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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (27 page)

BOOK: Pruebas falsas
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—¿La Battestini? ¿La madre de Paolo?

—¿La conocías?

—Había oído hablar de ella.

—¿Puedes explicarme por qué conducto?

—Paolo tenía relaciones con un conocido, que me dijo, después de que Paolo muriera, la clase de mujer que su hijo decía que era.

—¿Ese hombre hablaría conmigo?

—Si aún viviera, quizá.

Brunetti recibió la noticia con un largo silencio y luego preguntó:

—¿Recuerdas algo que él te dijera?

—Que Paolo siempre estaba diciendo lo mucho que la quería, pero a él le parecía que en realidad la odiaba.

—¿Por alguna razón?

—Por tacaña. Al parecer, ella sólo vivía para meter dinero en el banco. Era su mayor alegría, su única alegría, diría yo.

—¿Cómo era Paolo?

—No llegué a conocerlo.

—¿Qué decía de él tu amigo?

—No era amigo mío. Era un paciente. Le hice terapia durante tres años.

—Perdona. ¿Qué decía de él?

—Que se le había contagiado la manía de su madre, pero que lo que más deseaba era darle dinero, porque eso parecía hacerla feliz. Yo suponía que en realidad quería decir que entonces ella dejaba de chincharle, pero puedo estar equivocado. Quizá fuera verdad que a él le hacía feliz darle ese dinero. No había en su vida muchos motivos de felicidad.

—Murió del sida, ¿verdad?

—Sí; lo mismo que su amigo.

—Lo siento.

—Pareces sincero, Guido —dijo Desideri, sin sorpresa.

—Lo soy. Nadie se merece eso.

—Está bien. Dame esos nombres.

Brunetti leyó los nombres de D'Alessandro y Nardi y, como Desideri no decía nada, agregó los de Fedi y Sardelli.

Desideri permaneció mucho rato en silencio, pero era un silencio tenso y Brunetti esperaba en vilo. Al fin, Desideri preguntó:

—¿Y tú crees que Paolo hacía chantaje a esa persona?

—Las pruebas así lo indican —apuntó Brunetti. Se oyó una aspiración bronca y profunda de Desideri y luego su voz que decía:

—No puedo hacer eso —y colgó.

Brunetti recordaba vagamente haber oído a Paola citar a un escritor inglés que dijo que antes traicionaría a su patria que a sus amigos. Ella comentó que la idea le parecía jesuítica, y Brunetti no pudo menos que estar de acuerdo, a pesar de la habilidad de los ingleses para hacer que suene bien una vileza. Así pues, uno de los cuatro era gay y lo bastante amigo de Desideri —o quizá un paciente— como para que éste no quisiera dar su nombre a la policía, ni siquiera en una investigación por asesinato, o precisamente en una investigación por asesinato. La lista se había reducido, a no ser que Vianello encontrara a otro gay. O a no ser, reflexionó Brunetti, que existieran otras razones para el chantaje.

Veinte minutos después, Vianello entró en el despacho de Brunetti, todavía con la lista en la mano. Se sentó en su sitio habitual, al otro lado de la mesa, deslizó el papel sobre ésta y dijo:

—Nada.

Brunetti lo interrogó con la mirada.

—Uno murió —dijo el inspector señalando un nombre—. Se retiró al año siguiente de que empezaran los pagos y murió hace tres años. —Hizo avanzar el índice por la lista—. A este otro le dio por la religión y ahora vive en una especie de comuna o cosa así, cerca de Boloña. Desde hace tres años. —Empujó el papel hacia Brunetti unos centímetros y echó el cuerpo hacia atrás—. De los dos que aún trabajan allí, uno es jefe de inspección de escuelas, se llama Giorgio Costantini, está casado y parece una persona decente.

Brunetti nombró a dos ex jefes del Gobierno y comentó que lo mismo hubiera podido decirse de ellos.

Vianello se puso a la defensiva.

—Tengo un primo que juega al rugby con él los fines de semana. Dice que es un buen sujeto y yo le creo.

Brunetti dejó pasar la observación sin comentarios y preguntó:

—¿Y el otro?

—El otro está en una silla de ruedas.

—¿Cómo?

—Es el que enfermó de polio en un viaje a la India. ¿No leyó la noticia?

Brunetti recordó entonces el caso, pero no los detalles.

—Sí; algo recuerdo. ¿Cuánto hace de eso? ¿Cinco años?

—Seis. Enfermó estando en la India y cuando, por fin, le diagnosticaron la enfermedad, ya era tarde para evacuarlo, lo trataron allí y ahora va en silla de ruedas. —Vianello, en un tono que indicaba que aún estaba molesto porque Brunetti no aceptaba la opinión de su primo acerca de Giorgio Costantini, dijo—: Quizá usted no lo considere razón suficiente para descartarlo, pero yo creo que, cuando uno se encuentra atado a una silla de ruedas, debe de tener otras preocupaciones que la de seguir pagando chantaje. —Hizo otra pausa—. Aunque puedo estar equivocado, desde luego.

