Pruebas falsas (19 page)

Read Pruebas falsas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Pruebas falsas
13.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De acuerdo. Es posible. —Pensó un momento en las consecuencias: Scarpa sugeriría a Patta la posibilidad de que la
signora
Gismondi fuera culpable. Brunetti tendría que fingir que, en principio, no descartaba la idea, para impedir que Patta se alarmara y lo apartara del caso. Se invertiría tiempo en investigar la vida de la
signora
Gismondi, y se haría con la suficiente torpeza como para convertirla en un testigo recalcitrante y, después de intimidarla para que modificara o retirara su declaración acerca de Flori Ghiorghiu, Patta podría reafirmarse en su convicción de que la rumana era la asesina y, una vez más, el caso podría considerarse resuelto.


I have measured out my life with coffee spoons
[5]
—musitó Brunetti. Al notar que Vianello lo miraba con extrañeza, explicó—: Es algo que suele decir mi mujer.

—La mía dice que deberíamos investigar al hijo —dijo Vianello.

Brunetti decidió oír lo que Vianello tenía que decir acerca de Paolo Battestini antes de hablarle de su conversación con los carteros, y se limitó a preguntar:

—¿Por qué?

—Dice Nadia que le parece que ahí tiene que haber gato encerrado, que le escama la manera en que la gente se desentiende de su persona. Le parece extraño que lo hayan conocido durante tanto tiempo, vivido cerca de él y visto crecer, y no tengan casi nada que contar.

Brunetti, que pensaba lo mismo, preguntó:

—¿Le ha dicho ella a qué cree que pueda deberse esto?

Vianello denegó con un movimiento de la cabeza.

—No; sólo que no le parece normal que nadie quiera hablar de él.

Brunetti observó la expresión de Vianello: la cara del inspector reflejaba una moderada satisfacción, que indicaba que había averiguado algo que daba la razón a su esposa. Para concederle el placer de la revelación, Brunetti preguntó:

—¿Qué ha encontrado en las oficinas de la Enseñanza Pública?

—Lo de siempre —dijo Vianello.

—¿Qué de siempre?

—La típica burocracia municipal. He llamado por teléfono y les he dicho que quería hablar con el director acerca de la investigación de un caso criminal. Me ha parecido preferible no dar detalles. Pero me han dicho que el director estaba en Treviso, en una reunión, lo mismo que su adjunto. La persona con la que al fin he hablado sólo llevaba allí tres semanas y me ha dicho que no podía ayudarme. —Vianello hizo una mueca. Probablemente, tampoco hubiera podido aunque llevara tres años.

Brunetti, que conocía el estilo del inspector, esperaba. Vianello se sacudió otra mota invisible del pantalón y prosiguió:

—Al fin me han puesto con la jefa de Personal, y he ido a verla a su oficina. Se han modernizado, ahora tienen ordenadores y mesas nuevas.

«El departamento se llama ahora Recursos Humanos —empezó Vianello. Brunetti encontró connotaciones caníbales en el término, pero no dijo nada—. Cuando le he pedido información acerca de Paolo Battestini, me ha preguntado cuándo había trabajado él allí. Se lo he dicho y entonces me ha explicado que era difícil encontrar datos de según qué períodos porque aún están pasando archivos al ordenador. —Al ver la expresión de Brunetti, Vianello dijo—: No; no he preguntado cuándo terminarían, porque no hubiera servido de nada, pero sí qué años eran los afectados. —Levantó la mirada, en busca de la aprobación de Brunetti y, cuando la hubo encontrado, prosiguió—: Ha buscado en el ordenador y me ha dicho que los cinco últimos años en que él estuvo allí ya estaban en el sistema, y ha impreso una copia del expediente.

—¿Qué datos contiene? —Informes de sus superiores sobre su rendimiento, fechas de vacaciones, bajas por enfermedad, cosas así.

—¿Le ha dado la copia?

—Sí; se la he entregado a la
signorina
Elettra al llegar. —Brunetti tomó nota de que ella había llegado por fin, mientras Vianello decía—: Hacia el final hay largos períodos de baja por enfermedad. Está consultando los archivos de los hospitales, para ver si estuvo ingresado y por qué.

—Puedo ahorrarle el trabajo —dijo Brunetti—. Murió del sida. —Al ver el gesto de sorpresa de Vianello, le hizo un resumen de su conversación de la tarde anterior con el
dottor
Carlotti y pidió disculpas al inspector por no habérselo comunicado antes de que fuera a las oficinas de la Enseñanza Pública. Pero no mencionó su conversación con la
postina
.

—De todos modos, no estará de más confirmarlo —dijo Vianello.

Brunetti disimuló una ligera irritación por esta insinuación de que lo que él había averiguado precisara confirmación.

—¿Ha podido hablar con alguien que hubiera trabajado con él? —preguntó.

—Sí, señor. Cuando ya tenía la copia del expediente, me he quedado por allí hasta eso de las diez, en que dos de los hombres que me ha parecido que podían haber coincidido con él, se han levantado diciendo que se iban al bar de enfrente a tomar café. Yo he doblado los papeles de modo que se viera el membrete y los he seguido.

