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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (29 page)

BOOK: Pruebas falsas
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Avanti
—gritó Scarpa en respuesta al golpe que Brunetti dio en la puerta con los nudillos.

El comisario entró en el despacho dejando la puerta abierta. Al ver a su superior, el teniente hizo amago de levantarse, movimiento que podía interpretarse como una muestra de deferencia lo mismo que como un intento de buscar una postura más cómoda.

—¿Puedo servirle en algo, comisario? —preguntó Scarpa arrellanándose en el asiento.

—¿Qué hay de la
signora
Gismondi? —preguntó Brunetti.

La sonrisa de Scarpa era un mal remedo de afabilidad.

—¿Puedo preguntar a qué se debe su interés, señor?

—No —respondió Brunetti en un tono tan seco que Scarpa no pudo disimular la sorpresa.

—¿Qué hay de su investigación sobre la
signora
Gismondi?

—Supongo que habrá hablado con el
vicequestore
Patta y él le habrá dado permiso para intervenir en esto, señor —dijo Scarpa suavemente.

—Teniente, le he hecho una pregunta —insistió Brunetti.

Quizá Scarpa quería ganar tiempo o quizá pretendía poner a prueba la paciencia de Brunetti.

—He preguntado a varios vecinos sobre sus movimientos durante la mañana del crimen, señor —dijo, lanzando una rápida mirada al comisario y, en vista de que éste no reaccionaba, prosiguió—: También he llamado a su empresa, para comprobar si era cierta la historia de que había estado en Londres.

—¿Y lo ha preguntado en esos términos, teniente?

Scarpa hizo un pequeño ademán de duda y dijo:

—No estoy seguro de haber comprendido, comisario.

—¿Es así como lo preguntó: si era cierta la historia que ella había contado a la policía? ¿O preguntó, simplemente, dónde estaba?

—Pues no recuerdo, señor, lo lamento. Me preocupaba más la verdad que las sutilezas del lenguaje.

—¿Y qué respuestas obtuvo en sus esfuerzos por descubrir la verdad, teniente?

—No encontré a nadie que contradijera su historia, señor, y parece ser que estuvo en Londres en esas fechas.

—Así pues, ¿ella decía la verdad? —preguntó Brunetti.

—Eso parece —dijo Scarpa con exagerada reticencia, y agregó—: De todos modos, aún podría encontrar a alguien que lo desmintiera.

—Bien, teniente, eso no ocurrirá.

Scarpa levantó la mirada, sobresaltado.

—¿Cómo dice, señor?

—Eso no ocurrirá, teniente, porque, a partir de este momento, va usted a dejar de hacer preguntas acerca de la
signora
Gismondi.

—Me temo que mi deber de… —empezó Scarpa.

Brunetti perdió los estribos. Se inclinó sobre la mesa hasta que su cara estuvo a unos centímetros de la del teniente. Notó que el aliento le olía ligeramente a menta.

—Si pregunta a alguien más, teniente, lo degrado. Scarpa echó la cabeza hacia atrás, con la boca abierta de estupefacción.

Apoyando las palmas de las manos en la mesa, Brunetti se inclinó aún más y otra vez acercó la cara a la de Scarpa.

—Si me entero de que habla de ella con alguien o insinúa que ella pudo tener algo que ver con esto, haré que lo echen de aquí, teniente. —Brunetti levantó la mano derecha, agarró a Scarpa por la solapa de la chaqueta y tiró de él. La cara del comisario estaba teñida de sangre y crispada de furor—. ¿Me ha entendido, teniente?

Scarpa trató de hablar, pero sólo pudo abrir la boca y volver a cerrarla.

Brunetti lo soltó violentamente y salió del despacho. En el corredor casi chocó con Pucetti, que en aquel momento se apartaba de la puerta de Scarpa.

—Ah, comisario —dijo el joven agente con cara impasible—. Venía a preguntarle por los turnos de guardia para la próxima semana, pero ya he oído que acaba de fijarlos con el teniente Scarpa, así que no le molestaré con eso. —Con expresión serena y respetuosa, Pucetti hizo un saludo impecable y Brunetti volvió a su despacho.

Allí se quedó esperando, seguro de que Bocchese le llamaría para comunicarle lo que hubiera encontrado en el desván de la
signora
Battestini. Llamó a Lalli, a Masiero y a Desideri para decirles que podían abandonar las pesquisas, ya que creía haber encontrado al asesino. Ninguno le preguntó quién era y todos le dieron las gracias por llamar.

También llamó a la
signorina
Elettra y le habló del probable motivo de la llamada a la oficina de la Enseñanza Pública.

—¿Por qué le llamaría, así, de improviso, aquella última vez? —preguntó ella—. Las cosas habían seguido la misma pauta durante más de una década y ella sólo le había llamado otra vez, cuando cambiamos al euro. —Antes de que él preguntara, ella explicó—: Sí; he comprobado sus llamadas durante los diez últimos años. Y entre ellos sólo hubo esas dos llamadas. —Hizo una pausa larga y dijo—: No es lógico.