Brunetti miró fijamente al inspector, pero, en lugar de morder el anzuelo, dijo:

—Aún no he perdido la esperanza de que Lalli me diga algo.

—¿Que delate a un congénere gay? —preguntó Vianello en un tono que desagradó a Brunetti.

—Tiene tres nietos.

—¿Quién?

—Lalli.

Vianello meneó la cabeza con una expresión que tanto podía ser de incredulidad como de censura.

—Es amigo mío desde hace mucho tiempo —dijo Brunetti con calma—. Es una persona decente.

Vianello acusó la reprimenda y optó por el silencio. Brunetti fue a decir algo, pero el inspector desvió la mirada. Quizá fuera su reticencia a admitir la integridad de Lalli, o quizá sólo su manera de volver la cara, lo que molestó a Brunetti, que vio en ello una provocación y dijo:

—Me gustaría hablar con el que no va en silla de ruedas. El jugador de rugby.

—Sí, señor —respondió Vianello. Se levantó y, sin decir más, salió del despacho.

Capítulo 22

Cuando la puerta se cerró detrás de Vianello, Brunetti reaccionó:

—¿Qué ha pasado aquí? —murmuró. ¿Era esto lo que sentía el borracho al despertar, o el que se había dejado llevar por la ira? ¿También él experimentaba esta sensación de haber estado mirando entre bastidores cómo alguien que lo encarnaba a él representaba una escena mal escrita? Repasó su conversación con Vianello tratando de hallar el momento en el que el simple intercambio de información entre dos amigos había degenerado en una pelea por el territorio entre dos rivales con exceso de testosterona. Y, lo que era peor, el territorio por el que habían peleado no era más que la negativa de Brunetti a aceptar una opinión sólo porque partía de un hombre que jugaba al rugby.

Después de permanecer unos minutos sentado a la mesa, su instinto más noble le hizo alargar la mano hacia el teléfono y llamar a la oficina de los agentes, desde donde un Pucetti nervioso le dijo, titubeando, que Vianello no estaba. Brunetti colgó el teléfono pensando en Aquiles enfurruñado en su tienda.

Entonces sonó el teléfono y, deseando que fuera Vianello, alargó la mano rápidamente.

—Comisario —dijo la
signorina
Elettra—, ya tengo esas llamadas.

—¿Cómo las ha conseguido tan pronto?

—Es que han decidido que su mujer se quede en el hospital un día más, y Giorgio ha ido a trabajar.

—¿Alguna complicación? —preguntó Brunetti, siempre solícito con la figura de la esposa y madre.

—No, señor, ninguna. Su tío es el primario y ha creído conveniente tenerla allí otro día. —Él detectó en su voz el deseo de calmar su preocupación por una mujer desconocida—. Ella está bien. —La
signorina
Elettra esperó un momento, por si él tenía más preguntas y, en vista de que no era así, prosiguió—: Giorgio ha encontrado mi e-mail y ha comprobado las llamadas hechas desde el número de la mujer. Durante el mes anterior a su muerte, ella llamó a la centralita de la oficina local de la Enseñanza Pública. Fue la única llamada que hizo. Al día siguiente, recibió una llamada del mismo número. Sólo hay otra llamada, de su sobrina. Nada más.

—¿Cuántos días ha revisado?

—Todo el mes, hasta el día en que la mataron. Ninguno de los dos comentó que, a los ochenta y tres años, la
signora
Battestini, que había vivido siempre en la ciudad, sólo hubiera recibido dos llamadas telefónicas en un mes. Brunetti recordó que no había libros en las cajas del desván: su vida había quedado reducida a una butaca situada frente a un televisor, sin otra compañía que la de una mujer que casi no hablaba italiano.

Pensó en las cajas, en lo precipitado que había sido su examen y, distraído con esta idea, no oyó la siguiente frase de la
signorina
Elettra. Cuando le prestó atención, ella decía:

—… la víspera del día de su muerte.

—¿Cómo? —preguntó él—. Perdone, estaba muy lejos de aquí.

—La llamada de la oficina local de la Enseñanza Pública se recibió la víspera de su muerte.

Su tono revelaba lo ufana que se sentía por aquel descubrimiento, pero Brunetti se limitó a darle las gracias y colgar. Mientras hablaban, se le había ocurrido una idea: los objetos del desván de la
signora
Battestini merecían mayor atención. El móvil del chantaje no se había planteado hasta después de que él hiciera su rápida inspección; pero, ahora que esta posibilidad había dado otro sesgo al caso, convendría hacer una criba más concienzuda. Si bien Brunetti aún no sabía qué buscaba en realidad, comprendía, por lo menos, que algo podría encontrar.

Alargó la mano hacia el teléfono para llamar a Vianello y preguntarle si quería ir con él a casa de la Battestini, pero entonces recordó cómo se había ido de su despacho el inspector y que no había podido hablar con él cuando le había llamado a la oficina de los agentes. Pues entonces, Pucetti. Llamó al joven agente y, sin dar explicación alguna, le dijo que lo esperase en la puerta principal dentro de cinco minutos, y agregó que necesitarían una lancha.

