Presagio (17 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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»Te he contado que John está metido en política. Yo también. Entré con la excusa de apoyarle en el comité organizador de su campaña para el Senado. —Su mirada se tornó dura—. Pero estoy consiguiendo aliados, tomando fuerza, y planeo ser yo quien en su momento obtenga la elección. Soy mejor que él en todo. Y por entonces ya tendré la base de poder necesaria. Llegaré muy alto, cariño, ya lo verás. Muy alto.

—¿Hasta dónde? —Muriel, aún sentada con las piernas cruzadas, lo contemplaba desde arriba. Él se incorporó y, mirándola con determinación, esbozó una sonrisa:

—Muy alto.

—¿Presidente del país? —Muriel lo miraba con una mezcla de incredulidad y fascinación.

—¿Por qué no?

—¡Vaya, señor presidente! —exclamó sorprendida pero con evidente entusiasmo—. Ya sé por qué te gusta la suite.

—¿Sí?

—Porque es la de los amores prohibidos del presidente.

—No es cierto.

—¿No?

—Me gusta porque tengo conmigo a una mujer todavía más bella que Marilyn. Es para darle envidia al viejo John F.

Muriel soltó una carcajada.

—Gracias cariño. —Y le besó en los labios. Fue un beso corto porque, curiosa, volvió a interrogarle—: Pero, ¿cómo lo lograste? No veo a tu cuñado como alguien al que le guste soltar poder.

—No. En realidad le ha cabreado mucho tener que cederlo. Pero usando mi encanto, mi persuasión, y una amenaza, finalmente lo logré.

—Me imagino.

—Imaginas bien. Le dije que o aceptaba el cambio, o yo mismo, junto a cinco ejecutivos claves, formaríamos una nueva agencia de publicidad y la cuenta aún no firmada de Friendlydog vendría con nosotros. En cuestión de meses, multitud de las cuentas que hoy tiene Reynolds & Carlton estarían en la nueva agencia.

—¡Vaya! ¡Gracias por disponer de Friendlydog sin contar conmigo!

—¡Claro que contaba contigo! Ya te lo dije antes. ¡Tú eres uno de los cinco ejecutivos claves!

—¿De verdad? ¡Estupendo!

Ella fingió aplaudir. Estaba fascinada, aquello superaba al mejor de sus sueños, pero quiso asegurarse:

—¿Significa eso que tengo ya mi promoción? —Sí.

—¿Para cuándo? —Para cuando quieras. —¡Pues ya!

—¿Puedes esperar al jueves?

—Depende de para qué, señor presidente— repuso Muriel mirándolo picara.

Agustín usó las grandes llaves, tanteando en la semioscuridad, para abrir la puerta de su iglesia.

Ya en su interior encendió la luz eléctrica para orientarse, santiguándose con agua bendita y haciendo una genuflexión al Santísimo. Después cerró la puerta y anduvo hasta la capilla de Santa Águeda, situada en uno de los laterales; allí, detrás de una de las columnas, se encontraba el otro interruptor para apagar la luz. Dejó el edificio en tinieblas.

Conocía bien su iglesia y palpando pudo encontrar el primer banco de madera donde se arrodilló mirando a la llama de la lámpara de aceite que indicaba la presencia del cuerpo de Cristo.

«Dicen que Anselmo es capaz de tener visiones, de saber lo que les ocurre a los demás sólo mirando la luz de una bujía —murmuraba a media voz—. ¡Paparruchas! Yo no veo nada.

»¡Dios mío! —exclamó después de un silencio—. ¡Ayudadme! ¡Señor, ayudad a Lucía! ¿Estará mi niña en peligro? ¡Que no sea cierto lo que dice ese viejo brujo! Quiero a esa muchacha como a la hija que jamás tuve ni tendré. ¡Que esté bien, que no le ocurra nada! ¡Ayudadnos!»Desde la visita de Anselmo, Agustín no pudo dormir bien por las noches. ¡El viejo brujo pagano había conseguido herirlo de nuevo! Los pensamientos le asediaban y cuando lograba conciliar el sueño se despertaba angustiado, en una pesadilla, viendo a Lucía corriendo oscuros peligros. Esa noche también le vinieron los sobresaltos, y decidió ir a rezar a su iglesia. Sombría, silenciosa, fría, pero acogedora para él.

