Authors: Jorge Molist
—La situación de Lucía ha ido a peor.
—¿A peor? —repitió Agustín, preocupado.
—Sí.
—¿Qué le ocurre?
—Se ha mudado a otra casa.
—Sí, ya sé.
—Hay un hombre. Un hombre mayor.
—Sí, pero está casado.
—Lucía se ha convertido en su amante. Con él perdió su virginidad.
Agustín, horrorizado, se quedó mirando al viejo. No sabía de qué forma se enteraba de las cosas, pero temía que fuera cierto. La idea lo llenaba de angustia.
—¡No puede ser!
—Sí lo es. Y usted sabe que lo es.
Agustín no respondió y, tanteándose los bolsillos de la sotana, sacó un paquete arrugado de cigarrillos. Se puso uno en la boca e inició la busca frenética del encendedor. Cuando dio la primera calada su miraba ya no mantenía el pulso con la del viejo, sino que andaba perdida entre el humo y sus pensamientos.
—Debe hacerla volver —continuó Anselmo.
—No —repuso Agustín sin mirarlo.
—¡Usted hizo que se fuera! —El tono del viejo era imperioso—. ¡Ha de hacerla volver!
—No. No porque no quiera. —Agustín trazó un gesto de desaliento con la mano en el aire. Y bajó la voz—. Lucía ya no me escucha.
—Debe hacerla volver. Está usando mal lo que yo le enseñé, el poder que tiene. Llévese con usted a su madre, a Alba, vayan juntos, pero debe ir a buscarla, debe hacer que vuelva.
—No.
—Lucía escuchará a su madre, y más si va con usted.
El cura negó con la cabeza.
—Debe ir allí. —Anselmo lo miraba ahora de forma inquisitiva—. ¡Y no me diga que mi nuera tampoco lo obedece! Alba siempre lo ha escuchado, siempre ha hecho lo que usted decía. Esa mujer lo ama; quizá no sea consciente de ello, pero lo ama a usted como hembra a varón.
—¡Anselmo! —El cura había dado una profunda calada y estaba aplastando la colilla en el cenicero con violencia. El humo le salía de la boca al hablar—. No te aguanto que vuelvas con tus indecencias. Nuestro amor es fraternal y cristiano.
—¡Y usted es un estúpido que vive solo, cuando tiene a alguien que lo ama! —El tono del viejo también se había alterado—. Y el pecado de la estupidez se paga caro. Usted la ama, la desea. Y un día ella se cansará de esperar. Ella está perdiendo su juventud, es mujer, necesita amor; y no sólo cristiano. ¡Todos esos años de viuda! ¡Sola! Un buen día usted recibirá su castigo: cuando ella le confiese sus pecados y le diga que tiene un amante, que han hecho el amor. Y usted sufrirá como nunca ha sufrido, llorando en silencio dentro de su confesonario. Y ella, sin saber del todo el daño que le hace, abundará en detalles y con la excusa de espiar pecados se lo contará todo. Porque, desde su interior, ella buscará vengarse. La venganza de una larga espera, insatisfecha. Y usted lo tendrá merecido. Y se quedará solo, lamentándose el resto de su vida por no haberse comportado como un hombre.
—Me estás ofendiendo. —De nuevo aquel maldito hurgaba en su interior, hiriéndolo en los lugares más dolorosos—. Yo cumplo mi voto. ¿Entiendes? Cumplo mi promesa.
—¡Los votos! —Anselmo mostraba su sonrisa con algunos dientes ausentes—. ¿Como los del fraile Caballero, verdad?
Agustín sintió cómo la indignación hacía que la sangre le subiera a la cabeza golpeando sus sienes.
—¡Fuera! —le gritó—. Lárgate de aquí.
—No le gusta que le mencione al fraile Caballero, ¿verdad?
—Lárgate. —Agustín clavaba su mirada en la de Anselmo y con el brazo extendido le señalaba la puerta.
—Sí, yo sé que usted la ama. —Y soltó una risita—. Lo sé, lo sé.
