arrestado,
signor
Mauro Rossi —dijo al fin Brunetti—, por el asesinato de Maria Grazia Battestini. —Rossi lo miraba con unos ojos que eran espejos, si no de su alma, sí de la vacuidad que había en los de la recepcionista—. Acompáñenos —terminó Brunetti, dando un paso atrás. Rossi se puso en pie apoyando la palma de las manos en la mesa. Antes de volverse hacia la puerta, Brunetti vio que las manos del hombre estaban encima de la carta de la Universidad de Padua, pero Rossi no parecía advertirlo.

Una semana después, Rossi ya estaba otra vez en su casa, aunque bajo arresto domiciliario. No volvió al despacho, si bien no había sido cesado de su cargo de Direttore della Pubblica Istruzione sino puesto en situación de baja indefinida, durante el lánguido proceso de su caso.

En el curso del interrogatorio, realizado en presencia de su abogado, Rossi admitió haber matado a la
signora
Battestini, si bien negó conservar recuerdo alguno de la agresión en sí. Ella le había llamado por teléfono, dijo, porque quería hablar con él. En un principio, él se negó, pero ella lo amenazó, le dijo que, si él sabía lo que le convenía, debía llamarla, y colgó. Al día siguiente, él la llamó, esperando que se mostrara más razonable, pero ella volvió a amenazarle, y él no tuvo más remedio que ir a verla.

En un principio, ella dijo que quería más dinero, mucho más, cinco veces más. Y, cuando él respondió que no podía pagarlo, ella dijo que lo había visto en la televisión y que sabía que iban a darle un buen puesto en el Gobierno y que podría pagarlo. Él trató de razonar con ella, le dijo que aquel puesto era sólo una esperanza, más que algo seguro. Pero ella se negó a escucharle. Cuando él le dijo que tenía dos hijos a los que mantener, ella empezó a insultarle y a gritar que ella ya no tenía a su hijo, que había muerto y que él tendría que pagar también por eso. Él trató de calmarla, pero la mujer estaba histérica, dijo, y trató de golpearle.

Entonces ella gritó que ya no quería dinero y que iba a decir a todo el mundo lo que él había hecho. Las ventanas estaban abiertas y la mujer empezó a andar hacia ellas, diciendo que iba a gritar a toda la ciudad que él no era un doctor sino un farsante. Después, mantenía él, no recordaba nada más, hasta que la vio en el suelo. Dijo que verla allí fue como una pesadilla. A la pregunta de Brunetti, Rossi dijo que no recordaba haberla golpeado, que no supo lo que había hecho hasta que vio que tenía en la mano la imagen ensangrentada.

Brunetti, al oír esto, pensó que era una excusa muy pobre, pero toda la confesión, orientada como estaba a la exoneración, no era mucho más imaginativa. El abogado de Rossi había mantenido un gesto solemne durante todo el interrogatorio y en algún momento hasta se había permitido algún sonido de conmiseración.

El miedo, dijo Rossi, le hizo salir de la casa. No; no recordaba haber limpiado la imagen. Porque él no se acordaba de nada, ¿comprenden? No se acordaba de haberla matado, sólo de que ella gritaba y le pegaba.

La visita de Brunetti a su despacho lo indujo a registrar el desván de la
signora
Battestini. Sí; sabía lo de la carta de la Universidad de Padua: durante años aquello le había quitado el sueño. Él había agregado el inexistente título a su currículum hacía años, después del nacimiento de su primer hijo, cuando necesitaba un empleo mejor para mantener a su familia. Había pagado a una imprenta para que le hiciera el título, a fin de aumentar sus probabilidades de conseguir un buen cargo. Dijo que vivía con el temor de ser descubierto, y esto debió de afectarlo cuando se encontró frente a la
signora
Battestini. Él era víctima tanto de su propio terror como de la avaricia de ella.

La noche que siguió al interrogatorio, hablando con Paola, Brunetti mencionó la palabra «víctima» que había utilizado Rossi y dijo que sería la clave de la defensa.

—Ya ves, él es una víctima —dijo. Estaban en el estudio de ella; habían dejado a Raffi y a Sara en la terraza, dedicados a lo que hacen los jóvenes a la pálida luz de un anochecer de finales de verano, ante una vista de los tejados de Venecia.

—Y la
signora
Battestini no lo es —dijo Paola. No lo dijo en tono de interrogación sino de aseveración, una verdad que abarcaba a todos los que ya estaban muertos y, por consiguiente, ya no tenían utilidad. Brunetti recordó entonces una de las más siniestras frases atribuidas a Stalin: «No hay hombre, no hay problema.»

—¿Qué le pasará? —preguntó Paola. Brunetti no podía responder a esto con exactitud, pero podía hacer una suposición aproximada, basándose en lo sucedido en casos similares en los que la persona asesinada no suscitaba la conmiseración pública y el asesino se presentaba como víctima.

—Probablemente, lo declararán culpable, lo cual quiere decir que será condenado a unos siete años, quizá menos, pero se tardará dos o tres años en llegar a eso, y para entonces ya habrá cumplido dos años de la pena.

—¿En arresto domiciliario?

—También cuenta —dijo Brunetti.

—¿Y después?

—Después irá a la cárcel, hasta que se curse la apelación, y entonces todo empezará otra vez a arrastrarse por los tribunales, pero, como el caso estará pendiente de apelación y como él no será considerado un peligro para la sociedad, volverán a enviarlo a casa.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que se falle la apelación. —Adelantándose a su pregunta, él dijo—: Lo cual llevará varios años más y, aun en el caso de que se confirmara la sentencia, lo más probable es que se decida que ya ha estado bajo arresto bastante tiempo, y lo suelten.

—¿Así, sin más?

—Puede haber variaciones, desde luego —dijo Brunetti alargando la mano hacia el libro que había abandonado antes de cenar.

—¿Y eso es todo? —preguntó Paola, esforzándose por mantener la voz átona.

Él asintió y atrajo el libro hacia sí. Como ella no decía nada, preguntó:

—¿Aún lees el libro de Religión de Chiara?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No; ya abandoné.

—Quizá ahí pudieras encontrar una respuesta a todo esto.

—¿Dónde? —inquirió ella—. ¿Cómo?

—Haciendo lo que el otro día me sugeriste que hiciera yo: pensar escatológicamente. Muerte. Juicio. Infierno. Gloria.

—¿Es que tú crees en eso? —preguntó una Paola asombrada.

—Hay momentos en los que a uno le gustaría creer.

Notas

[1]
Manicomio.
(N. de t.)

[2]
Por correo certificado.
(N. de t.)

[3]
«Privacy», en el original.
(N. de t.)

[4]
Dios está en Su cielo, todo está bien en el mundo.
(N. de t.)

[5]
He medido mi vida con cucharillas de café.
(N. de t.)

Autor
[*]

Other books

Pastures New by Julia Williams
I Want My Epidural Back by Karen Alpert
Watching Willow Watts by Talli Roland
Swell by Rieman Duck, Julie
Shadow Rising by Cassi Carver
The Love You Make by Brown, Peter
Dolores Claiborne by Stephen King