Read Pruebas falsas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (8 page)

BOOK: Pruebas falsas
4.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando fue hallado el cadáver de la
signora
Battestini, Brunetti estaba de vacaciones y, a su regreso, el caso ya había sido aparcado y él siguió con la investigación de los encargados de equipajes del aeropuerto. Puesto que los acusados habían sido filmados repetidamente abriendo maletas y sustrayendo objetos y puesto que varios de ellos estaban dispuestos a declarar contra los otros, con la esperanza de que les fueran impuestas penas menores, era poco lo que Brunetti tenía que hacer, aparte de mantener al día los expedientes e interrogar a los que aún no habían confesado y pudieran ser inducidos a ello. Él había leído la noticia del asesinato y, aceptando pasivamente lo que decían los periódicos, sacó la conclusión de que la rumana era culpable. ¿Por qué, si no, trataba de salir del país? ¿Por qué, sí no, había hecho aquel desesperado intento por escapar de la policía?

La
signora
Gismondi acababa de darle respuestas alternativas a estas preguntas: Florinda Ghiorghiu abandonaba el país porque se había quedado sin trabajo y trató de escapar de la policía porque era ciudadana de un país en el que se consideraba a la policía tan corrupta como violenta y en el que la sola idea de caer en sus manos podía hacer que una persona echara a correr presa de pánico.

Cuando, una hora antes, Brunetti había visto a Scarpa en el despacho de la
signorina
Elettra, el teniente estaba lívido de indignación por lo que él calificaba de falso testimonio. La
signorina
Elettra, percibiendo la cólera del teniente, le sugirió:

—Quizá otra persona pueda sacarle la verdad. Brunetti, en un primer momento, se asombró de la deferencia con que la joven hablaba al teniente y de la buena disposición para creerle que revelaban sus palabras, pero advirtió su duplicidad cuando, volviéndose hacia él, agregó:

—Comisario, ahora que el teniente se ha dado cuenta del engaño, quizá convenga que otra persona, siguiendo su pauta, trate de descubrir cuáles son los motivos de esa mujer. —Aquí se volvió hacia el teniente y levantó las manos en ademán de subordinación—. Desde luego, siempre que usted, teniente, lo considere oportuno. —El comisario observó que esta mañana ella llevaba una sencilla blusa de algodón blanco. Quizá fuera el cuello abrochado hasta la garganta lo que le daba aquel aire de inocencia.

Por la cara de Scarpa pasó fugazmente un atisbo de la suspicacia que invariablemente le inspiraba la
signorina
Elettra, pero, sin darle tiempo a hablar, Brunetti dijo dirigiéndose a la joven:

—A mí no me mire; yo estoy con lo del aeropuerto y no tengo tiempo. —Dio media vuelta para marcharse.

La resistencia de Brunetti impulsó a Scarpa a decir:

—Conmigo esa mujer va a seguir insistiendo en lo mismo, estoy seguro.

Era una simple afirmación, no una petición, y Brunetti se mantuvo firme.

—Yo tengo mucho trabajo con lo del aeropuerto. —Siguió andando hacia la puerta.

Esto bastó para hacer saltar a Scarpa:

—Sí esta mujer miente sobre un asesinato, el caso es mucho más grave que los simples hurtos del aeropuerto.

Ya casi en la puerta, Brunetti se volvió y miró a la
signorina
Elettra, que dijo con fatalismo:

—Me parece que el teniente tiene razón, comisario.

Brunetti, hombre paciente, quizá exagerando un punto la nota del estoicismo, dijo:

—Está bien, pero no quiero involucrarme en el caso. ¿Dónde está esa mujer?

Así fue como Brunetti pudo hablar con la
signora
Gismondi, y lo que ella le dijo le hizo pensar que, en efecto, él había conseguido hacer lo que había sugerido la
signorina
Elettra: le había sacado la verdad.

Ahora bajó al despacho de la
signorina
Elettra, a la que encontró hablando por teléfono. Ella levantó una mano con dos dedos extendidos para indicarle que enseguida terminaba, se inclinó, hizo una anotación, dio las gracias y colgó.

—¿Puede explicarme cómo lo ha hecho? —preguntó él señalando con el mentón el lugar en el que había estado el teniente Scarpa.

—Conoce a tu enemigo —dijo ella.

—¿Lo que quiere decir …?

—A usted le odia pero de mí sólo desconfía, de modo que no he tenido más que darle la ocasión de obligarle a hacer algo que usted no quería hacer. Ha sido más fuerte el deseo de incomodarlo a usted que su desconfianza hacia mí.

—Oyéndola parece fácil, como de manual.

—La zanahoria y el palo —sonrió ella—, Yo le he ofrecido la zanahoria y él ha pensado que podía convertirla en un palo para atacarlo a usted. —Y, con súbita seriedad, preguntó—: ¿Qué ha dicho la mujer?

—Que acompañó a la rumana a la estación, le compró un billete para Bucarest y la dejó allí.

—¿Cuánto faltaba para la salida del tren? —preguntó ella rápidamente.

Le agradó que también ella advirtiera el punto más débil de la versión de la
signora
Gismondi.

