Pensemos en lo que De Waal está diciendo en los pasajes anteriores. Por un lado, poseemos una naturaleza evolucionada, que da lugar a una moralidad basada en el parentesco, la reciprocidad y la empatia para con los demás miembros del grupo de uno. Por otro, la mejor manera de capturar la singularidad de las emociones morales es que éstas adopten una perspectiva imparcial, lo que nos lleva a considerar los intereses de quienes no pertenecen a nuestro grupo. Tan importante resulta todo ello para nuestra noción actual de moralidad, que el propio De Waal afirma, como ya hemos visto, que es
sólo
cuando hacemos estos juicios generales e imparciales que podemos empezar a hablar de aprobación y desaprobación morales.
La idea de la moralidad como algo ampliamente imparcial no es nueva. De Waal cita a Adam Smith, pero la idea de una moralidad universal se retrotrae al menos al siglo va.C., cuando el filósofo chino Mozi, extremadamente horrorizado por el daño causado por las guerras, preguntó: «¿Cuál es el camino hacia el amor universal y el beneficio mutuo?».
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El propio Mozi nos daba la respuesta: «Es considerar el país de los demás como si fuera el propio». Pero, como señala De Waal, la práctica de esta moralidad más imparcial es «frágil». ¿No se acerca mucho esta idea a decir que el elemento imparcial de la moralidad es una especie de capa que recubre nuestra naturaleza evolucionada?
En
The Expanding Circle
, sugerí que es nuestra capacidad evolucionada para razonar lo que nos da nuestra habilidad para adoptar una perspectiva imparcial. En tanto que seres dotados de raciocinio, podemos abstraemos de nuestra situación y ver que otros, fuera de nuestro grupo, tienen intereses similares a los nuestros. También podemos ver que no existe ninguna razón imparcial por la que sus intereses no debieran tener la misma importancia que los de nuestro propio grupo, e incluso que los nuestros propios.
¿Quiere esto decir que la idea de una moralidad imparcial es contraria a nuestra naturaleza evolucionada? La respuesta es que sí, si por «naturaleza evolucionada» entendemos la naturaleza que compartimos con otros mamíferos sociales a partir de los cuales hemos evolucionado. Ningún animal no humano, ni tan siquiera los grandes simios, se aproximan a nuestra capacidad para razonar. Así que, si esta capacidad para razonar se sitúa detrás del elemento imparcial de nuestra moralidad, entonces constituye una novedad en la historia evolutiva. Por otra parte, nuestra capacidad para razonar es parte de nuestra naturaleza y, como cualquier otro aspecto de la misma, es un producto de la evolución. Lo que la hace diferente de otros elementos de nuestra naturaleza moral es que las ventajas evolutivas que la razón nos concede no son específicamente sociales. La capacidad para razonar ofrece ventajas muy generales. Tiene importantes aspectos sociales: nos ayuda a comunicarnos mejor con otros miembros de nuestra especie y por ende a cooperar en la ejecución de planes más detallados. Pero la razón también nos ayuda, en tanto que individuos, a encontrar agua y comida, y a comprender y evitar las amenazas de los predadores o las procedentes de los acontecimientos naturales. Nos permite, por ejemplo, controlar el fuego.
Aun cuando la capacidad para razonar nos ayude a sobrevivir y a reproducirnos, una vez desarrollada puede conducirnos a situaciones que no suponen una ventaja directa para nosotros en términos evolutivos. La razón es comó un ascensor: una vez que entramos, no podemos bajarnos hasta que no lleguemos adonde nos ha llevado. La capacidad para contar puede resultar útil, pero mediante un proceso lógico nos lleva a las abstracciones propias de la matemática abstracta que no tienen ninguna ventaja en términos evolutivos. Quizás ocurre lo mismo en el caso de la perspectiva adoptada por el espectador imparcial de Smith.
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Al concebir de este modo el papel de la razón en la moral, difiero del punto de vista de De Waal respecto de las lecciones a extraer del innovador trabajo de J. D. Greene, en el que utiliza técnicas de neuroimagen para ayudarnos a entender lo que ocurre con los juicios morales. De Waal dice:
Mientras que la teoría de la capa, con su énfasis en la singularidad humana, predice que la resolución de un problema moral se asigna a añadidos de nuestro cerebro evolutivamente recientes, tales como el córtex prefrontal, la neuroimagen muestra que la tarea de realizar un juicio moral implica a una gran variedad de zonas cerebrales, algunas de ellas muy antiguas (Greene y Haidt, 2002). En resumen, la neurociencia parece apoyar la postura de que la moralidad humana está evolutivamente anclada en la socialidad de los mamíferos.
Para entender por qué esta conclusión no es la conclusión a la que debemos llegar, necesitamos conocer más datos acerca del trabajo realizado por Greene y sus colegas. Utilizaron neuroimágenes para examinar la actividad cerebral cuando la gente respondía a situaciones conocidas en la literatura filosófica como «el problema de la vagoneta».