—¡Fuera! —Y de dos zancadas el cura se plantó en la puerta, abriéndola.
—Yo lo sé, lo sé.
Anselmo no opuso mucha resistencia a los empujones furiosos con los que Agustín lo echaba a la calle. Sólo repetía con una risita clueca:
—Yo lo sé. Como el fraile Caballero. Yo lo sé.
—¿Crees que ha sido una buena idea dejar que Lucía vaya a vivir a casa de Rich?
Muriel se quedó pensativa con un pedazo de pastel de fresa en el tenedor, camino de la boca. Le gustaba preparar pasteles y aquella tarde, una de las pocas en que regresaba pronto, se puso a trastear en la cocina y a preparar uno. En correspondencia, Carmen preparó para la cena unas ensaladas de vegetales combinados y algo de
sushi;
unos rollos de atún y salmón.
Ya estaban terminando de cenar cuando Carmen decidió abordar el tema.
—Yo creo que sí —repuso Muriel después de una pausa reflexiva—. Que ella haya encontrado un buen trabajo es una gran noticia. Así puede continuar en Estados Unidos. Ahora no la tengo tan a mano como cuando estaba con mis padres, pero seguimos siendo igual de amigas y nos veremos con frecuencia.
—Le contaste a Rich lo de Lucía, ¿verdad?
—Sí.
—Pero ¿fue idea tuya que fuera a trabajar con él?
—No. Se lo propuso el propio Rich. En mi fiesta.
—¿Y tú sabías que lo haría?
—No. Él me dijo que se le ocurrió de repente. Es una buena idea.
Carmen meneó la cabeza como con disgusto. No dijo nada y se llevó a la boca un pedazo de pastel.
—¿Adonde quieres ir a parar con esas preguntas? —la voz de Muriel sonaba algo molesta.
Carmen se encogió de hombros sin añadir palabra.
—Mira, Carmen, Rich y yo tenemos un acuerdo y una relación. Yo confío en él. Lucía es una buena amiga. Confío en ambos y ni se me ocurre que pudieran hacer un trato a mis espaldas. ¿Qué iba a ganar Lucía? Nada, ¿verdad?
—Quizá tengas razón. O quizá seas muy confiada con tus amistades.
—No lo creo. No se puede ir por la vida desconfiando siempre y de todo el mundo.
—Pues a mí me parece peligroso que le contaras a Rich lo de Lucía y que ahora ella viva con él.
—Él también me ha confiado asuntos muy importantes relacionados con la agencia y si yo me arriesgo en esta relación, él aún más. —De repente su expresión se animó con una sonrisa—. ¿Sabes qué hicimos el otro día Rich y yo?
—No.
—¡Hicimos el amor encima de la mesa del consejo!
—¡Qué me dices! —Carmen se quedó boquiabierta.
—Sí, al final de la reunión. Cuando se fueron todos.
—Ya me lo imagino.
—¡Y Jeff casi nos pilla!
—¿Qué?
—Bueno —Muriel sonreía ante la expresión de Carmen—, no podía pillarnos porque Rich había cerrado la puerta con llave, pero andaba buscándome justo en aquel momento. Más tarde me dijo que subió a la sala de reuniones del consejo. Incluso intentó ver si aún quedaba alguien allí, pero estaba cerrada. ¡Suerte que no se le ocurrió escuchar detrás de la puerta! ¿Te imaginas que nos hubiese sorprendido? —Compuso un gesto de horror, como si estuviera viendo la escena en aquel momento. Luego se llevó a la boca un pedazo de pastel—. La verdad es que está bastante pesado últimamente. Me agobia, se comporta como un marido celoso.
—Jeff está muy inquieto. Siente que ocurre algo. Debe de notarte distinta. Me ha preguntado en más de una ocasión si lo estás engañando.
—Lo cierto es que, entre el nuevo trabajo y Rich, le dedico poco tiempo. Ya no me apetece como antes.
—Tú sabrás lo que haces pero, con ese doble juego, lo vas a perder. Te aviso. —Carmen tenía la esperanza de convencerla—. Deberías decidirte por uno u otro. O al menos deja libre a Jeff por una temporada.