—Una hora aproximadamente.

—Los periódicos decían que eso ocurrió cerca del Palazzo del Cammello.

—Sí.

—Hubiera tenido tiempo suficiente, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y … ?

—¿Por qué iba a molestarse? —preguntó él—. Esta mujer, Assunta Gismondi, dice que dio a la rumana unos setecientos euros —empezó y, al ver que la
signorina
Elettra alzaba las cejas, prosiguió—: y yo la creo. —Adelantándose a su pregunta, dijo—: La Gismondi es una persona impulsiva y, según parece, generosa. —Realmente, estaba convencido de que éstas eran dos de las cualidades que la habían traído a la
questura
esta mañana. Y también la integridad.

La
signorina
Elettra echó hacia atrás el sillón apartándolo de la mesa y cruzó las piernas, mostrando una falda corta de color rojo y unos zapatos con unos tacones tan altos que la levantarían por encima de la peor
acqua alta
.

—Si me permite una pregunta un tanto impertinente, comisario —empezó y, a una señal afirmativa de él, prosiguió—: ¿Es su cabeza o su corazón quien habla por usted?

Él pensó un momento y respondió:

—Los dos.

—En tal caso —dijo ella, poniéndose en pie, proceso que la elevó casi hasta la altura de él—, me parece que valdrá más que baje al despacho de Scarpa y saque copia del archivo.

—¿No lo tiene ahí dentro? —preguntó él agitando una mano hacia el ordenador.

—No, señor. El teniente prefiere escribir a máquina sus informes y guardarlos en su despacho.

—¿Y él se lo dará?

—Claro que no —sonrió ella.

Sintiéndose bastante ingenuo, él preguntó:

—¿Pues cómo piensa conseguirlo?

Ella se inclinó y abrió un cajón del que extrajo un estuche de piel que contenía un juego de ganzúas y otras herramientas que tenían un alarmante parecido con las que él mismo utilizaba a veces.

—Robándolo, comisario. Sacaré copia y volveré a guardarlo donde lo encontré. Y, como el teniente es hombre desconfiado, tendré especial cuidado en volver a poner en su sitio el medio mondadientes que él acostumbra a colocar entre las páginas siete y ocho de las carpetas que considera importantes y que teme que otras personas traten de leer. —Acentuó su sonrisa—. En cuanto tenga la copia, se la subiré a su despacho, comisario.

Él no pudo menos que preguntar:

—¿Dónde está él ahora? —Lo que realmente quería saber era cómo podía ella estar segura de que Scarpa no se encontraba en el despacho.

—En una lancha, camino de Fondamenta Nuove.

En aquel momento, Brunetti recordó las dramáticas escenas de las películas del Oeste que él veía de niño, en las que el bueno y el malo se quedan frente a frente, desafiándose con la mirada. Aquí no había bueno ni malo, desde luego, a no ser que fueras tan estrecho de miras como para considerar que entrar subrepticiamente en un despacho de la
questura
para sacar una copia no autorizada de documentos oficiales fuera un acto reprobable. Pero el concepto que Brunetti tenía de la ley era tan bajito que estaba por encima de estas consideraciones, por lo que fue a la puerta y la abrió para que ella saliera. Al pasar por delante de él, la joven dijo, sonriendo—: No tardaré.

«¿Cómo lo hace?», se preguntaba Brunetti mientras volvía a su despacho. No sentía curiosidad por los medios de que se servía la
signorina
Elettra, su ordenador y aquellas amistades del otro extremo del hilo telefónico, siempre dispuestas a hacerle un favor, a quebrantar una regla o una ley. Tampoco le importaban las técnicas que ella utilizaba para acumular tanta información acerca de la vida y milagros de sus superiores. Lo que le intrigaba era de dónde sacaba el valor para oponerse a ellos tan sistemática y abiertamente, sin tratar siquiera de disimular hacia dónde se orientaba su lealtad. Una vez, ella le había explicado por qué había renunciado a un alto cargo en un banco a cambio de lo que a los ojos de su familia y amigos tenía que ser un trabajo mucho más modesto en la policía. Ella se había ido del banco por sus principios, y sin duda también ahora actuaba a impulsos de sus principios; pero él aún no se había atrevido a preguntarle cuáles eran aquellos principios.

Sentado a su mesa, el comisario hizo una lista de la información que necesitaba: cuantía del patrimonio de la
signora
Battestini; en qué medida gestionaba la
avvocatessa
Marieschi los asuntos de la difunta y cuáles eran esos asuntos; si en los archivos de la policía aparecía el nombre de la
signora
Battestini; ídem el del marido; qué sabía la gente del vecindario acerca de su hostilidad hacia determinadas personas y si alguien recordaba haber visto entrar o salir del apartamento el día del crimen a otra persona además de la rumana, lo cual era poco probable, al cabo de tres semanas, y si estaría dispuesto a declararlo a la policía. También tendría que hablar con el médico de la mujer.

Cuando Brunetti terminó la lista, la
signorina
ya estaba llamando cortésmente a la puerta del despacho.

—¿Ha hecho copia para Vianello? —preguntó él.