Brunetti admiraba la facultad de este hombre, más alto y corpulento que él, para pasar inadvertido cuando se lo proponía.

—¿Y qué? —animó. —Les he dicho que era de la oficina de Mestre y me han creído. No había razón para que no me creyeran. Me habían visto en el despacho y habían visto a la mujer darme unos papeles, de modo que habrán pensado que estaba allí por motivos de trabajo.

»Mientras la mujer buscaba en los archivos del personal, mirando por encima de su hombro, yo me había fijado en los nombres de varios de los empleados que aún trabajan allí, así que, después de pedir un café, he preguntado a aquellos dos por uno de ellos, diciendo que hacía mucho tiempo que no lo veía. Después he mencionado a Battestini y he preguntado si era su madre la mujer asesinada y cómo se lo había tomado él, porque siempre habían estado muy unidos.

Vianello tenía motivos para estar orgulloso de su actuación.

—Astuto cual serpiente, Vianello —elogió Brunetti.

—Pero ahí es donde han cambiado las cosas. Ha sido muy extraño, comisario. Como si les hubiera arrojado la astuta serpiente a los pies. Uno incluso ha dado un paso atrás, ha puesto el dinero en el mostrador y se ha marchado. El otro, después de un rato de silencio, ha dicho que le parecía que sí, pero que Battestini ya no trabajaba allí. Ni siquiera ha dicho que hubiera muerto. Y entonces ha desaparecido. Digo al camarero que los cafés los pago yo, me vuelvo y él ya no está. No es que no estuviera a mi lado sino que no estaba ni en el bar. —El inspector meneó la cabeza al recordarlo.

—¿Tiene idea de a qué pueda deberse la desbandada? —preguntó Brunetti.

—Hace veinte años, hubiera pensado que no querían hablar de él porque era gay, pero ahora ya nadie da importancia a eso. Y del que se muere del sida la mayoría de la gente siente compasión, de manera que debe de ser por otra cosa y, probablemente, esa otra cosa tiene que ver con la oficina. Pero, sea lo que fuere, no les ha gustado que un desconocido les preguntara por él. —Y con una sonrisa agregó—: Por lo menos, ésa es mi impresión.

—Estaba suscrito a una revista que publicaba fotos de chicos —dijo Brunetti, observando el efecto de esa información en el rostro de Vianello. Y aclaró—: Adolescentes, no niños.

Después de un momento, el inspector dijo:

—No me parece que fuera esa clase de información la que tuviera la gente de la oficina.

Brunetti reconoció que tenía razón el inspector.

—Entonces, probablemente sería algo relacionado con su puesto en la Enseñanza Pública.

—Eso parece —dijo Vianello.

Capítulo 16

Mientras bajaba la escalera con Vianello, camino del despacho de la
signorina
Elettra, con el propósito de ahorrarle el trabajo de buscar en los archivos del hospital, Brunetti iba pensando en si a aquello se le podía llamar «buscar» o había que considerarlo «piratear». De pronto, descubrió que ya le tenía sin cuidado cómo obtuviera ella la información que le daba, y entonces sintió una oleada de vergüenza por aquel momento de cólera que su ausencia le había provocado. Al igual que Otelo, él tenía a su lado a un teniente que era capaz de corromper sus mejores sentimientos.

Como si hubiera sido advertida de que hoy debía interpretar a Desdémona, la
signorina
Elettra llevaba un vestido largo de gasa de lino blanco y el pelo suelto a la espalda. Saludó la entrada de los dos hombres con una sonrisa, pero, antes de que pudiera decir algo, Vianello preguntó:

—¿Ha habido suerte?

—No —dijo ella en tono de disculpa—. Me ha llamado el
vicequestore
. —Como si esto no fuera suficiente justificación, explicó—: Quería que escribiera una carta y le preocupaba mucho el redactado. —Ella hizo una pausa, curiosa por averiguar quién era el primero en preguntar.

Fue Vianello.

—¿Está autorizada a revelar la índole de esa carta?

—Cielos, no, o la gente sabría que va a solicitar un puesto en la
Interpol
.

Brunetti fue el primero en recuperarse de la sorpresa.

—Claro, claro, no podía ser otra cosa —dijo. Vianello no encontraba palabras que tradujeran sus sentimientos—. ¿Podría decirnos a quién está dirigida la carta? —preguntó Brunetti.

—Mi lealtad para con el
vicequestore
no me lo permite, comisario —dijo ella con aquel acento de pía sinceridad que Brunetti solía percibir en la voz de políticos y clérigos. Entonces, señalando con el índice un papel que tenía encima de la mesa, ella preguntó inocentemente—: ¿Cree que una petición al alcalde, una carta de recomendación, debe enviarse por correo postal?

—Es más rápido el correo electrónico,
signorina
—sugirió Brunetti.

—Pero el
vicequestore
es muy tradicionalista, señor —interrumpió Vianello—. Creo que querrá firmar la carta de su puño y letra.