La otra vez se había introducido en casa de la
signora
Battestini como un ladrón, sin ser visto, pero hoy llegaría en su calidad de representante de la ley, y nadie le pondría trabas, o así lo esperaba él.

Pucetti, que estaba esperando en la calle, junto a la puerta de la
questura
, ya había aprendido que no debía saludar a Brunetti cada vez que lo veía, pero aún no podía resistir la tentación de cuadrarse. Brunetti, decidido a no preguntar por Vianello, subió a la lancha, dijo al piloto adónde debía llevarlos y bajó a la cabina. Pucetti optó por permanecer en cubierta.

Tan pronto como Brunetti se sentó, le vino otra vez a la mente el largo pasaje que describe a Aquiles en su tienda, y rememoró la grandilocuente letanía de las ofensas y agravios que el héroe creía haber sufrido. Aquiles había sido agraviado por Agamenón, y Brunetti, por su Patroclo. De pronto, en su contemplación de Homero se coló una expresión que Paola había recogido en sus estudios del argot americano:
dissed
, participio de
to diss
. Éste, según le explicó, era un verbo utilizado por los negros estadounidenses que denotaba
disrespect
, término que abarcaba toda la gama de las faltas de respeto de que se podía hacer objeto a una persona.

—Vianello me ha
dissed
—murmuró Brunetti entre dientes. Soltó una breve carcajada y subió a cubierta, contento de haber recuperado el sentido del humor.

La lancha se acercó a la
riva
y pronto estuvieron frente al edificio. Brunetti levantó la mirada y vio que las persianas y las ventanas del apartamento de la
signora
Battestini estaban abiertas, pero de ellas no salía estrépito de televisor. Al pulsar el timbre, observó que el nombre de la difunta había sido sustituido por el de Van Cleve.

En la ventana apareció la cabeza rubia de una mujer, y después, a su lado, la de un hombre. Brunetti retrocedió unos pasos apartándose del edificio e iba a gritar que abrieran la puerta, cuando las cabezas desaparecieron y, al momento, la puerta de la calle se abrió con un chasquido: el uniforme de Pucetti había surtido efecto.

El hombre y la mujer, ambos rubios, blancos y de ojos claros, estaban en la puerta del apartamento. Al verlos, Brunetti no pudo menos que pensar en leche y queso y en cielos pálidos, siempre nublados. El italiano que hablaba la pareja era muy rudimentario, pero el comisario consiguió hacerles entender quién era y adónde quería ir.


No chiave
—dijo el hombre sonriendo y mostrando las manos vacías para dar énfasis al mensaje. La mujer imitó su ademán de impotencia.


Va bene. Non importa
—dijo Brunetti dando media vuelta y empezando a subir la escalera, camino del desván. Pucetti subía detrás de él. En el primer recodo, Brunetti se volvió y los vio a los dos en la puerta del que, al parecer, ahora era su apartamento, mirándolo con ojos de búho.

Mientras subía, Brunetti sacó una moneda de veinte céntimos, seguro de que le bastaría para desatornillar la chapa del candado, que no estaría tan prieta como la primera vez. Pero, al llegar a la puerta, vio que la chapa colgaba del marco, suelta. Los dos tornillos que él había vuelto a colocar cuidadosamente también habían saltado y la puerta estaba abierta unos centímetros.

Brunetti extendió la mano para prevenir a Pucetti, pero el agente, que también había observado la anomalía, se había situado a la derecha de la puerta y ya llevaba la mano hacia la pistola. Los dos hombres se quedaron quietos, atentos a cualquier sonido del interior. Así estuvieron varios minutos. Brunetti puso el pie izquierdo delante de la puerta y se apoyó en ella con fuerza, para prevenir que pudieran abrirla desde dentro de un empujón.

Después de un par de minutos más, Brunetti miró a Pucetti, movió la cabeza de arriba abajo, retiró el pie y abrió la puerta. Él entró primero gritando «Policía» y sintiéndose un poco ridículo al oírse.

En el desván no había nadie, pero, a pesar de la poca luz, vieron las señales del paso de la persona que había estado allí antes que ellos. El rastro de los objetos diseminados por el suelo denotaba una curiosidad que se convertía en impaciencia que, a su vez, se transformaba en frustración y, finalmente, en cólera. Las primeras cajas estaban cerca del lugar en el que Brunetti las había dejado apiladas, pero todas, en el suelo, abiertas y vacías: el contenido se encontraba a su lado, con cierto orden. Las siguientes estaban tumbadas, con las solapas arrancadas. La tercera pila, donde Brunetti había encontrado los papeles, había sido saqueada: una de las cajas estaba reventada, y los papeles, esparcidos en amplio semicírculo. Las últimas cajas, las que contenían la colección de
kitsch
religioso, habían sufrido martirio: los cuerpos mutilados de los santos yacían en imposible y profana promiscuidad; un Cristo que había extraviado la cruz parecía buscarla con sus brazos extendidos; una Virgen azul se había quedado sin cabeza al chocar contra la pared del fondo; otra había perdido al Niño.

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