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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (28 page)

BOOK: Pruebas falsas
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Brunetti observó la escena, miró a Pucetti y dijo:

—Llame, dígales que envíen a los de Criminalística. Quiero que tomen huellas de todo. —Puso la mano derecha en el brazo de Pucetti y lo empujó hacia la puerta—. Espérelos abajo —dijo. Entonces, contra todas las normas que había aprendido y enseñado para preservar de contaminación la escena de un crimen, agregó—: Quiero echar un vistazo antes de que lleguen.

La confusión de Pucetti fue tal que casi pudo oírse, además de verse, pero el agente hizo lo que se le ordenaba, salió sorteando la puerta sin tocarla y bajó la escalera.

Brunetti miraba la escena y consideraba las consecuencias que podía tener el descubrimiento de sus propias huellas dactilares en muchos de los papeles y las cajas que había en aquel desván. Él podría explicar su presencia diciendo que había estado examinándolos durante la espera. O también podría decir que había estado en el desván inspeccionando el contenido de algunas de las cajas durante una visita anterior, no autorizada, al apartamento.

Brunetti dio un paso hacia las cajas. En la penumbra, pisó la bola de cristal que contenía el Nacimiento, resbaló y cayó sobre una rodilla aplastando un objeto que, bajo su peso, se rompió en afilados fragmentos que atravesaron el pantalón y le desgarraron la piel. Aturdido por la caída y el repentino dolor, tardó un momento en levantarse. Miró, primero, la rodilla, donde empezaban a filtrarse unas gotitas de sangre a través de la tela y, después, al suelo, para ver sobre qué había caído.

Era otra Virgen, la tercera. La rodilla de Brunetti le había aplastado el tronco dejándola exánime pero había respetado la cabeza y las piernas. Ella lo miraba con sonrisa plácida y ojos indulgentes. Instintivamente, él se agachó para socorrerla o, por lo menos, para poner los fragmentos en lugar seguro. Apoyó en el suelo la rodilla sana, haciendo una mueca por el dolor que le causaba doblar la otra y extendió las manos para recoger lo que había quedado de la imagen. Entre la escayola triturada había un rollo de papel aplastado. Brunetti, intrigado, miró la base de los pies de la imagen y vio un orificio ovalado con un tapón de corcho, como el de un salero. Se había hecho con el papel un rollito muy prieto que se había introducido en la imagen.

Brunetti guardó la cabeza y las piernas en el bolsillo de la chaqueta y salió a la escalera. Fue a la ventana del fondo y, asiendo el ángulo superior izquierdo del papel con la punta de los dedos, trató de desenrollarlo con el borde de las uñas de la mano derecha, confiando en no dejar huellas. Pero el bucle del papel volvía a cerrarse sin que él pudiera leer lo que tenía escrito.

Oyó a Pucetti que decía, mientras subía la escalera:

—Ya vienen, comisario.

Cuando Brunetti vio aparecer al agente en el rellano, lo llamó con una seña. Volvió a arrodillarse, extendió el papel con las yemas de los dedos de ambas manos y dijo a Pucetti que sujetara el borde superior con el canto de la bota. Afianzado el papel, Brunetti lo desenrolló usando las yemas de los meñiques y mantuvo la hoja plana con los índices.

El papel llevaba el membrete del Departamento de Ciencias Económicas de la Universidad de Padua, estaba fechado doce años antes y dirigido a la Sección de Personal de la Enseñanza Pública de la Ciudad de Venecia y, después de un atento saludo, decía que «Sentimos comunicarles que, en los archivos de nuestro Departamento, no consta que se haya concedido a un estudiante llamado Mauro Rossi el título de Doctor en Filosofía de la Economía, ni tampoco que un estudiante con el nombre y la fecha de nacimiento indicados haya estado matriculado en esta Facultad». La firma era ilegible, pero el sello de la universidad no admitía duda.

Brunetti miraba el papel, resistiéndose a creer lo que decía. Trató de recordar los diplomas que había visto en la pared del despacho de Rossi, entre ellos, el pergamino que lo proclamaba doctor en Filosofía… Brunetti no se había molestado en leer el nombre de la Facultad que lo otorgaba.

La carta estaba dirigida al Director del Departamento de Personal, pero ya se sabe que los directores no abren su correo; para eso están los secretarios y otros subalternos, que abren, leen y toman nota de las cartas oficiales que certifican que los títulos que se reivindican en cada currículum son auténticos. Ellos archivan las cartas de recomendación, anotan las calificaciones obtenidas en las oposiciones y guardan todas las piezas del rompecabezas burocrático que, una vez compuesto, da la imagen de la persona digna de figurar en el cuerpo de funcionarios del Estado y ascender por el escalafón.

O quizá, pensó Brunetti, de vez en cuando, quizá, de manera aleatoria, comprueban las reivindicaciones que se hacen en los cientos, miles, de solicitudes que se reciben para cada puesto. Y, si descubren un engaño, pueden hacerlo público y descalificar a esa persona, quizá definitivamente, para optar a un puesto en la función pública, o bien utilizar la información para fines particulares, en provecho propio.

