Con el fin de promover la cooperación y la armonía intracomunitarias, la moralidad establece una serie de límites del comportamiento, especialmente cuando se produce una colisión de intereses. Las normas morales crean un
modus vivendi
entre ricos y pobres, gente sana y gente enferma, viejos y jóvenes, casados y solteros, y así sucesivamente. Dado que la moralidad ayuda a la gente a llevarse bien y a participar en empresas comunes, a menudo coloca el bien común por encima de los intereses individuales. No niega la existencia de estos últimos, pero insiste en que tratemos a los demás igual que nos gustaría que nos trataran a nosotros. De forma más concreta, el dominio moral de la acción es el Ayudar o (no) Dañar a los demás (De Waal, 2005). Las dos están interconectadas. Si una persona se está ahogando y yo me niego a ayudar, de hecho estoy dañando a esa persona. La decisión de ayudar o de no hacerlo es, sin lugar a dudas, una decisión de índole moral.
Cualquier cosa no directamente relacionada con esos dos parámetros se sitúa fuera del ámbito de la moralidad. Quienes invocan la moralidad en referencia a, por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo o la visibilidad de un pecho desnudo en horario televisivo de máxima audiencia intentan simplemente revestir con un lenguaje moral lo que son convenciones sociales. Puesto que las convenciones sociales no están necesariamente ancladas en las necesidades de los demás o en las de la comunidad, el daño causado por las transgresiones en cuestión es a menudo discutible. Las convenciones sociales varían enormemente: cosas que pueden sorprender enormemente en una cultura (como por ejemplo eructar después de comer) pueden ser recomendables en otra. Limitadas por su impacto sobre el bienestar de los demás, las normas morales son mucho más constantes que las convenciones sociales. La regla de oro es universal. Las cuestiones morales de nuestra época (la pena capital, el aborto, la eutanasia o el cuidado de pobres, enfermos y ancianos) giran todas alrededor de los sempiternos temas de la vida, la muerte, la gestión de los recursos y la prestación de cuidados.
Dos recursos críticos relacionados con la ayuda y el daño son la comida y la pareja: ambas están sujetas a normas relativas a la posesión, división e intercambio. Para las primates hembra, la comida es el recurso más importante, especialmente durante el embarazo o el período de lactancia (situaciones en las que se encuentran gran parte del tiempo), y la pareja es el más importante para los machos, cuya reproducción depende del número de hembras fertilizadas. Esto podría explicar la célebre «doble vara de medir» favorable a los hombres en el terreno de la infidelidad matrimonial. Las mujeres, por el contrario, tienden a ser favorecidas en los casos de custodia de los hijos, reflejándose con ello la primacía que se asigna al vínculo madre-hijo. De manera que aun cuando nos esforcemos por alcanzar un estándar moral que no tenga en cuenta las diferencias de género, los juicios que realizamos en la vida real no son inmunes a la biología mamífera. Un sistema moral viable rara vez permite que sus normas se desvinculen de los imperativos biológicos de la supervivencia y la reproducción.
Visto lo útil que la orientación hacia el propio grupo ha sido para la humanidad durante millones de años y lo útil que todavía nos resulta, un sistema moral no puede dar igual consideración a todos los tipos de vida que existen en la Tierra. Ese sistema habrá de establecer prioridades. Como ya apuntara Pierre-Joseph Proudhon hace más de un siglo: «Si todo el mundo es mi hermano, entonces nadie lo es» (Hardin, 1982). En cierto nivel, Peter Singer tiene razón al declarar que todo el dolor del mundo es igualmente relevante («Si un animal siente dolor, ese dolor importa tanto como cuando es un humano el que lo siente»), pero en otro nivel, esta declaración choca frontalmente con la distinción que llevamos en la sangre entre la orientación hacia nuestro grupo frente a la consideración del exterior del mismo (Berreby, 2005). Los sistemas morales están irremediablemente predispuestos a favorecer la visión intragrupal.
