Pruebas falsas (3 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Pruebas falsas
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Dado el estado en que quedó el cuerpo de la rumana, se desistió de buscar en él restos de sangre de la
signora
Battestini. Uno de los hombres que viajaban en el mismo compartimiento dijo que parecía muy agitada cuando subió al tren en Venecia pero que se había calmado visiblemente a medida que se alejaban de la ciudad, y el otro señaló que la mujer se había llevado la bolsa de plástico cuando había ido al aseo.

A falta de otros sospechosos, se dedujo que, probablemente, la rumana era la asesina y se decidió que las energías de la policía podían emplearse con más provecho en otros menesteres. El caso no se cerró, simplemente, se dejó en suspenso: el proceso normal sería que desapareciera de la atención pública por falta de interés. Cuando los titulares sensacionalistas generados por el asesinato de la anciana y la huida de la rumana perdieran actualidad, quedaría olvidado.

Las autoridades cumplieron, sí, las formalidades burocráticas pertinentes, para dejar constancia de los hechos probados en el caso del asesinato de Maria Grazia Battestini. La sobrina dijo que la rumana, a la que ella sólo conocía por Flori, hacía cuatro meses que trabajaba para su tía. No; no la había contratado la sobrina. De eso se había encargado Roberta Marieschi, la abogada de la tía. Se daba el caso de que la
dottoressa
Marieschi actuaba de abogada de numerosas personas mayores de la ciudad, a algunas de las cuales proporcionaba empleadas de hogar procedentes, principalmente, de Rumania, donde tenía contactos con diversas organizaciones benéficas.

La
dottoressa
Marieschi no sabía acerca de Florinda Ghiorghiu nada más que lo que indicaba su pasaporte, copia del cual obraba en poder de la abogada. El original fue hallado en una bolsa de tela atada al pecho de la mujer arrollada por el tren y que, una vez limpio y examinado, resultó ser una falsificación, y no muy buena.

Al ser interrogada sobre esta circunstancia, la
dottoressa
Marieschi respondió que no era de su incumbencia comprobar la autenticidad de los pasaportes que la Policía de Inmigración daba por válidos. Su cometido se limitaba a buscar clientes a los que pudieran convenir los servicios de las personas que portaban tales pasaportes, pasaportes, insistió, que la Policía de Inmigración había revisado y aceptado.

Ella había visto a la Ghiorghiu una sola vez, hacía cuatro meses, cuando la acompañó a casa de la
signora
Battestini. Desde entonces, no había tenido más contacto con ella. Sí; la
signora
Battestini se había quejado de la rumana, pero la
signora
Battestini se quejaba de todas las empleadas que se le enviaban.

Como el caso estaba en el limbo, la sobrina no obtenía respuesta a sus preguntas acerca de si el apartamento de su tía seguía clausurado, como escenario del crimen. Finalmente, consultó con la
dottoressa
Marieschi, quien le aseguró que las condiciones del testamento de su tía estaban bien claras y le garantizaban la plena propiedad de todo el edificio sin excepción. Una semana después de la muerte de la
signora
Battestini, las dos mujeres mantuvieron una entrevista durante la que trataron con detalle de la situación legal de los bienes de la difunta. Con el respaldo de la opinión de la abogada, al día siguiente de la conversación, la sobrina limpió el apartamento. Lo que le pareció que podía tener valor o importancia fue embalado en cajas de cartón y subido al desván. El resto de ropas y efectos personales de la difunta se sacó a la puerta del apartamento, en grandes bolsas de basura. Al día siguiente, entraron los pintores, ya que la
dottoressa
Marieschi había convencido a la heredera de la conveniencia de comprar algunos muebles y alquilar el apartamento por semanas, a turistas. Ella se ofreció a buscar clientes solventes, y, por supuesto, si el acuerdo era informal y el pago se hacía en efectivo, no había razón para declarar el ingreso a las autoridades.

Después de consultar nuevamente con la
dottoressa
Marieschi, la heredera decidió restaurar todos los apartamentos, a fin de fijar alquileres altos.

Así estaban las cosas cuando no habían transcurrido más que tres semanas desde la muerte de Maria Grazia Battestini. Una parte de sus efectos se hallaban en el desván, metidos desordenadamente en cajas por una persona que no tenía por ellos otro interés que la vaga expectativa de que un día, cuando se decidiera a examinarlos más detenidamente, pudiera descubrir algo de valor; y el apartamento, recién pintado, ya era objeto del interés de un fabricante de cigarros holandés que quería alquilarlo para la última semana de agosto.

Capítulo 3

De manera que todos estaban satisfechos: la policía, por haber cerrado el caso a todos los efectos, aunque sin resolverlo; la sobrina de la
signora
Battestini, Graziella Simionato, porque preveía nuevos ingresos, cuantiosos y muy bienvenidos, y Roberta Marieschi, porque conservaba a una Battestini entre sus clientes. Sin duda, así hubieran seguido las cosas, de no ser por el primero de los dioses lares de Venecia y de todas las ciudades: el cotilleo.