Tuvo una visión de la familia Battestini reunida alrededor de la mesa o, quizá, delante del televisor. Papá Oso enseña a Mamá Osa lo que él y el Osezno han traído hoy del trabajo.

Brunetti agitó la cabeza para ahuyentar la visión, tomó el papel por una punta y se levantó.

—¿Qué es eso, señor? —preguntó Pucetti señalando la carta.

—Esto es el motivo por el que mataron a la
signora
Battestini —dijo Brunetti y, sosteniendo el papel por la punta, bajó a esperar al equipo del laboratorio.

Abajo, habló con la pareja de holandeses, ahora, en inglés, y les preguntó si alguien había tratado de entrar en el edificio desde que ellos estaban allí. Le respondieron que no habían visto a nadie, aparte del hijo de la
signora
Battestini, que hacía dos días les había pedido que le abrieran la puerta diciendo que había olvidado las llaves, —o por lo menos, eso les pareció que decía, agregaron con sonrisas de disculpa— y que tenía que subir al desván, para comprobar que las ventanas estuvieran cerradas. No; no le habían pedido identificación: ¿qué otra persona iba a querer subir al desván? Llevaba arriba unos veinte minutos cuando ellos se fueron a su clase de italiano, y cuando volvieron, ya no estaba o, por lo menos, no le oyeron bajar la escalera. No; no subieron al desván a mirar, y no les parecía correcto entrar en otros sitios del edificio.

Brunetti tardó un momento en comprender que hablaban en serio, pero, al recordar que eran holandeses, les creyó.

—¿Podrían describirme al hijo? —preguntó Brunetti.

—Alto —dijo el marido.

—Y guapo —agregó la mujer.

El marido la miró con severidad pero no dijo nada.

—¿Qué edad diría que tenía? —preguntó Brunetti a la mujer.

—Pues cuarenta y tantos. Muy alto y atlético —agregó y lanzó a su marido una mirada que Brunetti no supo descifrar.

—Ya —dijo el comisario y, cambiando de tema, preguntó—: ¿A quién pagan el alquiler?

—A la
signora
Maries… —empezó la mujer, pero el marido interrumpió:

—El apartamento nos lo ha cedido una persona amiga. No pagamos nada, sólo el consumo de los suministros públicos.

Brunetti dejó asentarse la mentira y preguntó:

—Ah, ¿Graziella Simionato es amiga suya? Los dos lo miraron impávidos al oír el nombre. El marido fue el primero en reaccionar.

—Bueno, es amiga de una amiga —dijo.

—Ya —dijo Brunetti y, durante un momento, pensó en decirles que le tenía sin cuidado si se pagaban impuestos por el alquiler, pero decidió que éste era un detalle sin importancia y lo desestimó—. ¿Reconocerían al hijo si volvieran a verlo?

Él observó en sus rostros la pugna entre la instintiva integridad y el respeto por la ley de los ciudadanos de la Europa Septentrional y la prevención que había creado en ellos todo lo que les habían contado sobre las maneras de aquellos meridionales taimados.

—Sí —dijeron al unísono, respuesta que satisfizo a Brunetti.

Les dio las gracias, dijo que les llamaría si era necesaria la identificación y bajó a la calle. Había una lancha de la policía junto al costado del canal, de la que Bocchese y dos técnicos estaban descargando su pesado equipo en la
riva
.

Brunetti fue hacia la embarcación, sosteniendo el papel ante sí como si fuera un pescado recién capturado que quisiera regalar a Bocchese. Al ver a Brunetti, el técnico se agachó, abrió una de las maletas que tenía en el suelo y sacó una bolsa de plástico transparente que sostuvo abierta mientras Brunetti introducía en ella la carta.

—El desván. Alguien ha estado revolviendo allí. Necesito un informe completo, huellas y todo lo que pueda permitirnos identificar al sujeto.

—¿Ya sabe quién ha sido? —preguntó Bocchese.

Brunetti asintió.

—¿Puedo llevarme la lancha?

—Pero después tendría que enviárnosla. Tenemos que transportar todo esto —dijo Bocchese señalando las maletas que tenía a sus pies.

—De acuerdo —dijo Brunetti. Antes de subir a bordo, se volvió hacia el técnico—. Por cierto, en todo lo que hay en el desván no encontrarán huellas mías.

Bocchese lo miró largamente, con aire especulativo y respondió:

—Por supuesto. —Se agachó, cargó con una de las maletas y fue hacia la puerta de la que había sido la casa de la
signora
Battestini.

Capítulo 23

Brunetti reprimió el impulso de decir al piloto que lo llevara a Ca'Tarsetti, para una confrontación improvisada con Rossi. La voz de la prudencia, empero, le dijo que no era el momento para heroicidades de cowboy ni duelos cara a cara, sin testigos que pudieran dar fe de lo que se decía. Siempre que había cedido a este impulso, había salido perdiendo él, la policía y, en definitiva, las víctimas, que tenían derecho, como mínimo, a que se castigara a sus asesinos.