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En la versión clásica del problema de la vagoneta, estamos junto a las vías del tren cuando de repente vemos que una vagoneta, sin nadie a bordo, va deslizándose por la vía en dirección a un grupo de cinco personas. Todas ellas morirán si la vagoneta continúa su trayectoria. Lo único que podemos hacer para evitar estas cinco muertes es activar una aguja que desvíe la vagoneta a una vía lateral, donde únicamente matará a una persona. Al ser preguntada sobre qué hacer en tal circunstancia, la mayoría de la gente dice que deberíamos desviar la vagoneta a la vía lateral, salvando así un total neto de cuatro vidas.
En otra versión del problema, la vagoneta está como en el ejemplo anterior a punto de matar a cinco personas. En esta ocasión, sin embargo, no nos encontramos cerca de las vías, sino en un puente elevado sobre las mismas. No podemos desviar la vagoneta. Pensamos en saltar del puente y tirarnos delante de la vagoneta, sacrificando nuestra vida para salvar a las personas que se encuentran en peligro, pero nos damos cuenta de que somos demasiado ligeros para detenerla. Sin embargo vemos que a nuestro lado hay un desconocido de gran tamaño. El único modo de impedir que la vagoneta mate a las cinco personas es empujar a este desconocido puente abajo, delante de la vagoneta. Si empujamos al desconocido, morirá, pero salvaremos la vida de las otras cinco personas. Al ser preguntadas sobre qué hacer en esta situación, la mayoría de la gente dice que no debemos empujar al desconocido.
Greene y sus colegas ven estas situaciones como diferentes en el sentido de que una implica una situación «impersonal» como es activar una palanca de cambios, o una violación «personal», como empujar a un desconocido puente abajo. Descubrieron que cuando los sujetos decidían sobre casos «personales», las partes del cerebro asociadas a la actividad emocional se activaban más que cuando se les pedía tomar una decisión en casos «impersonales». De manera más significativa aún, la minoría de sujetos que llegaron a la conclusión de que sería correcto actuar de modo que fuera necesaria una violación personal para minimizar los daños totales (por ejemplo, quienes dijeron que sería correcto empujar al desconocido puente abajo) mostraron más actividad en las partes del cerebro asociadas a la actividad cognitiva y tardaron más tiempo en adoptar una decisión que quienes dijeron «no» a tales acciones.
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En otras palabras: enfrentados a la necesidad de atacar físicamente a otra persona, nuestras emociones se ven poderosamente alteradas, y para algunos el hecho de que ésta sea la única manera de salvar varias vidas resulta insuficiente para superar dichas emociones. Pero quienes se muestran dispuestos a salvar el mayor número de vidas posible, aun cuando esto implique empujar a una persona hacia su muerte, parecen estar utilizando la razón para anular su resistencia emocional a la violación personal que ese empujón supone.
¿Apoya esto la idea de que «la moralidad humana está evolutivamente anclada en la socialidad mamífera»? Hasta cierto punto, así es. Las respuestas emocionales que llevan a la mayor parte de la gente a decir que está mal empujar a un desconocido puente abajo pueden ser explicadas exactamente en los mismos términos evolutivos que De Waal emplea en sus conferencias y sostiene con ejemplos extraídos de sus observaciones del comportamiento primate. Igualmente, es fácil ver por qué no habríamos desarrollado respuestas similares ante ejemplos como el del cambio de agujas, que también puede causar la muerte o provocar heridas, pero lo hace a distancia. En toda nuestra historia evolutiva, hemos sido capaces de hacer daño a otros empujándoles con violencia, pero es únicamente en los últimos siglos (un espacio de tiempo demasiado breve como para marcar diferencias en nuestra naturaleza evolutiva) que tenemos la capacidad de dañar a otras personas mediante acciones como la de hacer un cambio de agujas.
Antes de tomar este ejemplo como confirmación de la validez del punto de vista de De Waal, no obstante, necesitamos reflexionar sobre aquellos sujetos en los estudios de Greene que concluyeron que, al igual que es correcto activar una palanca para desviar un tren y matar a una persona para salvar a cinco, también es correcto empujar a una persona puente abajo matando a una persona para salvar a cinco. Éste es un juicio que ningún otro mamífero social parece capaz de realizar. Pero también se trata de un juicio moral que parece provenir no de la herencia evolutiva común que compartimos con otros mamíferos sociales, sino de nuestra capacidad para razonar. Al igual que otros mamíferos sociales, tenemos respuestas emocionales automáticas para ciertos tipos de comportamiento, respuestas que a su vez constituyen una parte importante de nuestra moralidad. Pero, frente a otros mamíferos sociales, podemos reflexionar sobre nuestras respuestas emocionales y elegir rechazarlas. Recordemos si no la frase que Humphrey Bogart pronuncia en el final de
Casablanca
cuando, en el papel de Rick Blaine, le dice a la mujer a la que ama (lisa Lund, interpretada por Ingrid Bergman) que suba al avión con su marido: «No se me da bien ser noble, pero no hay que esforzarse mucho para ver que los problemas de tres personas no importan nada en este mundo de locos». Quizá no se requiera demasiado, pero sí se requieren capacidades que ningún otro mamífero social posee.