—No. Por el momento pienso mantener ambas relaciones.
—Te arriesgas a que Jeff se canse y se vaya con otra.
—No lo creo. Está muy enamorado y cuanto más indiferente me muestro más me quiere. —Sus ojos brillaban con malicia—. Pero bueno, sé buena amiga y hazme un favor. Jeff te cuenta muchas cosas. Avísame si surge algo extraño; si alguna lo ronda. Vigílamelo de cerca mientras dure lo de Rich.
Carmen le lanzó una mirada extraña.
—Creo que deberías decirle que lo dejáis por unos meses.
—Bueno, bien. —Muriel parecía molesta por la insistencia de su amiga—. Estaré un poco más por él. Gracias por avisarme.
Carmen estaba decepcionada, aquélla no era la respuesta que ella buscaba.
Esa conversación le dio que pensar a Muriel. Lo cierto era que lo suyo con Rich estaba yendo más lejos que un simple
affaire
para convertirse en una relación donde la atracción física era sólo un aspecto y no el más importante. Ambos eran ambiciosos. Rich iba a controlar la agencia, y luego saltaría a la arena política.
«¿Quién sabe dónde puede llegar? —se decía—. ¿Quizá a presidente del país?» Ella no tenía que esforzarse en verlo en la pantalla del televisor, guapo, atractivo, sonriente y seductor. Poseía el carisma personal necesario para conquistar, sería el animal mediático perfecto.
¿Y qué pintaba en ese futuro Sharon, su esposa? Nada. Estaba convencida. ¿En qué podía ayudar a Rich esa mujer mayor? Él ya tendría el dinero y los contactos necesarios. ¿Para qué la necesitaría, entonces? Para nada.
Rich precisaba de una compañera joven, dinámica y ambiciosa. Su imaginación volaba, no podía evitarlo. Se veía como amante, quizá incluso como esposa, y brazo derecho de Rich; en la agencia, en su campaña electoral para el Senado, para la presidencia de la nación. ¿Primera dama del país?
¡Qué fácil era soñar!
¿Y qué pintaba Jeff en todo eso? Muriel se encogió de hombros. Nada. Era un tipo creativo, genial en muchos aspectos y ella aún lo quería. Pero sin esa habilidad, sin esa ambición, sin ese poder que Rich tenía. Jeff nunca tuvo eso y jamás lo iba a tener. ¿Para qué necesitaría ella a Jeff en ese futuro imaginado? Para nada. Inmediatamente rechazó ese pensamiento, molesta.
«Los sueños, sueños son y la realidad está hecha de otra materia», se dijo. Era bonito soñar pero se estaba desbocando. Había que esperar y ver.
Jeff se sentía feliz aquel mediodía. Llamó a Muriel para almorzar juntos, pero estaba ocupada, dijo que iba a tomar una ensalada en su despacho. Eso era común. Pero a él le apetecía dar una vuelta y salió afuera.
Todo era demasiado limpio, aséptico y de diseño en aquella parte de la ciudad. Allí era donde se erguían los enormes edificios modernos de las grandes corporaciones. Muchos adoraban esa arquitectura lineal y metálica que desafiaba al cielo. Él no. Él amaba Broadway en su cruce con la Cuarta y la Séptima, donde los edificios eran de piedra, ladrillo y estuco. Viejos y desconchados, pero con alma de haber vivido mucho, de haber visto muchas vidas pasar entre sus muros. Cada individuo, cada existencia, deja su rastro en las cosas. La fuerza creativa estaba allí, entre la suciedad de la calle donde la gente se movía como hormigas hablando español con distintos acentos. Las tiendas en edificios bajos, los pequeños restaurantes atestados, la música latina sonando; rancheras, cumbias, merengue... Aquello inspiraba a Jeff. Allí sentía las vibraciones de lo bastardo, de la creatividad en crecimiento. Hacia aquel lugar escapaba él a veces a la hora del almuerzo a recuperar su inspiración, agotada entre cuatro paredes y líneas rectas, mientras comía unos tacos o una hamburguesa.