«Hicimos bien, su madre y yo, en alejarla del brujo. Mostraba las mismas tendencias; aquellos sueños despiertos. Aquellas visiones. Era nuestra obligación protegerla y salvar su alma. Él representa al enemigo, al diablo, al paganismo. Escondidos en sus santos están los dioses antiguos; unos como fuerzas de la naturaleza, otros como dioses más complejos y sanguinarios. Para eso vine yo aquí, a América, a México: para enseñar a las buenas gentes la palabra del Señor y alejarles de las viejas supersticiones y paganías que Anselmo representa. Él es el aliado del maligno, el aliado del demonio, del atraso, de la incultura. Pero hoy ese viejo diablo ha conseguido de nuevo su propósito. Otra noche de insomnio. Aunque a mí no me importa no dormir. Me importa Lucía. ¡Dios mío, ayudadla!»Y Agustín recordó de nuevo su llegada a Santa Águeda, veintiocho años atrás. Era como si hubiera vivido toda su vida aquí. Casi ni se acordaba del seminario, ni de cuando tuvo sus parroquias primero en España y luego en México, Distrito Federal. Él quería ayudar al prójimo, tal como Jesús enseñó. Quiso ir a América a salvar almas como antes hicieron todos los ejércitos de curas y frailes que, siguiendo el mismo camino, le precedieron. Deseaba ser misionero.

Quería enseñar. Pero aquí, en América, mirando a su prójimo, también él aprendió mucho. Aprendió sobre la pobreza, la injusticia y la humillación. Aunque gran parte de eso bien que lo recordaba de España. Decían que era un cura problemático. Se metía en política y tenía broncas con la policía defendiendo a sus feligreses. Él jamás entendió demasiado lo de la teología de la liberación; pero sí entendía de fidelidad a los suyos y de defender lo que creía justo. No aceptaba la cultura de la mordida. Aseguraban que sin ella muchos pequeños funcionarios y policías no podrían siquiera comer. Y debían dar una parte a los jefes para poder conservar su puesto. ¡Siempre pagan los pobres! Para él eso era pecado, y lo denunciaba al igual que hacía con muchas otras cosas. En cambio, absolvía al que robaba al rico para dar de comer a su familia. Si eso era ser conflictivo, él lo era. Y no podían acallarlo.

Quizá por eso sus superiores le enviaron al destierro. Al desierto del norte. Eso creía también él al principio. Pero luego entendió que no era un desierto, porque allí había almas y él supo aceptar su destino, porque aquellas gentes de Santa Águeda le necesitaban a él.

Y allí lo encontró. Halló el paganismo representado en aquel brujo al que muchos seguían. Ya tenía enemigo. Aquélla era la tarea a la que Dios le destinaba para salvar almas para su reino. Y así, luchando contra Anselmo y Anselmo contra él, a veces con pequeñas victorias, otras con pequeñas derrotas, habían envejecido los dos.

