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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (26 page)

BOOK: Pruebas falsas
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El inspector inició una vehemente protesta, pero, considerando las condiciones especificadas por Brunetti, rectificó, aunque a regañadientes:

—Sí, si viviera en casa de mis padres, y no tuviera aficiones, ni saliera a cenar, y si vistiera de cualquier manera, quizá sí. —Pero aún objetó—: De todos modos, no sería fácil. Es mucho dinero.

—Pero no tanto como para comprar un silencio sobre la adjudicación irregular de un contrato para la restauración completa de esos edificios —insistió Brunetti. Apuntó con el dedo el monitor, donde la suma total resplandecía en toda su augusta magnitud—. Unas obras de esta envergadura suponen millones de euros.

Ante un contrato semejante, un chantajista no se conformaría con tan poco —terminó, llamando finalmente al crimen por su nombre.

Los miraba, esperando ver señales de que estaban de acuerdo con su interpretación. El lento asentimiento de Vianello y la sonrisa de la
signorina
Elettra le indicaron que así era.

—Nos equivocamos —empezó y enseguida rectificó y confesó—: No; me equivoqué al pensar que era un pago relacionado con algo grande, algo importante, como un contrato. Pero lo que tenemos aquí es pequeño, mezquino y personal.

—Y, probablemente, repugnante —agregó Vianello.

Brunetti miró a la
signorina
Elettra.

—No sé la clase de información que pueda usted conseguir acerca de las personas que trabajaban en la Enseñanza Pública cuando empezaron los pagos —dijo, considerando innecesario añadir que ya le tenía sin cuidado cómo la obtuviera—Tampoco estoy seguro de la clase de persona que estamos buscando. La
avvocatessa
Marieschi dijo que la
signora
Battestini le confesó que su hijo le había asegurado una buena vejez. —Aquí levantó los ojos al techo con expresión de falsa credulidad y agregó—: Con la protección de la Virgen. —Sus dos oyentes sonrieron y él prosiguió—: Estamos buscando a alguien que trabajara allí y que pudiera pagar cuatrocientas mil liras al mes.

—Quizá fuera alguien tan rico que no le importara el dinero —apuntó Vianello.

La
signorina
Elettra lo miró y dijo:

—Esa clase de persona no trabajaría en la Enseñanza Pública,
ispettore
.

Brunetti temió que Vianello pudiera sentirse ofendido por el aparente sarcasmo de la observación, pero, al parecer, no fue así. Es más, después de reflexionar, el inspector movió la cabeza de arriba abajo y dijo:

—Lo más curioso, si lo piensas, es que la cantidad fuera siempre la misma. El coste de la vida y los salarios han subido, pero los pagos no han variado.

Intrigada por la observación, la
signorina
Elettra se sentó en su sillón y tecleó unas palabras y luego varias más, y las páginas del monitor fueron sustituidas por los datos de las desaparecidas cuentas. Las hizo avanzar hasta la fecha de la conversión al euro. Después de examinar los datos de enero, pasó a los de febrero y miró a Brunetti:

—Fíjese en esto, comisario: entre enero y febrero, hay una diferencia de seis
centesimi.

Brunetti se inclinó hacia la pantalla y vio que, en efecto, el ingreso correspondiente al mes de febrero era seis céntimos mayor que el de enero. Ella pulsó una tecla, y aparecieron marzo y abril, con el mismo importe. La
signorina
Elettra sacó una calculadora de bolsillo del cajón de la mesa, el minúsculo aparato que todos los ciudadanos habían recibido en el momento de la conversión al euro, hizo el cálculo rápidamente y dijo:

—La cantidad de febrero es la correcta. —Volvió a guardar la calculadora en el cajón—. Seis céntimos —dijo respetuosamente, como si se hallara ante un portento.

—O bien quien fuera se dio cuenta del error… —empezó Vianello, y Brunetti le interrumpió, terminando la frase con la explicación más probable:

—… o bien la
signora
Battestini le hizo subsanarlo.

—Seis céntimos —repitió la
signorina
Elettra en voz baja, impresionada por una avaricia capaz de tanta precisión.

Brunetti recordó su conversación con el
dottor
Carlotti y exclamó:

—El teléfono. El teléfono. El teléfono. —Al ver el desconcierto de sus interlocutores, dijo—: Hacía tres años que esa mujer no salía a la calle. Tuvo que avisarles del error por teléfono. —Se maldijo por no haber pensado hasta aquel momento en examinar el registro de llamadas y por haber seguido el camino que él deseaba que fuera el acertado en lugar de mirar lo que tenían delante de los ojos.

—Se tardará varias horas —dijo la
signorina
Elettra. Antes de que Brunetti pudiera preguntar por qué no podían conseguirse los datos con más rapidez, ella explicó—: La mujer de Giorgio acaba de dar a luz, y él sólo trabaja media jornada, de manera que no llegará al despacho hasta después del almuerzo. —Anticipándose de nuevo a la pregunta de Brunetti, explicó—: No, señor; tuve que prometerle que no trataría de entrar en el sistema por mi cuenta. Si cometo un error, ellos descubrirán quién ha estado ayudándome.