Cuando la lancha lo llevó a la
questura
, Brunetti subió a la oficina de los agentes. Vianello levantó la mirada al entrar su superior, y ensanchó la cara en una sonrisa marcada por una confusión que se trocó en alivio cuando Brunetti sonrió a su vez. El inspector se levantó y fue hacia la puerta.

Brunetti le indicó con un ademán que lo siguiera, dio media vuelta para dirigirse a su despacho, se detuvo un momento para dejar que Vianello si situara a su lado y dijo:

—Es Rossi.

—¿El de la Enseñanza Pública? —preguntó Vianello, sorprendido.

—Sí; he encontrado el motivo. Cuando estuvieron sentados en el despacho, el comisario dijo: —He subido al desván a echar otro vistazo a todos aquellos trastos y he encontrado una carta de la Universidad de Padua escondida en una de las imágenes. La habían enrollado e introducido en el interior. Me he tropezado con ella —dijo, sin más explicaciones. Vianello lo miraba en silencio—. Está fechada hace doce años y dice que por su Facultad de Económicas no se ha licenciado ni, mucho menos, doctorado, ningún Mauro Rossi.

Vianello juntó las cejas con perplejidad.

—Bueno, ¿y qué?

—Eso significa que mintió al solicitar el puesto, dijo que tenía un doctorado y no lo tenía —explicó Brunetti.

—Eso ya lo entiendo —dijo Vianello, paciente—. Pero no veo la relación.

—Su posición, su carrera, su futuro, todo se iba al traste si Battestini enseñaba la carta a alguien —explicó Brunetti, sorprendido de que Vianello no lo entendiera.

El inspector hizo un ademán como para ahuyentar moscas.

—Hasta ahí lo entiendo. Pero, ¿por qué ha de ser tan importante? Al fin y al cabo, no era más que un empleo. ¿Va alguien a matar por eso?

La respuesta a esta pregunta le vino a Brunetti de su conversación con Paola, y la recibió con sorpresa:

—Era la soberbia —dijo—. No la lujuria ni la avaricia: la soberbia. Nos habíamos equivocado de pecado —explicó a un Vianello completamente desconcertado.

Era evidente que el inspector no le seguía.

—Sigo sin entenderlo —repitió. Y luego—: ¿Vamos a detenerlo o no?

Brunetti no creía que hubiera prisa. El
signor
—que ya no
dottor
— Rossi no huiría abandonando posición y familia. El instinto decía a Brunetti que Rossi era de los que se mantienen en sus trece, que hasta el último momento diría que no tenía idea de qué le hablaban ni de cómo su nombre podía estar relacionado con el de una anciana que había tenido la desgracia de ser asesinada. A Brunetti ya le parecía oír sus explicaciones y estaba seguro de que éstas irían cambiando camaleónicamente a medida que la policía fuera aportando más y más pruebas incriminatorias. Rossi había engañado durante más de una década y ahora trataría de seguir engañando.

Vianello se revolvió en la silla, impaciente, y Brunetti le dijo, para tranquilizarlo:

—Necesitamos que sus huellas estén en las cosas del desván. En cuanto Bocchese las consiga, podremos pensar en traerlo para el interrogatorio.

—¿Y si se niega a dejar que se las tomemos?

—Cuando lo tengamos aquí, no se negará —dijo Brunetti con absoluta certeza— Sería un escándalo: los periódicos se lo comerían vivo.

—¿Y no será un escándalo haber matado a una anciana?

—Sí, pero otra clase de escándalo del que creerá poder salir airoso. Dirá que él era una víctima, que no sabía lo que hacía, que estaba fuera de sí cuando la mató. —Antes de que Vianello pudiera preguntar, prosiguió—: Negarse a que le tomemos las huellas, sabiendo que es inevitable, daría impresión de cobardía y él no haría tal cosa. —Desvió la mirada hacia la ventana un momento, la volvió otra vez hacia su colega y dijo—: Piénselo: hace años, él creó a este personaje, este falso doctor, y no se saldrá del papel, por más que nosotros hagamos o podamos demostrar. Lleva tanto tiempo dentro del personaje que, probablemente, ya se habrá identificado con él o, por lo menos, pensará que se ha ganado el derecho a un trato especial por su posición.

—¿Así pues…? —preguntó Vianello, que parecía aburrido de tanta especulación y deseoso de información práctica.

—Así pues, esperaremos a Bocchese.

Vianello se puso en pie, fue a decir algo, lo pensó mejor y se marchó.

Brunetti se quedó sentado a su mesa, pensando en el poder y en los privilegios que muchos de los que lo detentan creen que les otorga. Hizo un repaso mental de sus compañeros de trabajo, buscando exponentes de esta actitud y, cuando su atención recayó en el teniente Scarpa, se levantó apoyando las manos en la mesa y bajó al despacho del teniente.

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