La moralidad evolucionó para tratar con la comunidad en primer lugar, y sólo recientemente ha empezado a incluir a miembros de otros grupos, a la humanidad en general y a los animales no humanos. Si bien la expansión del círculo es loable, lo cierto es que esta expansión se ve limitada por el hecho de que las circunstancias lo permitan o no, es decir: se permite la expansión del círculo en épocas de abundancia, pero inevitablemente se verá reducido cuando los recursos escaseen (figura 9). Ocurre así porque los diferentes círculos definen diferentes niveles de dedicación. Como ya hemos apuntado anteriormente: «El círculo de la moralidad se expande únicamente si la salud y la supervivencia de los círculos inferiores están aseguradas» (De Waal, 1996, pág. 213). Dado que en la actualidad vivimos en una época de prosperidad, podemos (y debemos) preocuparnos por aquellos que están situados fuera de nuestro círculo inmediato.
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De todos modos, un escenario en el que todos los círculos tuvieran la misma importancia choca con las estrategias de supervivencia que vienen de antiguo.
FIGURA 9. El circulo en expansión de la moralidad humana es de hecho una piramide flotante vista desde arriba. La lealtad y el sentido de la obligación hacia la familia inmediata, el clan o la especie contrarrestan la inclusión moral. La capacidad de la pirámide (es decir, los recursos disponibles) determina que parte de la pirámide emergerá a la superficie. La inclusión moral de los círculos exteriores se ve en consecuencia limitada por el compromiso con los interiores. Extraído de De Waal, 1996.
No se trata únicamente de que tengamos prejuicios a favor de los círculos situados más al interior (nosotros mismos, nuestra familia, nuestra comunidad, nuestra especie), sino que
debemos
tenerlos. La lealtad es una obligación moral. Si yo volviera a casa con las manos vacías tras una correría durante una época de hambruna generalizada y le dijera a mi familia hambrienta que encontré algo de pan pero que lo regalé, se enfadarían conmigo. Este acto sería visto como un fracaso moral y una injusticia, no porque los beneficiarios de mi comportamiento no fuesen merecedores de dicho sustento, sino porque mi obligación era para aquellos cercanos a mí. El contraste es aún más pronunciado en épocas de guerra, cuando el ejercicio de la solidaridad para con la propia tribu o nación resulta obligatorio: la traición nos parece moralmente censurable.
En ocasiones, los defensores de los derechos de los animales tienden a minimizar esta tensión entre la lealtad y la inclusión moral aun cuando su propio comportamiento refleje lo contrario. Cuando mencioné que quienes se oponen a la investigación médica con animales hacen aún uso de la misma, pretendía que se reconozca plenamente que existen dos caras en este debate. Uno no puede practicar en silencio la lealtad hacia los círculos interiores (por ejemplo aceptando para sí mismo y su familia tratamientos médicos desarrollados en animales) mientras niega vehementemente que estos círculos sean prioritarios frente a otras formas de vida. Si tenemos en cuenta las dimensiones de parentesco, vínculo y pertenencia a un grupo, un ser humano intelectualmente discapacitado posee de hecho un valor moral mayor que cualquier animal. Esta dimensión relativa a la lealtad es tan real e importante como la que toma en consideración la sensibilidad al dolor o la autoconciencia. Únicamente si tenemos en cuenta ambas dimensiones y reconciliamos los conflictos que en potencia puedan darse entre ambas podremos decidir qué peso moral asignar a un ser que siente, ya sea humano o animal.
Me preocupa la utilización de animales en la investigación médica, y me angustia tener que decidir si, por ejemplo, deberíamos continuar nuestras investigaciones sobre la hepatitis B en chimpancés u olvidarnos de sus potenciales beneficios (compárese Gagneux y otros, 2005, con VandeBerg y Zola, 2005). ¿Queremos curar personas o proteger a los chimpancés? En este debate en concreto, me inclino por la segunda opción, si bien al mismo tiempo admito que utilizaré cualquier vacuna que pueda salvarme la vida. Lo menos que puedo decir, no obstante, es que me encuentro ante un dilema. Es por ello que encuentro el lenguaje utilizado en defensa de los derechos de los animales, lleno de estridencias y pronunciamientos absolutos, inconfundiblemente falto de utilidad. No ayuda en nada a la hora de poner al descubierto los dilemas tan profundos a los que nos enfrentamos. Prefiero sin lugar a dudas debatir sobre las
obligaciones
que los humanos tenemos para con los animales, especialmente en el caso de animales mentalmente tan avanzados como los simios, aun cuando esté de acuerdo con Singer en que, al final, nuestras conclusiones quizá no sean tan diferentes.