Si bien comparto con De Waal la admiración que siente hacia David Hume, en la actualidad he desarrollado un gran respeto —aun a regañadientes— por el filósofo al que se considera el gran rival de Hume: Immanuel Kant. Kant pensaba que la moralidad debe basarse en la razón, no en nuestros deseos o emociones.
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Sin lugar a dudas, Kant erró al pensar que la moralidad puede estar basada únicamente en la razón, pero resulta igualmente erróneo ver la moralidad únicamente como una serie de respuestas emocionales o instintivas, no controladas por nuestra capacidad para el razonamiento crítico. No tenemos por qué aceptar como algo dado las respuestas emocionales grabadas en nuestra naturaleza biológica a lo largo de millones de años de vida en pequeños grupos tribales. Somos capaces de razonar y de tomar decisiones, y podemos rechazar dichas respuestas. Quizás únicamente lo hagamos en función de otras respuestas emocionales, pero el proceso implica la capacidad de razonar y de abstracción, y podría conducirnos, tal como el propio De Waal reconoce, a una forma de moralidad que es más imparcial de lo que nuestra historia evolutiva en tanto que mamíferos sociales (en ausencia de dicho proceso racional) permitiría.
Al igual que Kant no está tan equivocado como De Waal sugiere, también Richard Dawkins tiene algo de razón cuando (en un pasaje que De Waal expone como un lamentable ejemplo de la teoría de la capa) escribe que «Somos los únicos que, en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas».
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Nuevamente, si tenemos en cuenta el argumento de De Waal sobre el aspecto imparcial de al menos parte de la moralidad humana, resulta difícil ver por qué se opone a esta frase de Dawkins. Lo que Dawkins dice no es en absoluto diferente del propio comentario de Darwin en
El origen del hombre
de que los instintos sociales «con la ayuda de los poderes intelectivos activos y los efectos creados por el hábito conducen de forma natural a la regla de oro: “Trata a los demás como quieras que te traten a ti”; y aquí se encuentra la base de la moralidad».
Así pues, la cuestión no es si aceptamos la visión que de la moralidad nos ofrece la teoría de la capa, sino qué parte de la moralidad es una capa y qué parte es estructura subyacente. Quienes aseguran que toda la moralidad es una capa dispuesta sobre una naturaleza humana esencialmente egoísta e individualista están equivocados. Pero una moralidad que vaya más allá de nuestro propio grupo y muestre verdadero interés por todos los seres humanos bien puede ser vista como una fina capa que recubre la naturaleza que compartimos con otros mamíferos sociales.
L
OS DERECHOS DE LOS ANIMALES Y EL TRATO IGUALITARIO
En 1993 cofundé, junto a la italiana defensora de los derechos de los animales Paola Cavalieri, el Proyecto Gran Simio, una iniciativa internacional que tenía por objeto conseguir que se respetaran los derechos de los grandes simios. El proyecto fue simultáneamente una idea, una organización y un libro.
El proyecto «Gran Simio»: la igualdad más allá de la humanidad
incluye trabajos de filósofos, científicos y expertos en el comportamiento de los grandes simios, como Jane Goodall, Toshisada Nishida, Roger y Deborah Fouts, Lyn White Miles, Francine Patterson, Richard Dawkins, Jared Diamond y Marc Bekoff. El libro comienza con una «Declaración sobre los grandes simios» que todos los contribuyentes al proyecto apoyaron. La Declaración exige que se haga extensiva a los grandes simios la llamada «comunidad de iguales», que define como «una comunidad moral en la que aceptamos que determinados principios o derechos morales fundamentales, que se puedan hacer valer ante la ley, rijan nuestras relaciones mutuas». En estos principios o derechos, se afirma, se encuentran el derecho a la vida, la protección de la libertad individual y la prohibición de la tortura.
Desde el lanzamiento del Proyecto Gran Simio, varios países (incluidos Gran Bretaña, Nueva Zelanda, Suecia y Austria) han prohibido la utilización de grandes simios en la investigación médica. En Estados Unidos, si bien se siguen utilizando chimpancés en la investigación, ya no se considera aceptable matar grandes simios cuando su utilidad como sujetos experimentales es mínima. En su lugar, son «jubilados» en santuarios para simios, si bien en la actualidad no existen suficientes lugares de estas características para acoger a todos los chimpancés, y algunos de ellos siguen viviendo en pésimas condiciones.