Pruebas falsas (20 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Pruebas falsas
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—¿Preferirías que te dijera que pienso llevarlos a un McDonald's a tomar un Big Mac?

—Eso se llama corrupción de menores.

—Ya son mayores, Guido.

—Sigue siendo corrupción —dijo él, y colgó.

Brunetti y Vianello decidieron ir a Da Remigio, pero al llegar vieron que estaba cerrado hasta el diez de septiembre. Lo mismo ocurría en otros dos sitios, lo que no les dejaba otra opción que la de entrar en un chino o darse la caminata hasta Via Garibaldi para ver si allí encontraban algo abierto.

Por tácito acuerdo, volvieron sobre sus pasos y se dirigieron al bar de Ponte dei Greci donde, por lo menos, los
tramezzini
y el vino eran aceptables. Procurando no pensar en el guiso de ternera, Brunetti pidió un
prosciutto e funghi
, un
prosciutto e pomodoro
y un simple
panino con salami
. Vianello, pensando sin duda que, a falta de un almuerzo en toda regla, no importaba lo que comiera, pidió lo mismo.

Vianello llevó a la mesa una botella de agua mineral y medio litro de vino blanco y se sentó frente a Brunetti. Mirando el plato de bocadillos que había en el centro de la mesa, dijo:

—Nadia había hecho pasta fresca —y tomó un
tramezzino
.

El inspector no volvió a hablar hasta que hubo terminado el primer bocadillo y bebido dos vasos de agua mineral. Entonces puso el vaso en la mesa, sirvió vino para los dos y dijo:

—¿Qué hacemos con Scarpa?

La omisión del tratamiento bastó para indicar a Brunetti que la conversación era totalmente extraoficial. El comisario tomó un sorbo de vino.

—Creo que lo único que podemos hacer es dejarle seguir investigando, si se le puede llamar así, a la
signora
Gismondi.

—Es un disparate —dijo Vianello con irritación. Él no conocía personalmente a la Gismondi, sólo había el informe del caso y oído lo que Brunetti le había contado de su conversación con ella, pero fue suficiente para convencerle de que la mujer no había intervenido en los hechos más que para ayudar a la rumana a salir del país. Entonces, consciente de la interpretación que podía darse a esta intervención, preguntó:

—¿Cree que será capaz de decir que fue la instigadora, porque le dio dinero y le compró el billete de tren?

Brunetti ya no sabía de qué podía ser capaz Scarpa. Lamentaba que una mujer como la
signora
Gismondi, que le había parecido una excelente persona, se hubiera convertido en rehén de Scarpa, en la guerra de guerrillas que el teniente libraba contra él, pero comprendía que cualquier intento suyo para rescatarla la expondría a peores represalias.

—Creo que no podemos hacer otra cosa que dejarle seguir adelante. Si tratamos de impedírselo, dirá que tenemos algún motivo inconfesable para protegerla, y sabe Dios adónde nos llevaría eso. —Le era difícil prever las acciones de Scarpa porque era incapaz de comprender sus motivos. Mejor dicho, podía comprenderlos, captarlos, intelectualmente, pero era incapaz de encontrarles sentido, porque sus mentalidades eran distintas. Estaba convencido de que Paola podría interpretarlos mucho mejor, y hasta la misma
signorina
Elettra. Y entonces, sin darse cuenta, pensó que por algo se decía que las gatas cazaban mejor que los gatos y parecían disfrutar más torturando a la presa antes de matarla.

De estas reflexiones lo sacó Vianello al preguntar:

—¿Usted le encuentra sentido a esto, comisario?

—¿A qué? ¿Al asesinato? ¿O a Scarpa?

—Al asesinato. A Scarpa es fácil entenderlo.

Pensando qué ojalá fuera así, Brunetti dijo:

—A esa mujer la mató alguien que la odiaba o que quería dar esa impresión. Lo que viene a ser lo mismo. —Al ver la expresión de Vianello, explicó—: Quiero decir que quien hiciera eso es capaz de esa clase de violencia, ya sea por ira o por cálculo. No vi el cadáver, pero vi las fotos. —Comprendió que de nada serviría ahora decir lo mucho que lamentaba no haber interrumpido las vacaciones cuando leyó la noticia del asesinato. Hubiera debido desconfiar de los periódicos y, más aún, de las respuestas que le dieron cuando llamó a la
questura
para preguntar por el caso y le dijeron que ya estaba resuelto. Los cuatro se encontraban en la costa de Irlanda: Raffi y Chiara, dedicados, la mitad del tiempo, a navegar y explorar los bajíos, y la otra mitad, a comer, mientras él y Paola releían con paciencia a Gibbon y las novelas de Palliser, respectivamente. Le había faltado el valor para proponerles regresar a Venecia.

Mientras esperaba que su superior continuara, Vianello se comió el sándwich que le quedaba y terminó el agua. Hizo una seña al hombre de la barra y levantó la botella vacía.