A media tarde del tercer domingo de agosto, se abrieron las persianas de las ventanas de un apartamento situado en el segundo piso de una casa adyacente al Canale della Misericordia, próxima al Palazzo del Cammello. La dueña del apartamento, Assunta Gismondi, era una diseñadora gráfica que había residido en Venecia toda su vida, si bien ahora trabajaba principalmente para un estudio de arquitectura de Milán. Después de abrir las persianas para dejar entrar un poco de aire que aliviara el calor sofocante del apartamento, la
signora
Gismondi, por la fuerza de la costumbre, miró a las ventanas situadas frente a su casa, al otro lado del canal y quedó sorprendida al ver cerradas las persianas del apartamento del segundo piso. Sorprendida, pero en modo alguno contrariada.

Deshizo la maleta, colgó varias prendas en el armario y metió otras en la lavadora. Repasó el correo acumulado durante las tres semanas que había estado en Londres y leyó los faxes. Como se había comunicado por correo electrónico con su amante y con la empresa que la había enviado a Londres a hacer el cursillo, no creyó necesario conectar el ordenador por si había mensajes. Lo que hizo fue agarrar el cesto de la compra y salir hacia el Billa de Strada Nuova, el único lugar en el que podría encontrar todo lo necesario para prepararse la cena. La idea de ir a otro restaurante la horrorizaba. Prefería quedarse en casa tomando un plato de pasta con
olio e peperoncino
a cenar sola entre desconocidos.

Billa de Strada Nuova estaba abierto, y la
signora
Gismondi pudo llenar el cesto de tomates, berenjenas, ajos, lechuga y, por primera vez en tres semanas, encontrar queso y fruta decentes sin tener que desembolsar el salario de una semana por una porción minúscula. De regreso en el apartamento, echó aceite de oliva en una sartén, picó dos dientes de ajo, luego tres, y luego cuatro, y los doró a fuego lento, aspirando el aroma con unción casi religiosa, contenta de estar en casa entre los objetos, los olores y las vistas que ella amaba.

Su amante llamó media hora después y dijo que aún estaba en Argentina, donde las cosas iban de mal en peor, que pensaba regresar dentro de una semana aproximadamente, que desde Roma tomaría un avión y pasaría, por lo menos, tres días en Venecia. No; a su mujer le diría que tenía que ir a Turín por asuntos de trabajo. De todos modos, a ella le tenía sin cuidado. Después de colgar el teléfono, Assunta se sentó a la mesa de la cocina y comió un plato de pasta con salsa de tomate y berenjena asada y, de postre, dos melocotones, y terminó media botella de Cabernet Sauvignon. Al mirar por la ventana a la casa del otro lado del canal, rezó mentalmente una oración para pedir que aquellas ventanas no volvieran a abrirse. A cambio, se comprometía a no pedir ninguna otra gracia nunca más.

A la mañana siguiente, cuando iba camino de su bar favorito a tomar un café y un brioche, entró en la tienda de periódicos.

—Buenos días,
signora
—la saludó el hombre desde detrás del mostrador—. Hacía tiempo que no la veía. ¿Vacaciones?

—No. He estado en Londres. Por trabajo.

—¿Lo ha pasado bien? —preguntó él, en el tono del que abriga serias dudas al respecto.

Ella tomó
Il Gazzettino
y leyó los grandes titulares que pregonaban una inminente crisis de gobierno, un desastre ecológico y un crimen pasional en Lombardía. Las delicias del hogar. En respuesta a la pregunta del hombre, se encogió de hombros, para dar a entender que en cualquier ciudad o país era difícil disfrutar del trabajo.

—No estuvo mal —admitió al fin—. Pero es agradable estar otra vez en casa. ¿Y qué tal por aquí? ¿Alguna novedad?

—¿No se ha enterado? —dijo el hombre con cara de satisfacción ante la perspectiva de ser el primero en dar una mala noticia.

—No. ¿Qué ha pasado?

—La Battestini, la que vive enfrente de usted. ¿No lo sabe?

Ella recordó las persianas cerradas y ahogó la esperanza que nacía en su interior.

—No. No sé nada. ¿Qué ha pasado? —Dejó el periódico en el mostrador y se inclinó hacia el hombre.

—Ha muerto. Asesinada —dijo él acariciando la palabra.

La
signora
Gismondi no ocultó su sorpresa:

—¡No! ¿Cómo? ¿Cuándo?

—Hace unas tres semanas. La encontró el médico, ya sabe, ese que visita a los viejos. Tenía la cabeza abierta. —El hombre hizo una pausa para ver el efecto de la noticia y, al observar que ella estaba debidamente impresionada, prosiguió—: Mi primo conoce a uno de los policías, y parece ser que quien lo hizo debía de odiarla mucho. Por lo menos, eso dice mi primo que dijo el policía. —El hombre miró a su oyente—. Ya debía de odiarla esa mujer.