La
signorina
Elettra asintió y dijo, en respuesta a la pregunta inicial de Vianello:

—He pensado en echar una ojeada al historial médico.

—No es necesario —dijo Brunetti—. Battestini murió del sida.

—Pobre hombre —dijo ella.

—También estaba suscrito a una revista que publicaba fotos de muchachos —cortó Vianello con aspereza.

—Aun así, murió del sida, y nadie se merece eso, inspector.

Después de una pausa bastante larga, Vianello rezongó, mal de su grado:

—Quizá no —y entonces ellos recordaron que el inspector tenía dos hijos preadolescentes.

Se hizo un silencio incómodo al que Brunetti puso fin antes de que pudiera perturbar el ambiente, diciendo:

—Vianello ha hablado con la gente del vecindario y con antiguos compañeros de trabajo, y todos han reaccionado del mismo modo: nada más oír su nombre, se callan. Todo el mundo coincide en que la madre era una antipática, y el padre, «
una brava persona
» aficionado al vino, pero, al oír el nombre de Paolo, nadie suelta prenda. —Le dio un momento para pensarlo y preguntó —¿A qué diría usted que es debido?

Ella se sentó y pulsó una tecla del ordenador que apagó la pantalla. Luego puso el codo en la mesa y apoyó la barbilla en la palma de la mano. Se quedó quieta, casi daba la impresión de que se había ido del despacho o, por lo menos, que sólo estaba allí su cuerpo vestido de blanco, mientras su pensamiento volaba muy lejos.

Al fin, miró a Vianello.

—El silencio podría deberse a respeto —dijo—. La madre ha sido víctima de un horrible asesinato y él murió de una enfermedad cruel. No es de extrañar que la gente no quiera hablar mal de él, ni ahora ni nunca. —Con la otra mano, se rascó la frente distraídamente—. En cuanto a sus compañeros de trabajo, si hace cinco años que murió, probablemente ya se hayan olvidado de él.

—No; fue algo más fuerte que eso —interrumpió Vianello—. No querían hablar de él en absoluto.

—¿Hablar de él o responder a preguntas sobre él? —inquirió Brunetti.

—No estaba apuntándoles a la cabeza con una pistola —dijo un ofendido Vianello—. Se cerraron en banda.

—¿Cuánta gente trabaja allí? —preguntó Brunetti.

—¿En toda la oficina?

—Sí.

—Ni idea. Ocupa dos plantas, podrían ser unas treinta personas. En su sección no parecía haber más de cinco o seis.

—Eso puede averiguarse fácilmente, comisario —dijo la
signorina
Elettra, pero Brunetti, intrigado por aquella resistencia general a hablar del hijo de la
signora
Battestini, decidió ir personalmente a la oficina aquella misma tarde.

Les habló de su llamada a Lalli y dijo que, tan pronto como recibiera respuesta, se lo comunicaría.

—Mientras tanto,
signorina
, le agradecería que viera lo que puede encontrar acerca de Luca Sardelli y Renato Fedi. Son los únicos antiguos directores de la oficina local de la Enseñanza Pública que aún viven.

—No les confesó que se lo proponía porque no se le ocurría nada más.

—¿Quiere interrogarlos, comisario? —preguntó Vianello.

Mirando a la
signorina
Elettra, Brunetti preguntó:

—¿No podría antes echar una ojeada? —Ella asintió y él explicó—: Estoy casi seguro de que Sardelli está en el Assessorato dello Sport y Fedi dirige una empresa constructora en Mestre. También es
eurodeputato
, aunque no sé por qué partido. —Ella no conocía a ninguno de los dos hombres, tomó nota de los datos que daba el comisario y dijo que miraría de inmediato y que seguramente tendría algo después del almuerzo.

Puesto que había decidido ir a las oficinas de la Enseñanza Pública a primera hora de la tarde, Brunetti comprendió que ahorraría tiempo si no almorzaba en casa, y preguntó a Vianello si tenía algún plan para el mediodía. Tras apenas un segundo de vacilación, el inspector dijo que no y quedaron en encontrarse en la puerta al cabo de diez minutos. Brunetti descolgó el teléfono y llamó a Paola para avisar de que no iría a casa.

—Lástima —dijo ella—, hoy están los chicos y almorzaremos… —empezó, y se interrumpió.

—Continúa —instó él—. Soy un hombre, podré resistirlo.

—Parrillada de verduras y ternera al limón y tomillo.

Brunetti lanzó un gemido dramático.

—Y, de postre, sorbete casero de limón con crema de higos.

—¿Es verdad eso? —preguntó él con suspicacia—. ¿No será tu manera de castigarme por no ir a casa?

Ella tardó en responder.

Other books

Chroniech! by Doug Farren
What a Woman Gets by Judi Fennell
EDEN (Eden series Book 2) by Le Carre, Georgia
South beach by Aimee Friedman
Brenner and God by Haas, Wolf
The Fan-Maker's Inquisition by Rikki Ducornet
Out Are the Lights by Richard Laymon