—Tanto su mujer como la mía dirían que son simples prejuicios machistas —dijo Brunetti—, pero estoy seguro de que eso no lo hizo una mujer. —Vianello asintió, en señal de aprobación de los simples prejuicios machistas, y Brunetti prosiguió—: Así pues, hay que encontrar un motivo por el que un hombre quisiera matarla, y tendría que ser un hombre que tuviera acceso al apartamento o a quien ella permitiera entrar. —El barman puso la botella en la mesa, y Brunetti llenó las copas antes de continuar—: Hasta ahora, lo único que hemos encontrado que no encaja es el dinero: dejó de llegar cuando la mujer murió, y la abogada no lo mencionó. Ignoramos qué sabía la sobrina, ni si sabía algo. —Se sirvió vino, pero no bebió—. Tampoco había motivo para que la Marieschi me hablara de ello, aunque estuviera al corriente —agregó.

—¿Puede haberse quedado con él?

—Desde luego.

Vianello dijo:

—¿No es extraño que me cueste creer que una persona que tenga un perro como ése pueda ser mala? —Brunetti le había hablado de
Poppi
. Bebió un sorbo de vino, miró al barman, levantó el plato de los bocadillos, lo dejó y dijo—: Es curioso. La mayoría de las personas a las que arrestamos tienen hijos, y nunca se me ocurriría pensar que esto pudiera impedirles cometer un crimen.

En vista de que Brunetti no hacía comentario alguno a esta observación, Vianello volvió al tema principal:

—También pudo mover el dinero la sobrina.

Pensando en lo que sabía acerca de las clases profesionales, Brunetti agregó:

—O pudo hacerlo alguien del banco, una vez supo que ella había muerto.

—Desde luego.

Llegaron los bocadillos, pero Brunetti sólo pudo comer la mitad de uno y dejó el resto en el plato.

Sin necesidad de especificar que se refería a la
signorina
Elettra, Brunetti preguntó:

—¿Cree que podrá averiguar quién hizo las transferencias?

Vianello apuró el vino, pero no volvió a llenar la copa. Tras unos instantes de contemplación, respondió:

—Si hay algún dato en sus archivos, ella lo encontrará.

—Es terrible, ¿no cree? —preguntó Brunetti.

—Sí, si eres banquero —respondió Vianello.

Regresaron a la
questura
agobiados por el calor de la tarde y resentidos el uno con el otro por aquel almuerzo de bocadillos. La
signorina
Elettra, con aspecto de haber pasado la hora del almuerzo en una habitación refrigerada mientras le planchaban el vestido, los saludó con una expresión insólitamente sombría cuando entraron en su despacho.

Al percibir su cambio de humor, Vianello preguntó:

—¿Las transferencias?

—No las encuentro —respondió ella, lacónica.

A la mente de Brunetti acudieron de pronto imágenes de la abogada: era alta, de complexión atlética y mano firme. Trató de imaginarla detrás de la anciana, con el brazo levantado, pero entonces se superpuso a su figura el recuerdo de las revistas de pasatiempos que miraba con Chiara: «Encuentra el error del grabado.» Había visto las manos de la
avvocatessa
Marieschi acariciar las orejas de
Poppi
. Se llamó a sí mismo idiota sentimental y prestó atención a lo que estaba diciendo la
signorina
Elettra.

—…sido cualquiera de ellas —concluía, señalando la pantalla del ordenador.

—¿Qué? —preguntó Brunetti.

—La transferencia —repitió la
signorina
Elettra—. Pudo hacerla cualquiera de ellas.

—¿La sobrina? —preguntó Vianello.

Ella asintió.

—Lo único que necesitaba era el número de la cuenta, el poder y el código: la transferencia era automática. No tenían más que llenar el formulario y entregarlo al cajero. —Antes de que él pudiera preguntar si sería posible comprobar la firma del formulario, ella dijo—: No; el banco no nos lo daría sin una orden judicial.

Brunetti hizo entonces la pregunta obligada:

—¿Y qué me dice de los bancos de las Islas Anglonormandas?

Ella movió la cabeza negativamente.

—He probado de distintas maneras, pero nunca he conseguido nada de ellos. —Mal que le pesara, había respeto en su voz.

Brunetti sintió la tentación de preguntarle si ella tenía allí su dinero, pero se contuvo y dijo tan sólo:

—¿Se le ocurre alguna manera de localizar esa orden?

—Sin un mandamiento judicial, no, señor. —Y todos conocían las posibilidades de conseguir tal mandamiento.

—¿Ha encontrado algo sobre la sobrina? —preguntó Brunetti.

—Muy poco. Nacimiento, expediente escolar, historial médico, impuestos. Lo normal. —Brunetti advirtió que no lo decía con ironía: para ella, averiguar estos datos de una persona era tan fácil como consultar la guía telefónica.

—¿Y bien? —preguntó Brunetti.

—Pues parece tan rara como su tía —respondió la
signorina
Elettra.

—¿Dónde trabaja?

—Es ayudante de repostería en Romolo —dijo ella, nombrando una
pasticceria
del otro lado de la ciudad, a la que Brunetti solía ir a comprar el domingo por la mañana.