—Sí, señor —respondió la joven, dejando una delgada carpeta en la mesa del comisario y mostrando otra idéntica que conservaba en la mano.

—¿Sabe dónde está él? —preguntó el comisario, procurando hablar con naturalidad, para no dar la impresión de que imaginaba que ella colocaba chips detrás de las orejas de todos los empleados de la
questura
, para tenerlos localizados por medio de un satélite conectado a su ordenador.

—Creo que esta tarde ha de venir, comisario.

—¿Lo ha leído? —preguntó él señalando la carpeta con el mentón.

—No, señor.

Él la creyó.

—Podría echar una ojeada a la carpeta de Vianello antes de dársela. —No necesitó explicarle por qué deseaba que lo hiciera.

—Sí, señor. ¿Desea que empiece a comprobar las cosas habituales?

Años atrás, él le hubiera preguntado a qué se refería, pero la experiencia le había enseñado que, probablemente, aquellas «cosas» serían las mismas que él había anotado en su lista, por lo que dijo tan sólo:

—Sí, muchas gracias.

—Conforme —dijo ella, y se fue.

El primer papel de la carpeta era el informe de la autopsia. Brunetti, por la fuerza de la costumbre, buscó la firma y la misma costumbre le hizo sentir alivio al reconocer el garabato que identificaba a Rizzardi.

La
signora
Battestini contaba ochenta y tres años en el momento de su muerte. El doctor indicaba que podría perfectamente haber vivido otros diez. El corazón y demás órganos se hallaban en excelente estado. Había dado a luz por lo menos una vez, y se le había practicado una histerectomía. Aparte de esta operación, no se advertían señales de enfermedad grave ni fracturas. A causa de su peso de más de cien kilos, tenía las rodillas muy desgastadas, hasta el punto de que andar debía de serle muy difícil, y subir escaleras, imposible. La flacidez del tejido muscular confirmaba una falta de actividad general.

La causa de la muerte era una serie de golpes —Rizzardi estimaba cinco— descargados en el occipital. Dado que los impactos estaban muy juntos, era imposible determinar cuál de ellos la había matado, aunque lo más probable era que la muerte fuera resultado de la acumulación de traumatismos. El homicida, probablemente, diestro, o era mucho más alto que la víctima o estaba de pie, y la mujer, sentada. El enorme daño causado por los repetidos golpes, apuntaba a esta segunda posibilidad, ya que el desnivel permitía que el arma describiera un arco de casi un metro.

En cuanto al arma en sí, Rizzardi se abstenía de hacer especulaciones, y era imposible saber si se le había informado de la existencia de la imagen hallada cerca del cuerpo. Él indicaba tan sólo que se trataba de un objeto de borde irregular con un peso de uno a tres kilos. Tanto podía ser de madera como de metal. El forense puntualizaba únicamente que, a juzgar por la forma de las lesiones del cráneo, debía de ser un objeto que tenía una serie de aristas y hendiduras que discurrían en sentido horizontal.

Unido a esta hoja estaba el informe del laboratorio que indicaba que el borde de la estatua de bronce coincidía con las muescas de las lesiones y que el tipo de sangre hallado en ella era el mismo que el de la
signora
Battestini. No había huellas dactilares.

La muerte se había producido a causa del shock y de la pérdida de sangre; los daños del tejido cerebral habían provocado una disfunción neurológica tan grave que los órganos afectados hubieran dejado de funcionar muy pronto, aunque se la hubiera encontrado antes de que se desangrara.

El examen del escenario del crimen por la policía parecía haber sido, como mucho, somero. Sólo se habían buscado huellas en una habitación, y en la carpeta no había más que cuatro fotografías, todas ellas, del cadáver de la
signora
Battestini. No había constancia del contenido de la habitación ni del «precipitado registro» que, según se indicaba en el informe, parecía haber tenido lugar. Brunetti no sabía si semejante negligencia se debía a la rápida conclusión de que la rumana era la culpable, y confiaba en que no reflejara el procedimiento habitual. Buscó las firmas al pie del informe que describía el escenario, pero eran simples iniciales ilegibles.

Después estaba el pasaporte que Florinda Ghiorghiu llevaba encima. Si el documento era falso, ¿cuál era el verdadero nombre de la mujer que había sido enterrada en Villa Opicina? Ni siquiera esto lo sabía con certeza, porque el informe no decía dónde estaba enterrada. La foto mostraba unos ojos y un pelo oscuros, y una cara sin asomo de sonrisa: la mujer miraba a la cámara como si temiera que fuera a hacerle daño. En cierto modo, así era: la foto había servido para confeccionar el pasaporte con el que había conseguido el trabajo que la había conducido a aquella estación y a la fatídica huída por las vías.

BOOK: Pruebas falsas
4.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Evil Twin? by P.G. Van
Monsoon Summer by Julia Gregson
Bachelor Boys by Kate Saunders
Brazen (B-Squad #1) by Avery Flynn
Psyche Shield by Chrissie Buhr
To Scotland With Love by Patience Griffin
5 Minutes and 42 Seconds by Timothy Williams
Boelik by Amy Lehigh