«¡Otra noche de insomnio! —volvió a clamar hacia la pequeña llama, que en la oscuridad absoluta iluminaba de forma sorprendente—. Dios mío, ¿habremos hecho mal enviando a Lucía tan lejos? ¡Maldito viejo! Insinúa que su madre, Alba, y yo nos queremos. Alba vino desde el sur, desde el continente a la península de Baja, para trabajar en el olivo y el chile. Y aquí conoció a José Cuero y se casaron, pero gracias a su buena formación católica jamás se dejó engañar por su suegro y lo cierto es que tampoco su marido quiso forzarla a aceptar el paganismo de Anselmo. Cuando el pobre José murió en aquel desdichado accidente con su camión, Alba vino a mí para que la consolara como confesor. Y pude apartarlas a ella y a mi pequeña Lucía de la influencia del brujo. Estaba muy preocupada, pobre chica, con una hija de pocos años y la amenaza del abuelo y sus brujerías. Alba tuvo que ganarse la vida y la de su hija lavando ropa, cosiendo y limpiando en algunas casas como la mía. ¡Claro que la amo! ¡Pero Dios, dadme fuerzas para amarla sólo como se ama al prójimo y no como mujer! ¡Es tan fácil caer en el abrazo que consuela las soledades! Y el deseo carnal se esconde muchas veces, traidor, detrás del amor fraterno.»Y el maldito viejo lo sabe. O lo intuye. Parece leer mi pensamiento, para golpearme donde más me duele. Sabe cómo sufro a veces por ella. ¡El otro día me comparó con el fraile Caballero, el que dicen que levantaba las faldas a las indígenas de la misión! ¡Viejo miserable! Sólo me contengo por vos, mi Señor, mi Dios. Para evitar el escándalo...

»¿Y si al fin del sufrimiento Dios no existiera? ¡Malditos pensamientos, no me aterroricéis! Una vida malgastada, una mala pasión sufrida en lugar de gozada, ¡qué horrible perspectiva! El maldito brujo lo sabe, y me tortura. Disfruta torturándome. ¿Cómo puede saberlo? A veces evito mirar a Alba, que se crucen nuestras miradas. Que nadie descubra ese amor oculto. Pero con el brujo de nada me sirve disimular.

»¡Dios mi Señor, dadme fe! ¡Ayudad a Alba! ¡Ayudadme!»Y, apoyando la cabeza sobre la madera del reclinatorio, Agustín rompió en sollozos.

La pequeña llama del altar parpadeó en una extraña corriente de aire y Agustín sintió un sobresalto; notaba como si alguien más estuviera, oculto en la oscuridad, allí, en su iglesia.

Al chupar, la lumbre iluminó su pipa de barro, dándole a la noche un efímero punto de luz rojizo. Anselmo, sentado bajo la enramada que le servía de porche trasero, miraba las estrellas. Cuanto más viejo se hacía, más le costaba dormir. Pero tenía más tiempo para recordar, más tiempo para pensar. Como en aquella enramada hecha de troncos y matas recién cortados que sus paisanos construyeron para él hacía ya casi setenta años. Setenta años... ¡Tanto tiempo! Era otro mundo, casi otra vida...

—Mira al fuego, mi hijito. Es la puerta para otros lugares —le decía la abuela—. Si aprendes a abrirla, podrás ver y saber mucho. Mira cómo baila el fuego. Mira cómo se forman las imágenes.

La mujer estaba sentada en el suelo, bajo la densa enramada que les había cobijado del sol en el día, y apoyaba el brazo en su hombro, protegiéndolo. A su lado estaban los regalos que los demás clanes habían traído para el niño. Cestas, arcos, mantas, flechas... Debía de tener ya cuatro años y aquél era uno de los recuerdos más antiguos que guardaba.

Algunos de los pai-pai rodeaban la gran hoguera y dándose las manos cantaban, saltando hacia arriba a la vez, siguiendo una cadencia repetitiva. Era el gran
xatupimac,
la danza del fuego. Sombras y luces tremolaban en la noche.

Él forzó de nuevo su vista, como había hecho tantas noches antes, hacia las llamas de la hoguera. Y de pronto, lo vio por primera vez. Vislumbró imágenes de un pueblo distinto, muy hacia el norte, donde las chozas parecían montes de tan altas y la noche se iluminaba con una luz que no era la del fuego. Pronto aquella visión se desvaneció y él se encontró de nuevo sentado junto a su abuela, viendo la hoguera y a los paisanos bailar y cantar.

—He visto cosas dentro del fuego, abuela. Cosas que nunca antes vi.

La mujer sonrió.

—Se ha abierto la puerta. Sabía que tarde o temprano verías. Tú tienes el don, hijito. Lo tienes.