Hizo volver a Brunetti de su divagación la llegada de Alvise, que venía corriendo y se agarró con una mano al marco de la puerta para frenar su carrera y no impactar en Vianello.

—Comisario —jadeó—. Acabo de recibir una llamada para usted, de una mujer.

—¿Sí? —preguntó Brunetti, alarmado por la expresión del agente, tan flemático habitualmente.

—Dice que vaya enseguida.

—¿Que vaya adónde, Alvise? —preguntó Brunetti.

El agente tardó un momento en responder.

—No lo ha dicho, comisario. Sólo que fuera ahora mismo.

—¿Por qué?

—Dice que han matado a
Poppi
.

Capítulo 17

El nombre galvanizó a Brunetti. Procurando mantener la voz serena, preguntó a Alvise:

—¿Ha dicho desde dónde llamaba?

—No recuerdo, comisario —respondió Alvise, sorprendido porque su superior mostrara interés por semejante nimiedad, ante un mensaje tan urgente.

—¿Qué ha dicho exactamente, Alvise? —preguntó Brunetti.

Al detectar la inflexión de la voz de su superior, Alvise soltó el marco de la puerta e irguió la figura. Su cara reflejó el esfuerzo que hacía para recordar la conversación.

—Como usted no contestaba, señor, la llamada ha sido desviada a centralita, y Russo, pensando que quizá usted estuviera con Vianello, la ha pasado a nuestra oficina, y la he atendido yo.

Una vez más, Brunetti sintió el deseo de golpear a la persona que tenía delante, pero sólo dijo:

—Continúe.

—Era una mujer, y me parece que lloraba, comisario. Preguntaba por usted y cuando le he dicho que lo buscaría me ha pedido que le dijera que fuera ahora mismo porque ellos habían matado a
Poppi
.

—¿Ha dicho algo más, Alvise? —preguntó Brunetti con férrea calma.

Como si le pidieran que recordara una conversación que había tenido lugar hacía semanas, Alvise cerró los ojos un momento, los abrió, miró fijamente al suelo y dijo:

—Sólo que la ha encontrado al llegar. A
Poppi
, supongo.

—¿Ha dicho dónde estaba, Alvise? —repitió Brunetti con voz tensa.

—No, señor —insistió el agente—. Sólo ha dicho que la ha encontrado al volver de almorzar.

Brunetti relajó las manos, que tenía cerradas en prietos puños a cada lado del cuerpo y dijo al agente:

—Puede irse, Alvise. —Volviéndose hacia Vianello y la
signorina
Elettra, sin darse por enterado de la ruidosa marcha de Alvise, Brunetti dijo—: Averigüe dónde vive, Vianello, y vaya a ver si está en su casa. Yo iré al despacho.

—¿Y si está, comisario? —preguntó Vianello.

—Pregúntele quiénes son «ellos» y por qué cree que han matado a la perra.

Brunetti dio media vuelta y, antes de que la
signorina
Elettra alargara la mano hacia la guía telefónica, ya había salido del despacho. Comprobando que llevaba el
telefonino
en el bolsillo, bajó la escalera y salió de la
questura
. Amarrada al embarcadero había una lancha vacía, pero no quiso volver a entrar en busca del piloto y se encaminó hacia Castello.

Cuando llegó al final de Salizada S. Lorenzo, tenía la ropa pegada a la espalda, y el cuello de la camisa, empapado en sudor. Al salir de las calles en sombra a la Riva degli Schiavoni sintió el agobio del sol de la tarde. Al principio, pensó que la ligera brisa que llegaba del agua sería un alivio, pero sólo le produjo un escalofrío al atravesar la tela húmeda.

Brunetti cruzó rápidamente el último puente y torció por Via Garibaldi. El sol mantenía a casi todo el mundo dentro de las casas. Ni bajo los parasoles de los bares que bordeaban la calle había clientes. La gente esperaba a que el sol descendiera hacia el Oeste dejando por lo menos un lado de la calle en sombra.

El portal estaba abierto, y Brunetti subió corriendo la escalera hasta el despacho. Delante de la puerta había un charco de un lodo amarillento que podía ser vómito. Él pasó por encima y golpeó la puerta con el puño gritando:

—Soy Brunetti,
signora
. —Probó el picaporte y notó que cedía. Entró y volvió a gritar—: Estoy aquí,
signora
.

Notó un olor agrio y vio más líquido amarillo, ahora, en una mancha de la pared, al lado del escritorio de la secretaria y en el suelo.

Le pareció oír ruido detrás de la puerta del despacho. Sin pensar siquiera en la pistola, que estaba guardada bajo llave en un cajón de su mesa, Brunetti cruzó la sala y abrió la puerta del despacho de la Marieschi.

La abogada, sentada a su mesa, se tapaba la boca con la mano izquierda, como si, al ver abrirse la puerta, hubiera querido ahogar un grito de pánico. A él le pareció que lo había reconocido, porque vio que disminuía un poco el terror que había en sus ojos, pero la mano no aflojó la presión sobre la boca.

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