—A lo mejor se le despertó la codicia.

—¿A los ochenta y tres años? —preguntó la
signorina
Elettra—. Deje que lo piense —dijo después, y colgó.

Al cabo de una hora, Brunetti bajó al despacho de Bocchese, pero no pudo encontrarlo, y uno de los técnicos le dijo que su jefe aún estaba en el escenario de un crimen en Cannaregio. Brunetti se acercó al bar próximo al puente y tomó una copa de vino y un
panino
. Salió a la
riva
y estuvo un rato mirando hacia el otro lado, a San Giorgio y, más allá, al Redentore. Después volvió a su despacho.

Llevaba allí poco más de diez minutos, tratando de ordenar los objetos acumulados en los cajones de la mesa, cuando la
signorina
Elettra apareció en la puerta. Llevaba zapatos verdes, advirtió él, antes de que la joven dijera:

—Tenía usted razón, comisario. —Y, en respuesta a su muda pregunta, explicó—: Se le despertó la codicia. —Antes de que él pudiera pedir una aclaración, prosiguió—: Usted dijo que ella no hacía nada más que mirar la televisión, ¿verdad?

Él tardó un tiempo en desviar la atención del verde de los zapatos y, cuando lo hubo conseguido, dijo:

—Sí; todo el vecindario hablaba de eso.

—Mire esto —dijo ella. Se acercó a la mesa y le entregó una fotocopia de los programas de la televisión que todos los días aparecían en
Il Gazzettino
—. Mire a las once de la noche, comisario.

Él vio que el canal local presentaba un documental titulado
I Nostri Professionisti
.

—¿Nuestros profesionales de qué? —preguntó él.

Haciendo caso omiso de la pregunta, ella dijo:

—Mire la fecha. Treinta y uno de julio, tres días antes del asesinato, la víspera de la llamada de la
signora
Battestini a la oficina de la Enseñanza Pública.

—¿Y bien? —preguntó él devolviéndole el papel.

—Uno de «nuestros profesionales» era el
dottor
Mauro Rossi, director de la oficina local de la Enseñanza Pública, entrevistado por Alessandra Duca.

—¿Cómo lo ha encontrado? —La sorpresa de Brunetti era tan patente como su admiración.

—He hecho una búsqueda cruzando su nombre con los programas de televisión de las últimas semanas —dijo ella—. Me parecía que tenía que ser la única manera en que ella podía haberse enterado de algo, ya que todo lo que hacía era ver televisión.

—¿Y qué más ha hecho? —preguntó Brunetti.

—Hablar con la periodista. Me ha dicho que era el típico programa de relleno: entrevistas a burócratas acerca de su apasionante trabajo en la administración de la ciudad. Cosas que ponen a última hora y que nadie ve.

Brunetti pensó que la descripción valía para todos los programas, pero sólo dijo:

—¿Le ha preguntado por Rossi?

—Sí, señor. Me ha dicho que la entrevista fue una de tantas: que él habló mucho y con falsa modestia de su carrera y de sus éxitos y, como disimulaba tan mal su vanidad, ella lo dejó hablar más de lo que acostumbra a estos individuos, sólo para ver hasta dónde llegaba.

—¿Y hasta dónde llegó?

—Hasta mencionar, según la Duca, con un alarde de recato, la posibilidad de un traslado al ministerio en Roma.

Brunetti consideró las implicaciones y apuntó:

—¿Con el sustancial aumento de sueldo correspondiente?

—Me ha dicho que esta posibilidad Rossi sólo la insinuó. Y recuerda que declaró que deseaba, por encima de todo, trabajar en pro del futuro de los niños de Italia. —Ella esperó unos instantes y agregó—: También me ha dicho que, por lo que ella sabe de la política local, Rossi tiene tantas probabilidades de ir a Roma como el alcalde, de ser reelegido.

Después de una pausa larga, Brunetti dijo:

—Eso es.

—¿Decía?

—La avaricia. Incluso a los ochenta y tres años.

—Sí —respondió ella—. Es triste.

Bocchese, al que raramente se veía en la
questura
fuera de su despacho, apareció en la puerta.

—Le estaba buscando —dijo a Brunetti con acento de reproche. Saludando a la
signorina
Elettra con un movimiento de la cabeza, entró en el despacho y puso varios objetos en la mesa. Mirando a Brunetti, agregó—: Déme una muestra.

Brunetti vio la ficha con los espacios marcados para la huella de cada dedo. Bocchese abrió una caja metálica plana y agitó una mano con impaciencia. Brunetti dio la vuelta a la mesa y le ofreció la mano derecha. Una vez estuvieron estampadas las huellas de una mano, la operación se repitió con la otra.

Bocchese deslizó la cartulina hacia un lado y apareció otra debajo.

—Ya puestos, podría tomar las suyas,
signorina
—dijo.

—No, muchas gracias —respondió ella, alejándose hacia la puerta.

—¿Cómo? —preguntó Bocchese en un tono más perentorio que el de simple pregunta.

