Presagio (21 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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Pero aquí, las paredes estaban llenas de cuadros y el significado de algunos era incomprensible. Y también estatuas. Bien distintas de las imágenes de la iglesia. Unas de líneas rectas y onduladas, otras recordando formas humanas pero como si les hubieran pegado, a capricho, trozos de metal. Y además allí estaba aquel enorme jardín tan bien cuidado. Con una piscina llena de curvas y una gran bañera de agua caliente que llamaban «jacuzzi», a un nivel superior, y desde la cual una pequeña cascada se precipitaba a la alberca. ¡Y tanto el jardín como la piscina se iluminaban por la noche!

Sharon, la señora de la casa, toda ella sonrisas, se mostró amable, aunque Lucía percibió cierta frialdad. Cindy, la otra chica, era una muchacha morena que usaba la superioridad de la veteranía al dirigirse a ella, con un «aquí mando yo». Pero su aspecto era de ser buena persona y a Lucía no le importaba que Cindy quisiera hacerse la importante.

El propio Rich había ido a recogerla con su coche a la casa de los padres de Muriel que, ya casi vacía, daba la triste impresión de un final. Rich se preocupó de que Lucía quedara bien instalada y, junto con su sonriente mujer, la dejó al cuidado de la otra muchacha.

—Deja que Cindy recoja la mesa y ven conmigo un momento —le dijo a Lucía.

Los Reynolds habían terminado de cenar y Sharon, la esposa de Rich, estaba ya en la sala viendo la televisión. Él se había ausentado, para regresar después e invitarla a que lo siguiera.

Lucía llevaba ya unos días en la casa y se había acostumbrado a la rutina. Se encontraba bien allí, y la amabilidad, casi cariñosa, con la que Rich la trataba hacía que se sintiera feliz.

Mientras iba hacia el despacho, se preguntó qué era lo que su patrono quería y por qué la llamaba sin que su esposa lo supiera.

La habitación tenía tres grandes ventanales y el resto de las paredes estaban cubiertas por estanterías de maderas nobles llenas de libros. Era un lugar íntimo y agradable que parecía una biblioteca.

—¿Qué te apetece beber? —le ofreció Rich y Lucía dijo que una coca-cola. Él se sirvió un whisky del pequeño bar y ofreciéndole asiento en un diván, se acomodó en el sillón inmediato—. ¿Qué tal te va aquí? —quiso saber con una de sus brillantes sonrisas—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, señor, estoy muy bien, muchas gracias. —La chica mantenía las piernas juntas preguntándose si su falda corta subía demasiado al sentarse. Estar a solas con él le producía una sensación extraña, era emocionante y notaba que su corazón latía acelerado.

—¿Te trata bien Cindy?

—Sí, gracias, es muy amable.

—¿Hay algo que encuentres a faltar? ¿Algún problema?

—No, muchas gracias, todo está muy bien.

La conversación se detuvo aquí. Rich la miraba intensamente y ella, evitando el encuentro con sus ojos, dirigió la vista hacia uno de los ventanales. Al cabo de unos minutos él empezó a hablar:

—Me dijo Muriel que puedes saber cosas de los demás.

Ella se mantuvo silenciosa unos momentos y luego repuso:

—Es cierto.

—Y que eres capaz de ver lo que alguien hace en un momento determinado, como si tú estuvieras allí.

—Es verdad.

—¡Sorprendente! —Sus ojos brillaban—. ¿Podrías hacerme una demostración?

—Sí. Pero no aquí y ahora. