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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (7 page)

BOOK: Pruebas falsas
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—Dejó de teñirse el pelo —dijo al fin—. Probablemente, no podía permitírselo.

—No comprendo.

—¿Sabe lo que cuesta un tinte en esta ciudad? —dijo ella. Se preguntaba si el comisario tendría esposa, y una esposa que ya se tiñera el pelo. A él le calculaba unos cincuenta años, aunque, de no ser por cómo empezaba a clarearle el pelo en la coronilla y por las patas de gallo, hubiera parecido más joven. Porque, a pesar de las arruguitas, los ojos parecían los de un hombre mucho más joven, unos ojos vivaces, astutos e inquisitivos.

—Desde luego —respondió él, captando el significado de la pregunta, y agregó—: ¿Podría decirme algo más de la
signora
Battestini? Lo que sea, por trivial e incongruente que le parezca y… —terminó con una sonrisa espontánea— por mucho que suene a cotilleo.

Ella accedió prontamente a su demanda de ayuda.

—Me parece que ya le he dicho que todo el vecindario la conoce. — Brunetti asintió y la mujer prosiguió—: Y todo el mundo sabe cuántas molestias me ha causado… —Aquí se interrumpió un momento y explicó—: Yo soy la única que tiene el dormitorio frente a su apartamento. No sé si los otros vecinos siempre han dormido en la parte de atrás o si, con los años, se han ido trasladando, para escapar del ruido.

—O si hace poco que ha empezado el ruido —apuntó él.

—No —respondió ella rápidamente—. Todas las personas con las que he hablado dicen que empezó cuando murió el hijo. Los de mi derecha tienen aire acondicionado y duermen con las ventanas cerradas y el matrimonio de abajo son muy mayores y cierran las ventanas y las persianas. No sé cómo no se ahogan en verano. —De pronto, se dio cuenta de que todo aquello debía de sonar a cháchara estúpida y se quedó cortada, tratando de recordar lo que la había hecho divagar y, recuperando el hilo, continuó—: Todo el mundo la conoce, y no tengo más que pronunciar su nombre para que la gente empiece a contar. Debo de haber oído la historia de su vida una docena de veces.

—¿Sí? —preguntó él con evidente interés. Volvió la hoja de la libretita y miró a la mujer con una sonrisa que a ella le pareció alentadora.

—Bueno, digamos mejor… detalles, episodios de su vida.

—¿Podría decirme cuáles son?

—Pues que hacía varias décadas que vivía allí. Por lo que decía la gente, supuse que tenía más de ochenta años. Vivía con el hijo, pero él se murió. Dicen que enviudó hará unos diez años y que no se llevaba bien con el marido.

—¿Sabe a qué se dedicaba él?

Ella trataba de recordar, escarbando en una década de chismes y comentarios casuales.

—Tengo la impresión de que era funcionario del municipio o de la provincia, aunque no sé qué hacía exactamente. Decía la gente que, cuando volvía del trabajo, pasaba mucho tiempo en el bar de la esquina, jugando a las cartas. También decían que gracias a eso no la había… en fin… no la había matado. —Al oír sus propias palabras, ella miró al comisario con nerviosismo, pero prosiguió—: Todos los que lo habían conocido decían que era un hombre bastante agradable.

—¿Sabe de qué murió?

Ella tardó en responder.

—No, aunque tengo la impresión de que alguien habló de una embolia o un ataque al corazón.

—¿Sabe si murió aquí?

—Lo ignoro. Recuerdo, eso sí, que me dijeron que se lo había dejado todo a ella y a su hijo: la casa, el dinero y un apartamento en el Lido, creo. Cuando el hijo murió, ella debió de heredarlo todo.

Él asentía de vez en cuando, para indicar que comprendía y también para animarla a continuar.

—Me parece que eso es todo lo que sé del marido.

—¿Y el hijo?

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué decía de él la gente?

—Nada —repuso ella, sorprendida por su propia respuesta—. Nadie me habló de él, excepto, naturalmente, la persona que me dijo que había muerto.

—¿Y de ella, qué le decían?

Ahora la respuesta fue inmediata.

—Con los años, se había peleado con todo el vecindario.

—¿Por qué motivos?

—¿Usted es veneciano? —preguntó ella en tono jocoso, ya que el origen del comisario estaba patente tanto en su cara como en su voz. Brunetti sonrió. —Bien, pues ya sabe los motivos por los que nos peleamos los venecianos: que si te dejan la basura en la puerta, que si no te entregan el sobre que ha ido a parar a su buzón por error, que sí el perro no para de ladrar… En realidad, el motivo es lo de menos. Usted ya sabe. Lo cierto es que, si no respondes con diplomacia, te has ganado a un enemigo para toda la vida.

—Y la
signora
Battestini no parece haber sido de los que responden con diplomacia.

—Exacto —asintió ella haciendo con la cabeza una afirmación doble, para más énfasis.

—¿Algún incidente en particular?

—¿Quiere decir un incidente que pudiera haber impulsado a alguien a matarla? —dijo la
signora
Gismondi, tratando de hacer que la pregunta sonara a broma, sin conseguirlo del todo.

—No. A esta clase de personas no las matan sus vecinos. Además —agregó con una media sonrisa audaz—, por lo que me ha contado, quien más motivos tenía es usted, y no creo que usted la matara.

Al oír esto, de pronto, ella tuvo la impresión de que ésta era una de las conversaciones más extrañas que había mantenido en toda su vida, pero no por ello dejaba de ser agradable.

—¿Sigo contándole lo que la gente decía de ella o prefiere que trate de explicarle mis propias deducciones? —preguntó la mujer.

—Creo que sería más práctico esto último.

—Y también más rápido —apuntó ella.

—No, no,
signora
, yo no tengo prisa, ni pensarlo. Me interesa mucho todo lo que usted dice.

En boca de otro, estas palabras hubieran podido tener un significado deliberadamente ambiguo, como si, con su aparente sinceridad, trataran de encubrir una insinuación, pero, viniendo de él, las tomó en sentido literal.

Ella se recostó en el respaldo, relajada como no hubiera podido estarlo con el otro policía, como —bien lo sabía— no podría estarlo con ningún hombre que se le pareciera.

—Como ya le he dicho, sólo hace cuatro años que vivo en este apartamento. Pero, como trabajo generalmente en casa, me gusta hablar con la gente. Y es que estoy casi todo el día sola, trabajando. —Hizo una pausa y rectificó con ironía—: Es decir, cuando el ruido me lo permite.

Él asintió. Con los años, había descubierto que la mayoría de las personas necesitan explayarse y que, con curiosidad y empatía, reales o fingidas, era fácil hacerles hablar de cualquier cosa.

Con una sonrisa amarga, ella dijo:

—Pero los vecinos también decían otras cosas. Por mucha antipatía que hubiera en sus palabras, siempre acababan reconociendo que, en realidad, era una pobre viuda que había perdido a su único hijo, y que había que compadecerla.

Advirtiendo que ella deseaba que la incitara a cotillear, él dijo:

—¿Qué otras cosas decían,
signora
?

—Por ejemplo, que era muy tacaña. Ya le he hablado de que nunca daba propina al cartero. También decían que siempre compraba lo más barato que encontraba. Que atravesaba media ciudad para ahorrarse cincuenta liras en un paquete de pasta, y cosas por el estilo. Y el zapatero me dijo que ella siempre prometía pagarle la próxima vez y, cuando volvía, le decía que ya le había pagado. Hasta que el hombre se cansó y no volvió a dejarla entrar en su tienda. —Al ver la expresión del comisario, aclaró—: No sé lo que pueda haber de verdad en estas cosas. Ya sabe lo que ocurre: cuando a una persona le cuelgan la fama de ser así o asá, la gente habla y habla sin que importe mucho si lo que cuenta ha pasado o no.

Hacía tiempo que Brunetti conocía el fenómeno. Sabía de gente que había matado por eso, y de gente que se había suicidado por eso. La
signora
Gismondi prosiguió:

—A veces, la oía gritar a las mujeres que la cuidaban, la oía desde el otro lado del
campo
. Las trataba de embusteras y de ladronas. O se quejaba de la comida que le preparaban o de la manera de hacerle la cama. Yo la oía claramente, por lo menos, durante el verano, cuando no escuchaba el
discman
. A veces, las veía por la ventana y les sonreía o saludaba con la mano, en fin, lo normal. Y, si las encontraba en la calle, les hacía una seña amistosa. —Desvió la mirada hacia un lado, como si nunca se hubiera parado a considerar por qué lo hacía—. Quizá quería que supieran que no todo el mundo era como ella, o que todos los venecianos no éramos así.

Brunetti asintió una vez más, reconociendo la legitimidad de este deseo.

—Un día una de aquellas mujeres me preguntó si yo podía darle trabajo. Había venido de Moldavia. Le dije que yo ya tenía asistenta desde hacía años. Pero la vi tan desesperada que empecé a preguntar a unos y otros, y una amiga me dijo que su mujer de la limpieza la había dejado, la tomó a ella y quedó muy contenta, decía que era honrada y trabajadora. —Sonrió y meneó la cabeza por tanta verborrea—. Lo cierto es que Jana dijo a mi amiga que esa mujer le pagaba siete mil liras la hora… le hablo antes del euro. —Con cólera en la voz, dijo—: Menos de cuatro euros, por Dios. No hay quien pueda vivir con eso.

Aprobando la indignación de la mujer, Brunetti preguntó:

—¿Cree que eso es lo que pagaba a la
signora
Ghiorghiu?

—No tengo ni idea, pero no me sorprendería.

—¿Cómo reaccionó cuando usted le dio el dinero?

Incómoda, ella respondió:

—Oh, creo que se puso contenta.

—No lo dudo. ¿Qué hizo?