—Prefiero que no me las tome —dijo ella, y con esto se cerró la discusión.

Bocchese se encogió de hombros, tomó la ficha de Brunetti y la miró atentamente.

—Yo diría que en el desván no hay nada que se le parezca, pero he encontrado muchas huellas de otra persona, probablemente, hombre y corpulento.

—¿Muchas? —preguntó Brunetti. —Da la impresión de que lo ha tocado todo —respondió Bocchese y, al ver que Brunetti le escuchaba con atención, agregó—: Hay un juego de las mismas huellas en la cara inferior de la mesa de la cocina. Bueno, supongo que son las mismas, pero tendremos que enviarlas a la Interpol de Bruselas para estar seguros.

—¿Cuánto tardarán? —preguntó Brunetti.

Otra vez se encogió de hombros Bocchese.

—¿Una semana? ¿Un mes? —Introdujo la ficha en un sobre de plástico y guardó la caja de la tinta en el bolsillo—. ¿Conoce a alguien? ¿En Bruselas? ¿Para agilizar las cosas?

—No —admitió Brunetti.

Los dos hombres miraron a la
signorina
Elettra con ojos suplicantes.

—Veré qué puedo hacer —dijo ella.

Capítulo 24

Brunetti pasó la hora siguiente solo en su despacho, estudiando la mejor forma de encararse con Rossi. Se paseaba entre la mesa y la ventana, sin poder concentrarse, tenía la mente bloqueada, todos sus pensamientos se desviaban hacia la idea de los siete pecados capitales. Ninguno de ellos, advirtió, estaba ya castigado por la ley; a lo sumo, se consideraban defectos de carácter. ¿Podía ser éste el criterio para diferenciar el mundo viejo y el nuevo, una especie de datación al carbono, por así decir? Hacía semanas que Paola le leía en voz alta pasajes del libro con el que se enseñaba Religión a su hija, pero a Brunetti no se le había ocurrido preguntarse si se le enseñaba también el concepto de pecado y, en tal caso, cómo se definía.

El robo era una opción y la avaricia y la envidia, simplemente, los vicios que predisponían a él. Lo mismo podía decirse de la pereza: la experiencia le había enseñado que muchos criminales delinquen por la creencia, nacida de la pereza, de que cuesta menos robar que trabajar. El chantaje era otra opción, y a él conducían los tres mismos vicios.

Brunetti había visto en Rossi las señales de la soberbia y estaba convencido de que en ella residía la causa de su crimen. Cualquier persona normal pensaría que el descubrimiento de su engaño había de costarle poco más que un bochorno. Quizá perdiera su cargo en la Enseñanza Pública, pero un hombre con sus relaciones no tendría dificultad para encontrar trabajo; la burocracia de la ciudad podría relegarlo a algún oscuro puesto en el que seguiría cobrando el mismo sueldo mientras avanzaba sin tropiezo hacia la jubilación.

Pero ya no sería el
dottor
Rossi, ya no sería invitado por la televisión local a hablar a una atenta periodista de sus perspectivas de conseguir un cargo en Roma. La noticia de su fraude no duraría ni una semana y sólo causaría un pequeño revuelo en los periódicos locales; no era cuestión que interesara a la prensa de ámbito nacional. La memoria del público era cada día más corta, condicionada como estaba a no superar la duración de un vídeo MTV, de manera que Rossi, doctor o no, estaría olvidado antes de un mes. Pero su soberbia no le hubiera permitido soportar el trance.

Finalmente, lo venció la curiosidad, y Brunetti llamó a Vianello.

—Vamos a buscarlo —fue todo lo que dijo. Al bajar, pasó por el despacho de Bocchese a recoger una de las fotocopias de la carta de la Universidad de Padua que había hecho el técnico.

Decidieron ir andando y, por el camino, hablaron de él, sin que ninguno de los dos fuera capaz de explicarse plenamente su conducta. En esta incapacidad para entender a Rossi veía Brunetti prueba no sabía si de miopía de criterio o de falta de imaginación.

Sin pararse en la oficina del portiere, Brunetti fue directamente hacia la escalera y subió al tercer piso. Esta mañana había mucha animación en las oficinas, gente que iba y venía con papeles y carpetas en la mano, las hormigas laboriosas que pululan por las oficinas públicas. La mujer de las bolitas en la sien estaba detrás de su mesa y no parecía más interesada en la realidad que la vez anterior que Brunetti la había visto. Miró a los recién llegados como si no los viera. Tampoco parecía enterada de la presencia de la media docena de personas que estaban sentadas en las sillas alineadas a lo largo de las paredes y que observaron a Brunetti y Vianello con curiosidad.

—Venimos a ver al director —dijo Brunetti.

—Me parece que está en su despacho —respondió ella agitando con displicencia sus dedos de uñas verdes. Brunetti le dio las gracias y fue hacia la puerta del pasillo que conducía al despacho de Rossi, pero tuvo que volverse y llamar a Vianello, que se había quedado petrificado delante de la recepcionista.

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