—¿Un error? —preguntó Vianello.

Siguió a sus palabras un largo silencio y, cuando empezaba a hacerse incómodo, ella dijo:

—Con los ordenadores, quiero decir. Pero aun así le di mi palabra. No puedo.

Brunetti y Vianello intercambiaron una mirada de tácita comprensión, pensando con pesar en el error cometido por la
signorina
Elettra años atrás.

—Está bien —dijo Brunetti—. Compruebe las llamadas recibidas y emitidas, por favor. —Recordó el día en que ella le había presentado a su amigo Giorgio, hacía años—. ¿Niño o niña? —preguntó.

—Niña —respondió ella y, con una sonrisa casi beatífica, dijo—: Le pondrán Elettra.

—Lo que me sorprende es que no le pongan Compaq —dijo Vianello, y ella se rió y se despejó el ambiente.

Mientras volvía a su despacho, Brunetti trataba de imaginar una situación que se prestara al chantaje, y pasaba revista a los secretos, vicios y escándalos que pudieran haber dado lugar a que alguien se convirtiera en la víctima de Battestini. «Víctima» no le parecía la palabra correcta, convencido como estaba de que la persona a la que se chantajeaba era la misma que había matado a la
signora
Battestini. ¿«Oponente», entonces? ¿Dónde estaba la línea que separaba una de otra? ¿Y cuál era el impulso que había hecho que el homicida la cruzara?

Pensando en los crímenes y vicios posibles, tuvo que reconocer que Paola estaba en lo cierto cuando decía que la mayoría de los siete pecados capitales ya habían dejado de ser pecado. ¿Quién mataría para evitar que se descubriera que era culpable de gula, de pereza, de envidia, de soberbia? Sólo quedaban la lujuria y la ira, si conducían a la violencia, y la avaricia, si impulsaba a aceptar sobornos. Los otros ya no contaban. Cuando era niño, le habían enseñado que el paraíso era un mundo sin pecado, pero este curioso mundo que había perdido la noción del pecado, en el que él se encontraba, nada tenía de paraíso.

Capítulo 21

Brunetti había entrado en la fase de la investigación que más aborrecía: aquella en la que todo quedaba en suspenso mientras se dibujaba un mapa nuevo. En el pasado, su frustración ante la inmovilidad impuesta por esta situación le había inducido a obrar con una celeridad que después había tenido que lamentar. Por esta razón, ahora dominó el impulso de forzar la marcha, y buscó algo que pudiera hacer con plena justificación. Sacó la guía de teléfonos y anotó número y dirección del domicilio particular y del despacho de Fedi y de Sardelli, a pesar de que reconocía que eran los menos sospechosos: no tenía por qué haber sido uno de los directores. Lo más probable era que no lo fuera, o Paolo Battestini hubiera exigido más dinero.

Sacó el expediente Battestini y leyó todos los recortes de prensa. Allí estaba, dos días después del asesinato:
La Nuova
informaba de que la llamada Florinda Ghiorghiu sólo había trabajado para la
signora
Battestini cinco meses con anterioridad al crimen y que el único hijo de la víctima había muerto cinco años antes. Así pues, el director de la oficina local de la Enseñanza Pública no era el único que conocía estos datos acerca de la
signora
Battestini y su familia.

Una hora después, entró Vianello con la lista que había preparado la
signorina
Elettra —el inspector mencionó expresamente que había obtenido la información mediante petición oficial— de las personas que trabajaban en la Enseñanza Pública desde tres meses antes de que empezaran los pagos.

—Está cruzando datos, para averiguar su situación actual —dijo Vianello—, si se han casado, han muerto o se han mudado.

Brunetti miró la lista y vio que contenía veintidós nombres. La experiencia, el prejuicio y la intuición que se combinaban en él le hicieron preguntar:

—¿Prescindimos de las mujeres?

—Creo que podemos prescindir, por lo menos, de momento —dijo Vianello—. También yo vi las fotos del cadáver.

—Entonces quedan ocho —dijo Brunetti.

—Sí, señor —dijo Vianello—. He copiado los cuatro primeros nombres para usted. Yo bajaré a mi oficina y empezaré a hacer llamadas, a ver qué puedo averiguar sobre los otros cuatro.

Brunetti ya alargaba la mano hacia el teléfono cuando el inspector salió del despacho. Había reconocido tres de los apellidos de la lista, un Costantini y dos Scarpa, aunque era simple coincidencia, y los tres estaban en la lista de Vianello. Marcó de memoria el número de la oficina del sindicato al que él pertenecía, al igual que la mayoría de funcionarios, dio su nombre y preguntó por Daniele Masiero. Mientras esperaba que pasaran la llamada, Brunetti fue obsequiado con una de las Cuatro Estaciones y, cuando Masiero contestó diciendo:


Ciao
, Guido, ¿qué vida privada quieres que te revele hoy? —Brunetti siguió tarareando el tema principal del segundo movimiento del
concerto
.

