No obstante, resulta igualmente absurdo pensar que los animales no humanos actúan motivados por el interés propio. Caso de que tuviera algún sentido, la idea de actuar según el interés propio exige poseer una cierta visión de futuro, así como la habilidad de calcular, capacidades que no parecen estar al alcance de los animales no humanos. Es más,
actuar
por propio interés exige también la capacidad de estar
motivado
por el concepto abstracto del bienestar propio a largo plazo. La idea del interés propio parece estar fuera de lugar cuando pensamos en acciones no humanas. No estoy en absoluto predispuesta a negar que otros animales inteligentes hagan las cosas intencionadamente, pero sí pienso que sus intenciones son locales y concretas, sin pretensión alguna de hacer lo que sea mejor para sí mismos: comer, emparejarse, evitar un castigo, divertirse, detener una pelea, etc. Los animales no humanos no tienen eso que llamamos interés propio. Es más probable que sean, como dice Harry Frankfurt, seres caprichosos: actúan guiados por el instinto, el deseo o la emoción del momento. El aprendizaje o la experiencia pueden cambiar el orden de sus deseos y así hacer que algunos se conviertan en prioritarios: la perspectiva de un castigo podría apaciguar el ardor de un animal hasta el punto de impedir que éste satisfaga su apetito, pero esto no es lo mismo que calcular lo que más le conviene en un momento dado o que actuar motivado por una idea de su bienestar a largo plazo. Por todas estas razones, me parece que la teoría de la capa es bastante absurda. Quiero, pues, dejarla a un lado y hablar de la pregunta más interesante que nos plantea De Waal, relativa a las raíces de la moralidad en nuestra naturaleza evolucionada, dónde se localizan y cuán profundas son.
Si alguien me preguntara si personalmente creo que otros animales son más parecidos a los seres humanos de lo que la gente supone, o si creo que existe alguna discontinuidad profunda entre los seres humanos y el resto de los animales, mi respuesta sería afirmativa en ambos casos. Es importante recordar que los seres humanos tenemos un interés creado en lo que De Waal denomina «antroponegación». Comemos animales no humanos, nos vestimos con ellos, los sometemos a experimentos dolorosos, los mantenemos cautivos (a veces en condiciones poco saludables) en interés propio, los hacemos trabajar y los matamos cuando queremos. Aun sin entrar en las urgentes preguntas de índole moral que se nos plantean a raíz de estas prácticas, creo que sería justo decir que es muy posible que nos sintamos más cómodos a la hora de aceptar el trato que damos al resto de criaturas si pensamos que ser utilizado como comida, ropa, sujeto experimental, mantenido en cautividad, obligado a trabajar o acabar asesinado no puede significar para un animal nada parecido a lo que supondría para nosotros. Algo que a su vez parece enteramente posible, toda vez que los animales tienen vidas emocionales y cognitivas diferentes a las nuestras. Por supuesto, el hecho de que tengamos un interés creado en negar las similitudes entre nosotros y el resto de los animales no contribuye a mostrar que tales similitudes existen. Pero una vez corregido este interés, no hay razón para dudar de que las observaciones y experimentos que De Waal realiza y describe, así como nuestra interacción diaria con los animales que nos rodean, demuestran justamente lo que aparentan mostrar: que muchos animales son criaturas inteligentes, curiosas, cariñosas, juguetonas, mandonas o beligerantes, de un modo muy parecido al nuestro.
Aun así, tampoco encuentro muy tentadora la idea de un gradualismo total. Para mí, los seres humanos parecemos constituir con absoluta claridad un conjunto aparte debido a nuestra elaborada cultura, nuestra memoria histórica, la existencia de idiomas con gramáticas complejas y un refinado poder expresivo, el arte, la literatura, la filosofía o el arte de contar chistes. Me gustaría añadir a esta lista algo que con frecuencia no se menciona pero que debería aparecer: nuestra sorprendente capacidad para hacer amigos atravesando las barreras entre especies, así como para hacer que los animales que viven con nosotros hagan lo propio. Estoy también de acuerdo con Freud y Nietzsche (cuyas llamativas explicaciones sobre la evolución de la moralidad no parecen atraer en exceso a De Waal) sobre el hecho de que los seres humanos aparentamos estar psicológicamente dañados de una forma que sugiere una profunda ruptura con la naturaleza. Existe un antigua tradición filosófica que se remonta a Aristóteles que intenta localizar la diferencia clave capaz de explicar todas esas diferencias entre seres humanos y animales. Como buena filósofa anticuada que soy, el proyecto me resulta tentador. Lo que quiero hacer ahora es examinar un aspecto concreto de dicho proyecto que tiene que ver con la pregunta de hasta qué punto la moralidad representa una ruptura con nuestro pasado animal.