Muriel estaba extraña, distante, últimamente. En especial después del éxito logrado con Friendlydog ya no tenía tiempo para él, como si ya no lo quisiera, como si su presencia molestara en ocasiones. Eso le había preocupado mucho, e incluso llegó a plantearse que lo suyo con Muriel se moría.
Pero en los últimos días la notaba más amable y cariñosa. Parecía que la relación se normalizaba, más aún después de esa cita misteriosa que ella le había dado para el sábado. ¡Estaba impaciente por que llegara el momento! Volvía la Muriel juguetona y divertida que él amaba. Reconstruirían su amor, y él le pediría que asignara a su relación el tiempo que él precisaba. Estaba cansado de ser siempre el tercero, siempre detrás del trabajo y de la familia de ella. Lo arreglarían, todo sería como antes.
Jeff, paseando contento por la calle, hinchó sus pulmones de aire, como si quisiera llenarlos de la luminosidad del día, y de nuevo se sintió feliz. Muy feliz.
Ya la primera vez, muchos años atrás, que oyó el relato se sintió inquieto. Pero últimamente, desde la visita de Anselmo acusándolo, aquella historia, la del fraile Caballero, se había convertido en obsesión. El pensamiento lo asaltaba en sus rezos, cuando comía, al dormir.
A veces llegaba en forma de pesadilla: la campana de su iglesia repicaba llamando al arma a los fieles. Pero nadie acudía y él estaba solo en el templo, vestido con un hábito dominico, rezando arrodillado frente al altar. Y entonces entraba Jatñíl y, al oírlo, Agustín se volvía hacia él.
El caudillo indio, con el arco colgado a la espalda, blandía ya su clava de dura madera de mezquite. Agustín sabía que iba a matarlo. Era la hora del martirio.
Los dos hombres quedaban frente a frente mirándose a los ojos y, sin pronunciar palabra, Jatñíl elevaba su maza de guerra para romperle el cráneo. Él también alzaba su mano, para perdonar a su verdugo: «Yo te bendigo, en el nombre del padre, del hijo...». Y justo antes de que el primer golpe le partiera la frente, Agustín veía en las pupilas de su asesino la mirada de Anselmo.
Aquellas imágenes eran recurrentes, y a pesar de lo terribles que parecían, Agustín obtenía placer en ellas. ¡La muerte en martirio por la fe! La máxima aspiración de un misionero. ¡Dar esta vida terrena por salvar almas indígenas para el cielo! Por amor a Dios, Nuestro Señor.
Pero no era eso lo que un tal Clemente Rojo, un oscuro individuo que tuvo cargos políticos en Baja, había escrito hacía más de cien años, sobre la destrucción de la misión de Guadalupe, ubicada en el cercano valle del mismo nombre.
Agustín había repasado una y otra vez aquellos textos, escritos cuarenta años después de que la misión fuera pasto de las llamas, y basados en relatos que el autor atribuía a los indígenas, pero que sin duda estaban destinados a desacreditar el sistema misional y justificar la decisión del gobierno mexicano de entonces de secularizar las misiones.
Incluso había ido al valle de Guadalupe en busca de los restos de la misión y localizó la pequeña meseta que se elevaba a seis metros por encima del valle. Había una descripción de las ruinas datada en 1935 del investigador norteamericano Peveril Meigs, pero él no pudo encontrar nada.
Agustín reconstruía los hechos, disgustado, y sin poder evitarlo se ponía en la piel de aquel último misionero. Su nombre era Félix Caballero.
La guerra había empezado diez años antes del trágico fin de la misión de Nuestra Señora de Guadalupe del Norte. Ésta fue la última de las misiones establecida en Baja California, cuando México ya era independiente y las misiones habían sido secularizadas. Por aquel entonces muchas estaban ya abandonadas. Pero el fraile Félix Caballero logró fundar la suya en junio de 1834, en plena guerra, sin protección armada del gobierno y en contra de los designios de éste. Su fe, su valor y su rebeldía hacían que Agustín lo admirara con pasión.