Veamos por último la cuestión de las diferencias entre las motivaciones egoístas frente a las altruistas. En principio, la diferencia parece clara, pero no lo es tanto debido a la forma en que los biólogos emplean estos términos. En primer lugar, el término «egoísta» no es sino otra forma de decir que alguien es utilitarista o que mira sólo por sus propios intereses. En rigor, esto es incorrecto, ya que los animales despliegan una serie de comportamientos similares sin que se den las motivaciones o intenciones sobrentendidas en la utilización del término «egoísta». Por ejemplo, afirmar que una araña teje su tela por razones egoístas equivaldría a dar por sentado que la araña, al tejer la tela, es consciente de que va a atrapar moscas. Es bastante probable, no obstante, que los insectos sean incapaces de hacer tales predicciones. Todo lo que podemos afirmar es que, al tejer la tela, la araña está sirviendo a sus propios intereses.
De igual modo, el término «altruismo» se define en biología como un comportamiento costoso para quien lo ejerce y beneficioso para quien lo recibe, sin tener en cuenta sus intenciones o motivaciones. Si me acerco excesivamente a una colmena y una abeja me pica, la abeja actúa de forma altruista, puesto que morirá (coste) al tiempo que protege la colmena (beneficio). Sin embargo, es bastante improbable que la abeja se sacrifique conscientemente por la colmena. El estado motivacional de la abeja es más hostil que altruista.
De manera que debemos distinguir entre el egoísmo y el altruismo intencionales de los equivalentes meramente funcionales de tales comportamientos. Los biólogos utilizan ambos términos de forma intercambiable, pero Philip Kitcher y Christine Korsgaard tienen razón al enfatizar la importancia de llegar a conocer los motivos que se esconden detrás del comportamiento. ¿Se ayudan los animales entre sí intencionadamente? ¿Y los humanos?
Añado esta segunda cuestión aún a sabiendas de que la mayoría de la gente respondería afirmativamente. Sin embargo, desplegamos una serie de comportamientos para los cuales desarrollamos justificaciones
a posteriori
. En mi opinión, es enteramente posible acercarse a consolar a una persona que haya sufrido la pérdida de un ser querido o ayudar a una persona anciana que se ha caído antes de ser plenamente conscientes de las consecuencias de nuestra acción. Somos muy hábiles a la hora de ofrecer explicaciones
post hoc
para nuestros impulsos altruistas. Decimos cosas como: «Sentí que tenía que hacer algo», cuando en realidad nuestro comportamiento fue automático e intuitivo y seguía el patrón común en los humanos de que el afecto precede a la cognición (Zajonc, 1980). De forma similar, se ha argumentado que gran parte del proceso de toma de decisiones morales en los humanos es demasiado rápido como para estar mediatizado por la cognición y la autorreflexión que los filósofos moralistas dan a menudo por supuestas (Greene, 2005; Kahneman y Sunstein, 2005).
Quizás, entonces, seamos menos altruistas de un modo intencionado de lo que nos gustaría pensar. Si bien es cierto que somos
capaces
de poner en práctica un altruismo intencional, deberíamos abrirnos a la posibilidad de que en la mayoría de las ocasiones llegamos a este comportamiento a través de una serie de procesos psicológicos muy veloces, similares a los que impulsan a un chimpancé a consolar a otro o a compartir comida con otro. Nuestra tan cacareada racionalidad es, en parte, ilusoria.
A la inversa, si consideramos el altruismo en otros primates, necesitamos determinar con claridad qué es lo que posiblemente saben acerca de las consecuencias de su comportamiento. Por ejemplo, el hecho de que normalmente favorezcan a sus parientes y a aquellos individuos que les corresponden plenamente apenas puede tomarse como un argumento contra la existencia de motivaciones altruistas. Solamente sería así si los primates tomasen en consideración de forma consciente los beneficios que obtendrían con su comportamiento, pero es bastante probable que no sean conscientes de ello. Es posible que en ocasiones sean capaces de evaluar sus relaciones sobre la base del beneficio mutuo, pero creer que un chimpancé ayuda a otro con el propósito explícito de recibir ayuda en el futuro es dar por supuesto que poseen una capacidad sobre la cual existen muy pocas pruebas. Si las recompensas futuras no figuran en la lista de sus motivaciones, entonces su altruismo es tan genuino como el nuestro (tabla 3).