Las normas morales gobiernan la forma en que actuamos, y la pregunta de hasta qué punto los animales son seres morales o protomorales surge porque, de manera incuestionable, éstos actúan. Las conclusiones de De Waal provienen en gran medida del análisis de lo que los animales hacen. En sus obras, De Waal a menudo retrata diferentes interpretaciones intencionales posibles del comportamiento y la acción animal, y describe experimentos diseñados para descubrir lo que es correcto. Una mona capuchina rechaza un pepino cuando a su compañera se le ofrece una uva: ¿es una protesta contra la injusticia, o simplemente se limita a esperar a que le llegue el turno de conseguir una uva? ¿Comparten los chimpancés comida en señal de agradecimiento hacia aquellos individuos que les han ayudado a acicalarse, u ocurre en cambio que el acicalamiento les relaja y les hace generosos? A veces, situaciones que aparentan ser explicaciones evolutivas del comportamiento animal parecen desembocar en interpretaciones intencionales de sus actos, como por ejemplo cuando en su obra
Bien natural
De Waal sugiere que los chimpancés «se esfuerzan por crear un tipo de comunidad que les beneficie».
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Por razones que ya he mencionado, me resulta difícil creer que esto es lo que le pasa por la cabeza a un chimpancé. Sin embargo, en otros momentos De Waal distingue cuidadosamente la pregunta de hasta qué punto los monos y los simios hacen las cosas intencionada o deliberadamente de la pregunta de qué es lo que explica su tendencia a realizar dichos actos. El propio De Waal carga contra los teóricos de la capa por inferir el egoísmo de nuestros actos a partir del «egoísmo» de nuestros genes.
La cuestión de la intencionalidad afecta a cómo una instancia en la que un animal realiza una acción es vista desde el punto de vista del animal en cuestión, esto es, si resulta plausible pensar que el animal actúa con algún propósito en mente o no. Creo que existe la tentación de pensar que la pregunta de si podemos ver los orígenes de la moralidad en el comportamiento animal depende de cómo interpretemos sus intenciones, de si sus intenciones son «buenas» o no. Y creo que, al menos en su sentido más obvio, este planteamiento es erróneo. Parece tener sentido si nos aferramos al tipo de teoría moral sentimentalista de Hutcheson y Hume, ya que según estos pensadores un acto concreto recibe el calificativo de moral en función de que un espectador apruebe o desapruebe el mismo. Al menos en el caso de lo que Hume llamó las «virtudes morales», estos filósofos pensaban que el agente que realiza una acción moralmente buena no tiene por qué actuar motivado por consideraciones expresamente morales. De hecho ésta es la razón por la que algunos de los sentimentalistas del siglo xvm y sus críticos debatieron explícitamente la cuestión de si, según las teorías de cada cual, los animales podían ser considerados seres virtuosos. Shaftesbury, el predecesor más inmediato de Hutcheson, había aseverado que uno no podía ser considerado como ser virtuoso a menos que fuera capaz de ejercitar un juicio moral, y que en consecuencia no podríamos decir que un caballo es virtuoso.
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Pero, dado que según esta teoría los juicios morales no han de jugar ningún papel en la motivación moral, no queda claro por qué no podríamos decir que un caballo es virtuoso. Así, Hutcheson afirmó audazmente que no resultaría absurdo suponer que «las criaturas carentes de la capacidad reflexiva» poseen algunas «virtudes inferiores».
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Si bien De Waal alaba las teorías sentimentalistas, niega que sus argumentos tengan como única base la existencia de animales cuyas intenciones damos por válidas: «La cuestión no es si los animales son o no amables entre sí, y tampoco importa mucho si su comportamiento encaja o no con nuestras preferencias morales. Lo relevante es, más bien, si poseen capacidades para la reciprocidad y la venganza, la aplicación de normas sociales, la resolución de conflictos y la compasión y la empatia» (pág. 16). Pero sí parece compartir con los sentimentalistas el supuesto de que la moralidad de un acto es una cuestión del contenido de la intención con la que esta acción se lleva a cabo.
Creo que De Waal se equivoca, y para explicar por qué, quiero examinar más detalladamente la idea de actuar deliberada o intencionadamente. No creo que este concepto se refiera a un único fenómeno, sino que es una idea que engloba una serie de cuestiones que pueden ser colocadas en una escala. Es en un determinado punto en esa escala cuando la pregunta de si una acción tiene un carácter moral puede surgir.