Aquélla era la noche del día de la presentación de Anselmo como miembro del clan. Le costó un buen trabajo a la abuela convencer al hechicero y a los demás para que el chico fuera aceptado plenamente en el grupo. Para el resto de los niños aquella ceremonia se celebraba entre el primero y el segundo años de edad. Cuando ya se sabía que el pequeño iba a sobrevivir.

Pero a Anselmo le llamaban
Haw'ama.i:
el que mató a su madre.

Ésta, con sólo catorce años, era casi una niña, murió en el parto. Anselmo no contaba con posibilidades de sobrevivir y los viejos dijeron que había que dejar que muriera y quemar su cuerpo junto al de la madre. No era crueldad. Los tiempos eran duros para aquel grupo pai-pai, de vida casi nómada, y no había lugar para un bebé sin madre. Narraban casos en que, en otros clanes, las madres vendían sus hijos a colonos mexicanos. No se encontraba suficiente comida para todos.

Pero la abuela fue rotunda al negarse. Lavó al niño en agua caliente y lo enterró en cenizas con la cabeza afuera «para que le dieran fuerza» y mantenerlo en calor. Así lo tuvo un día y luego volvió a bañarlo. El cordón umbilical fue enterrado para que no lo comieran los coyotes; aún era parte del niño y tampoco podía quemarse como se hacía con los muertos.

La abuela rezó a Mitapá y a Jesucristo para que el niño viviera y para que llegara a ser un gran hechicero. Con sólo treinta y pocos años, aquella mujer estaba provista de fuerzas más que suficientes para encargarse del chiquitín, y fue capaz de convencer a una muchacha del clan, que perdió su propio bebé días antes, para que lo amamantara. Decían que el niño había matado a su madre, que no podía vivir. La abuela contestaba que no era culpa del pequeño, y que si el hechicero hubiera sido mejor, su hija no hubiera muerto.

Esa actitud no gustó a la comunidad, y mucho menos al chamán. Pero la abuela tenía su poder y se salió con la suya. Era temida: sabía leer en el fuego, conocía los efectos de las diversas hierbas tan bien como el hechicero e interpretaba los sueños.

En el clan estaban convencidos de que, si ella se lo propusiera, sería capaz de convertirse en una bruja poderosa. De haber sido hombre hubiera sido un gran doctor de sueños
simup kwisiyay,
pero las mujeres no podían ejercer de chamán.

Pronto la abuela le empezó a alimentar con miel, atole
[9]
de bellota, de piñón y de distintas semillas; y el niño salió adelante.

Y al fin, cuando pasaba ya de los cuatro años, aceptaron, a regañadientes, presentarlo a los demás grupos pai-pai que acudían a la pizca del piñón. Pero continuaba siendo
Haw'ama.i,
el que mató a su madre. Debía de haber algo malo en él; la comunidad se mostraba recelosa. ¿Qué dirían ahora que el niño había empezado a leer en el fuego?

—No le cuentes a nadie que has abierto la puerta —le pidió la abuela.

—De ahí te viene que estés solo. —Anselmo vio una sombra a su lado y reconoció al viejo coyote.

—A veces no lo suficiente —repuso Anselmo—. Hay un bicho que siempre le visita a uno en el peor momento.

Cuando le conoció, Coyote era poco más que un cachorro, y él un niño. Ahora era un animal muy viejo, casi sin dientes. Sólo podía comer carroña e insectos. Claro que lo más probable fuera que no necesitara comer porque ya estaba muerto; por eso, en sus sueños siempre venía del sur y allí regresaba.

—Los demás te consideraron diferente desde que naciste. Pero tú no has hecho mucho por acercarte a ellos.

—He buscado el saber. Ésa ha sido mi falta.

—Sí, el conocimiento te ha cambiado, te ha hecho distinto de los tuyos. Pero no estás solo porque sepas más. —El animal parecía sonreír y la lengua le colgaba por un lado de la boca—. Es porque no quieres enseñar lo que sabes.

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