—No lo elegí yo —se defendió Masiero—. Menos mal que, como nunca llamo a este número, no he de escucharlo.

—Entonces, ¿cómo sabes que lo tocan? —preguntó Brunetti.

—Por la cantidad de gente que me dice que está harta de oírlo.

Normalmente, Brunetti hubiera observado los convencionalismos y preguntado a Masiero por la familia y el trabajo, pero hoy la impaciencia le hizo ir directamente al motivo de su llamada.

—Tengo los nombres de cuatro personas que trabajaban en la Enseñanza Pública hace unos diez años y te agradeceré que averigües todo lo que puedas sobre ellas.

—¿Cosas relacionadas con mi trabajo o con el tuyo?

—Con el mío.

—¿Por ejemplo?

—Causas por las que pudieran hacerles chantaje.

—Eso abarca mucho campo.

Brunetti creyó preferible reservarse sus reflexiones sobre los siete pecados capitales y se limitó a responder:

—Sí.

Oyó roce de papeles al otro extremo de la línea y la voz de Masiero:

—Dime los nombres.

—Luigi d'Alessandro, Riccardo Ledda, Benedetto Nardi y Gianmaria Poli.

Masiero gruñía a cada nombre que leía Brunetti.

—¿Conoces a alguno?

—Poli murió —dijo Masiero—. Hará unos dos años. Un infarto. Y Ledda fue trasladado a Roma hace seis años. De los otros dos no estoy seguro, ni sé qué motivos hayan podido dar para un chantaje, pero puedo preguntar.

—¿Podrías informarte sin llamar la atención? —preguntó Brunetti.

—¿Quieres decir sin presentarme en su casa y pedirles que me digan, por ejemplo, si alguien les chantajea? —respondió secamente Masiero sin tratar de disimular su irritación por la pregunta de Brunetti—. No soy idiota, Guido. Veré lo que puedo encontrar y te llamaré.

Brunetti sintió el impulso de pedir disculpas, pero, antes de que pudiera empezar, Masiero ya había colgado.

Volvió a llamar a su amigo Lalli al despacho y, después de escuchar sus explicaciones de que había tenido mucho trabajo para ocuparse de Battestini, Brunetti le dijo que tenía otros dos nombres que darle: D'Alessandro y Nardi.

—Esta vez, sacaré el tiempo de donde sea —prometió Lalli, y colgó, dejando a Brunetti con la duda de si él era el único hombre de toda la ciudad que no estaba estresado por el trabajo.

La fuerza de la costumbre lo llevó a la ventana, desde donde contempló las largas telas que colgaban del andamiaje de la fachada del Ospedale di San Lorenzo, objeto de otro vasto proyecto de restauración. Una grúa, quizá la misma que durante tantos años había permanecido quieta sobre la iglesia, estaba ahora, igualmente inmóvil, sobre la residencia geriátrica. No había señales de que las obras avanzaran. Brunetti no recordaba haber visto a alguien en los andamios. No sabía cuándo se había montado el andamiaje, pero debía de hacer ya varios meses, por lo menos. El letrero que había delante de la iglesia decía que las obras se habían iniciado de acuerdo con las ordenanzas de 1973, pero él aún no estaba en la
questura
en aquel entonces, por lo que no tenía idea de si éste era el año en el que debían empezar las obras o sólo la fecha de la autorización. Se preguntó si ésta sería la única ciudad en la que las cosas se medían por el tiempo que hacía que no se trabajaba en ellas.

Volvió a la mesa y sacó una agenda de 1998 en la que tenía anotados números de teléfono. Buscó y marcó el de las oficinas de Arcigay en Marghera y preguntó por Emilio Desideri, el director. Lo dejaron en espera y comprobó que, ya fueran heteros o gays, todos optaban por Vivaldi.

—Desideri —dijo una voz grave.

—Emilio, soy yo, Guido. Necesito que me hagas un favor.

—¿Un favor que pueda hacer con la conciencia tranquila?

—Probablemente, no.

—Milagro sería. ¿De qué se trata?

—Tengo dos nombres… bueno, cuatro —rectificó, decidiendo agregar los de Sardelli y Fedi—. Me interesa saber si alguno de ellos podría ser objeto de chantaje.

—Guido, ya no es un crimen ser gay, ¿recuerdas?

—Pero aplastarle la cabeza a una persona, sí, Emilio —replicó Brunetti—. Por eso te llamo. —Esperó a que Desideri dijera algo y, como no fue así, prosiguió—: Me basta con que me digas si sabes si alguno de ellos es gay.

—¿Y eso será suficiente para que sepas si ha sido capaz de aplastarle la cabeza a una persona, como tan finamente has dicho?

—Emilio —dijo Brunetti con estudiada calma—, no trato de acosarte ni a ti ni a ningún otro gay. Me es indiferente que tú lo seas y que lo sea el Papa. Incluso quiero creer que no me importaría que mi hijo lo fuera, aunque probablemente es mentira. Yo sólo quiero encontrar la manera de comprender lo que pudo pasarle a aquella anciana.

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