L
OS TRES NIVELES DE LA MORALIDAD
Aun cuando la capacidad moral humana evolucionase a partir de la vida colectiva de los primates, esto no debe tomarse como sinónimo de que nuestros genes prescriben una serie de soluciones morales concretas. Las normas morales no están grabadas a fuego en el genoma. Existen autores que intentaron derivar los Diez Mandamientos de las «leyes» de la biología (por ejemplo, Seton, 1907; Lorenz, 1974), pero tales esfuerzos están destinados a fracasar inevitablemente. La Teoría de la Solidez Absoluta de Philip Kitcher apenas cuenta con apoyos hoy en día.
No nacemos con ninguna norma moral concreta en mente, sino con una agenda para el aprendizaje que nos indica qué información debemos absorber. Ello nos permite descubrir, comprender y en última instancia interiorizar la fábrica moral de nuestra sociedad de origen (Simón, 1990). Debido a que una agenda para el aprendizaje similar es la que subyace en la adquisición del lenguaje, veo algunos paralelismos entre los fundamentos biológicos de la moralidad y los del lenguaje. Del mismo modo que un niño no nace con una lengua determinada, sino con la habilidad de aprender cualquier lengua, los seres humanos nacemos con la capacidad de absorber normas morales y considerar la validez de opciones morales, teniendo así un sistema absolutamente flexible que en cualquier caso gira en torno a los dos ejes (ayudar y hacer daño) y las mismas lealtades básicas en torno a las cuales siempre ha girado.
Nivel 1: Componentes básicos
La moralidad humana puede dividirse en tres niveles distintos (tabla 2), de los cuales el primer nivel y medio parece guardar paralelismos evidentes con otros primates. Dado que los niveles superiores no pueden existir sin los inferiores, toda la moralidad humana forma un continuo con la socialidad de los primates. El primer nivel, extensamente examinado en mi introducción, es el nivel de los sentimientos morales, o lo que denomino los componentes psicológicos básicos de la moralidad. Incluyen la empatia y la reciprocidad, así como la retribución, la resolución de conflictos y el sentido de la justicia, cuya existencia se ha documentado en otros primates.
A la hora de caracterizar estas bases fundacionales, prefiero emplear un lenguaje común para humanos y simios. La discusión de Robert Wright sobre el lenguaje compartido no estudia adecuadamente la razón principal que está detrás de su utilización, a saber, el hecho de que si dos especies íntimamente relacionadas actúan de forma similar, la suposición lógica por defecto es que la psicología subyacente sea también similar (De Waal, 1999; apéndice A). Esto sigue siendo cierto tanto en el caso de las emociones como en el de la cognición, dos áreas que a menudo se presentan como antitéticas, si bien resulta prácticamente imposible separarlas (Waller, 1997).
Tabla 2. Los tres niveles de la moralidad
El término «antropomórfico» es inoportuno, al etiquetar de forma negativa este lenguaje compartido. Desde una perspectiva evolutiva, no nos queda más remedio que utilizar un lenguaje compartido para describir instancias de comportamiento similar en simios y humanos. Es muy probable que sean homólogos, esto es, derivados de un antepasado común. La alternativa sería clasificar comportamientos parecidos como análogos, esto es, comportamientos derivados de forma independiente. Soy consciente de que los científicos sociales que comparan el comportamiento humano y el animal tienden a dar por sentada la analogía, pero cuando se trata de especies íntimamente relacionadas esta suposición sorprende al biólogo como algo enteramente imposible.
En ocasiones, somos capaces de desenmarañar los mecanismos que rigen el comportamiento. El ejemplo que nos ofrece Wright de la reciprocidad basada en sentimientos de amistad frente a cálculos cognitivos es un buen ejemplo. En los últimos veinte años, mis colegas y yo hemos recolectado sistemáticamente datos y realizado experimentos que iluminen los mecanismos que rigen la reciprocidad observada. Estos mecanismos van de simples a complejos. Todas las diferentes propuestas de Wright aparecen indicadas de hecho para otros animales. Junto a los seres humanos, los chimpancés parecen mostrar las formas de reciprocidad cognitivamente más avanzadas (De Waal, 2005; De Waal y Brosnan, 2006).