Si mantenemos separados los niveles del comportamiento evolutivo y motivacional (que en biología se conocen, respectivamente, como causas «últimas» y causas «próximas», respectivamente), es evidente que los animales despliegan muestras de altruismo en el nivel motivacional. Resulta difícil determinar si también lo hacen en el nivel intencional, puesto que ello exigiría que su comportamiento influyera sobre los demás. En este punto estoy de acuerdo con Philip Kitcher en que las pruebas que existen en el caso de mamíferos no humanos con cerebros de gran tamaño para los que contamos con suficientes ejemplos, como simios, delfines y elefantes, son bastante limitadas.
Tabla 3. Taxononomía del comportamiento altruista
Nota: El comportamiento altruista se clasifica en cuatro categorías dependiendo de si está o no socialmente motivado y de si el actor tiene o no la intención de beneficiar a otros o de obtener beneficios para sí. La inmensa mayoría de casos de altruismo que encontramos en el reino animal es sólo funcionalmente altruista, en el sentido de que ocurre sin que se produzca una apreciación de cómo determinado comportamiento afectará al otro y en ausencia de cualquier predicción sobre si el otro devolverá o no el servicio. En ocasiones, los mamíferos sociales ayudan a otros en situaciones de angustia o cuando se producen súplicas (ayuda soclalmente motivada). La ayuda Intencional podría estar limitada a humanos, simios, y apenas algún otro animal con gran masa cerebral. Es posible que la ayuda motivada por tas expectativas de obtener algún beneficio futuro sea aún más infrecuente.
En las primeras sociedades humanas debieron darse condiciones de reproducción óptimas para la supervivencia de los elementos más amables de la especie, que tendrían como objeto de su amabilidad a la familia y a elementos que en potencia les correspondieran. Toda vez que surgió esta sensibilidad, su alcance fue expandiéndose. En algún momento, la empatia se convirtió en un fin en sí mismo: pieza central de la moralidad humana, y uno de los aspectos básicos de la religión. Sin embargo, es positivo darse cuenta de que al poner el énfasis en la noción de amabilidad, nuestros sistemas morales refuerzan algo que es en sí parte de nuestra herencia. No están transformando radicalmente el comportamiento humano: sencillamente, potencian capacidades preexistentes.
C
ONCLUSIÓN
Que la moralidad humana explica toda una serie de tendencia preexistentes es, evidentemente, el tema central de este libro. El debate sostenido con mis colegas me ha traído a la mente la recomendación que Wilson (1975, pág. 562) hiciera hace tres décadas: «Ha llegado el momento de que la ética se aleje de las manos de los filósofos y se adentre en el terreno de la biología». Estamos inmersos en este proceso, sin haber expulsado a los filósofos, sino tras haberlos incluido en el debate, de forma que podamos arrojar luz desde una gran variedad de disciplinas sobre las bases evolutivas de la moralidad humana.
Olvidarnos de las características que compartimos con el resto de primates y negar las raíces evolutivas de la moralidad humana equivaldría a llegar a lo más alto de un rascacielos para posteriormente afirmar que el resto del edificio es irrelevante, como si el concepto de «torre» fuera únicamente aplicable a su parte más alta. La semántica, que sirve para enfrascarnos en discusiones académicas apasionantes, es sin embargo una pérdida de tiempo. ¿Son los animales seres morales? Concluyamos, más bien, que ocupan varios pisos en la torre de la moralidad. El rechazar incluso esta modesta propuesta únicamente puede dar lugar a una visión muy pobre de todo el conjunto.
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