En la parte inferior de esa escala, nos encontramos la idea de un movimiento que puede ser descrito intencional o funcionalmente. En este sentido, el concepto de intención se aplica a cualquier objeto, tenga o no alguna forma de organización funcional, e incluyendo no solamente a seres humanos o animales sino también a plantas y máquinas. Dentro de la economía de un objeto funcionalmente organizado, algunos movimientos pueden ser descritos como dotados de intención. El corazón late para bombear la sangre, un reloj nos despierta, el ordenador nos avisa si escribimos una palabra erróneamente y las hojas de una planta se extienden en dirección al sol. Pero no hay indicación de que los objetivos que persiguen estos movimientos estén en las mentes de los objetos que se mueven, ni tan siquiera en las mentes de quienquiera que los haya creado. Atribuir un propósito concreto a estos movimientos simplemente refleja el hecho de que el objeto en cuestión está funcionalmente organizado.
En el caso de los seres vivos, y muy especialmente en el caso de los animales —incluidos los llamados animales «inferiores»—, algunos de estos movimientos intencionales están guiados por la percepción del animal. Los peces nadan en dirección a las turbulencias de la superficie porque allí podría haber un insecto, las cucarachas corren a esconderse cuando intentamos aplastarlas con un periódico y las arañas se van acercando a la presa atrapada en su tela. Podemos aquí caer en la tentación de utilizar un lenguaje de acción, sobra decir por qué: cuando los movimientos de un animal se guían por su percepción, están entonces bajo el control de la mente del animal, y cuando esto ocurre, podríamos estar tentados de decir que están bajo el control del propio animal. Esto es, después de todo, lo que diferencia una acción de un simple movimiento: que una acción puede ser atribuida a un agente, y que se lleva a cabo bajo el control de ese mismo agente. En este nivel, ¿deberíamos decir entonces que el animal actúa intencionalmente o con un propósito concreto? Depende de cómo entendamos la pregunta. El animal dirige sus movimientos, y sus movimientos son intencionales:
los movimientos
tienen un propósito. En este sentido, el animal actúa con un propósito, pero en esta etapa no tenemos por qué decir que este propósito esté presente en la mente del animal. Bien es cierto que cuando intentamos ver la situación desde el punto de vista del animal y nos preguntamos qué es exactamente lo que el animal percibe que determina sus movimientos, resulta prácticamente irresistible describirlos como dotados de intención. ¿Por qué una araña se dirige hacia la polilla atrapada en su tela, a menos que haya algún sentido por el cual la araña ve a la polilla como comida y en consecuencia intenta atraparla? Pero entendamos como entendamos las intenciones de la araña, no tenemos por qué asumir que la araña está pensando sobre aquello que intenta conseguir.
Por otra parte, si estamos tratando con un animal inteligente, no existe ninguna razón para no suponer que tiene un propósito concreto en mente. Es más, no veo por qué no podríamos suponer que existe un continuo gradual entre lo que ocurre cuando las percepciones de una araña la hacen dirigirse hacia la polilla y una conciencia puramente cognitiva que hace que perciba ese algo
como algo que quiere
. Cuando se da esta conciencia cognitiva, se supone la posibilidad de aprender de la experiencia sobre cómo conseguir lo que se quiere y evitar lo que no aumenta significativamente. Siempre se puede aprender de la experiencia a través del condicionamiento, pero cuando somos conscientes del objetivo que perseguimos, podemos también aprender de la experiencia a través del pensamiento y el recuerdo.
Aun cuando exista un continuo gradual, parece correcto decir que un animal que pueda tener en mente sus propósitos, e incluso pensar sobre cómo alcanzarlos, ejerce un mayor nivel de control consciente sobre sus movimientos que el que por ejemplo ejerce una araña, y por lo tanto es un agente en un sentido mas profundo. Existe pues, como en algunos de los casos de De Waal, espacio para el debate sobre cual sería la descripción intencional adecuada para una acción, porque es precisamente en este nivel donde comenzamos a afinar la descripción intencional de una acción en base a lo que ocurre desde el punto de vista del agente (los lapsus freudianos constituyen un problema para la aseveración que acabo de hacer, pero por el momento dejaremos este punto al margen). Se da aquí una diferencia respecto a la etapa anterior: cuando decimos que la araña esta «intentando conseguir comida», no nos importa si eso es lo que la araña piensa que está haciendo. En el nivel de la araña, resulta natural que la descripción intencional del movimiento y su explicación corran parejas. Pero una vez que se abriga un proposito conscientemente, la descripción intencional de una acción debe captar de algún modo el punto de vista del agente. Esto es asi porque en este nivel asignamos una descripción intencional a la perspectiva del agente y tiene sentido preguntar si el mono capuchino está protestando contra una injusticia, o si simplemente está tratando de conseguir una uva. Todo ello representa una mayor profundidad a la hora de decidir si una acción determinada es «intencional» o no.