—¿Qué mujer? —preguntó Gismondi, confusa por la inesperada noticia y desconcertada por el inexplicable comentario del hombre—. ¿A quién se refiere?

—Pues a la rumana. Ella la mató. —Al observar la sorpresa de su cliente, el hombre acometió el segundo y más truculento acto del drama—. Sí; quería salir del país, pero la encontraron en el tren que va a Rumania.

La
signora
Gismondi se había puesto pálida, lo cual acrecentó la satisfacción del hombre.

—La detuvieron en la frontera, en Villa Opicina creo que fue. Sentada en el tren, tan tranquila, después de matar a la vieja. Pegó a un policía y trató de empujarlo debajo de un tren, pero él pudo salvarse y el tren la pilló a ella. —Al ver la consternación de la
signora
, puntualizó, más que nada, por respeto a sus fuentes—. En fin, es lo que ponían los periódicos y lo que he oído decir a la gente.

—¿A quién pilló el tren? ¿A Flori?

—¿Así se llamaba la rumana? —preguntó el hombre, receloso. Le hizo desconfiar que ella conociera el nombre.

—Sí —dijo la
signora
Gismondi—. ¿Qué le pasó?

El hombre parecía sorprendido por la pregunta. ¿Qué te pasa cuando te pilla un tren?

—Que el tren la atropelló. En la estación de Villa Opicina o como se llame. —No era un hombre inteligente y carecía de imaginación, por lo que estas palabras no le sugerían casi nada. Al decirlas, no se representaba la imagen de unas ruedas de acero girando sobre un raíl, era incapaz de visualizar lo que había de ocurrirle a un cuerpo que quedara atrapado inexorablemente entre unas y otro.

Ella puso una mano sobre los periódicos, como buscando un punto de apoyo.

—¿Está muerta? —preguntó como si el hombre no hubiera hablado.

—Cómo no va a estar muerta —respondió él, impacientándose por la lentitud de aquella mujer para entender las cosas—. Pero también lo está esa pobre anciana. —Assunta Gismondi captó el tono de indignación que había en la voz del hombre.

—Desde luego —dijo en voz baja—. Es terrible. —Sacó dinero, lo puso en el mostrador y se fue olvidando el periódico y jurando no volver a poner los pies en aquella tienda. La pobre anciana. Pobre anciana.

La
signora
Gismondi volvió a su apartamento, para hacer algo que no había hecho nunca y que ni siquiera estaba segura de que pudiera hacerse: se conectó a Internet y ordenó la búsqueda del
Gazzettino
a partir del día siguiente a su salida para Londres. Ahora lamentaba su decisión de hacer total inmersión en el inglés durante su estancia allí: ni diarios ni noticias de Italia, ni conversación con otros italianos. Tenía la impresión de que durante aquellas tres últimas semanas no podía haber ocurrido nada. Pero
Il Gazzenino
pronto la sacó de su error.

Sólo leía las informaciones relacionadas con la muerte de la
signora
Battestini y fue siguiendo el desarrollo de los hechos, a medida que se sucedían los días y las ediciones. Esencialmente, todo había ocurrido tal como le había dicho el hombre de los periódicos: anciana hallada muerta por su médico, criada rumana desaparecida, tren detenido en la frontera, intento de huída, muerte. Papeles falsos, identidad desconocida, familia afligida por el asesinato de la tía favorita, funeral de la víctima en la intimidad.

Assunta Gismondi apagó el ordenador y se quedó mirando la oscura pantalla. Cuando se cansó, desvió la atención a los libros que cubrían una pared de su estudio y leyó los nombres de los autores del estante de arriba: Aristóteles, Platón, Esquilo, Eurípides, Plutarco, Homero. Luego miró por la ventana, a las persianas cerradas del otro lado del canal.

Alargó el brazo hacia el lado derecho del ordenador, levantó el teléfono, marcó el 113 y dijo que deseaba hablar con un policía.

Cuando, media hora después, la
signora
Gismondi entró en la
questura
, se reprochaba a sí misma su ingenuidad al imaginar que ellos enviarían a alguien a su casa para hablar con ella. Debió figurárselo: a una ciudadana que cumplía con su deber cívico de brindar información de gran importancia, un policía aburrido que se negó a dar su nombre dijo que ella tenía la obligación de personarse en la
questura
para informar. Al oír aquel tono oficialista, a ella le pesó haberse identificado y de buena gana hubiera colgado el teléfono, y que se las arreglaran para resolver el caso. Lo malo era que no tratarían de resolverlo —estaba segura—, que lo último que se les pasaría por la imaginación, suponiendo que tuvieran imaginación, sería la conveniencia de modificar sus suposiciones y molestarse en establecer otras.

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