La
signora
Gismondi se miró las manos, que se oprimía en el regazo y dijo:

—Se echó a llorar —hizo una pausa y agregó—: Y trató de besarme la mano. Pero yo no podía permitírselo, y en plena calle.

—Desde luego —dijo Brunetti, procurando no sonreír—. ¿Recuerda algo más de la
signora
Battestini?

—Tengo entendido que había sido secretaria de un colegio, no sé de cuál, de primera enseñanza, me parece. Pero debió de jubilarse hace más de veinte años, o quizá más, cuando jubilarse era tan fácil. —A Brunetti le pareció percibir en sus palabras más crítica que nostalgia.

—¿Y su familia? Ha dicho que habló con una sobrina,
signora
.

—Sí, pero se había desentendido de su tía. La hermana, seguramente, la madre de la sobrina, vivía en Dolo. La última vez que llamé, se puso al teléfono la sobrina y me dijo que su madre había muerto. —Meditó un momento y agregó—: Me dio la impresión de que no quería saber nada de su tía hasta que hubiera muerto y ella pudiera heredar la casa.

—Ha dicho también que habló con una abogada, ¿no?

—Sí, la
dottoressa
Marieschi. Tiene el despacho en Castello o, por lo menos, así figura en la guía de teléfonos. No la conozco personalmente, sólo he hablado con ella por teléfono.

—¿Cómo localizó a todas estas personas,
signora
?

Percibiendo sólo curiosidad en su tono, ella respondió:

—Hice indagaciones y consulté la guía telefónica.

—¿Cómo supo el nombre de la abogada?

Ella se quedó un rato pensativa antes de contestar.

—Un día llamé a la
signora
Battestini diciendo que era de la Compañía de la electricidad y que tenía que hablar con ella de una factura impagada. Ella me dijo que hablara con la abogada y me dio el nombre y hasta el número.

Brunetti le dedicó una mirada de admiración, pero se abstuvo de elogiar lo que sin duda era un acto ilegal.

—¿Sabe si esa abogada lleva todos sus asuntos?

—Esa impresión me dio cuando hablé con ella —respondió la mujer.

—¿La
signora
Battestini o la abogada?

—Oh, perdón. La
signora
Battestini. La abogada estuvo, en fin, como están los abogados: me dijo lo menos posible y dio a entender que tenía muy poco control sobre su cliente.

Era una de las mejores descripciones de las maneras de los abogados que Brunetti había oído en su vida.

Pero, en lugar de felicitarla por su sagacidad, preguntó:

—En toda la información que ha recogido, ¿hay algo que crea que puede ser importante?

—Lo siento, comisario —sonrió ella—, pero no tengo ni idea de lo que pueda ser importante y lo que no. Lo único que decían los vecinos era que les parecía una mujer terrible, y del marido, que era un hombre corriente, nada extraordinario. Y que no eran felices. — Brunetti esperaba el comentario de que no era probable que alguien fuera feliz al lado de la
signora
Battestini, pero ella no lo hizo.

—Siento mucho no haber podido ser de gran ayuda —dijo ella, insinuando con estas palabras su deseo de terminar la conversación.

—Al contrario,
signora
, ha sido de una ayuda inmensa. Ha impedido que cerráramos un caso sin haberlo investigado suficientemente y nos ha dado razones para pensar que nuestras primeras conclusiones eran erróneas. —Con estas palabras, daba a entender que, por lo menos él, no creía necesario buscar confirmación de su declaración antes de aceptarla.

El comisario se puso en pie y dio un paso atrás situándose al lado de la silla. Extendió la mano y dijo:

—Muchas gracias por haber venido a informarnos. No hay muchas personas que hubieran hecho eso.

La mujer, interpretando estas palabras como un desagravio por la conducta del teniente Scarpa, le estrechó la mano y salió del despacho.

Capítulo 6

Cuando la mujer se fue, Brunetti volvió a su mesa, pensando en lo que había oído, no sólo a la
signora
Gismondi sino también al teniente Scarpa. El relato de la mujer era perfectamente verosímil: te vas de viaje, pero en tu ausencia siguen ocurriendo cosas. Y hay gente que prefiere no mantener contacto con su país, quizá para saborear mejor la sensación de cambio o, como ella había dicho a Scarpa, para hacer inmersión total en una lengua o una cultura extranjera. Trató de hallar una razón por la que una persona aparentemente equilibrada y sincera como la
signora
Gismondi habría de inventar una historia semejante y sostenerla frente a lo que —estaba seguro— debió de ser la terca oposición de Scarpa, y no encontró una explicación convincente.

Mucho más claros aparecían los motivos de Scarpa. Aceptar esta información sería reconocer que la policía había actuado con inusitada celeridad al dar por buena una cómoda solución al crimen. También supondría tener que buscar el paradero del dinero que había desaparecido mientras se hallaba bajo la custodia de la policía. De lo uno y lo otro había sido responsable el teniente Scarpa. Y —lo más importante— aceptar esta información exigiría volver a plantear el caso, mejor dicho, plantearlo por primera vez, tres semanas después del asesinato.

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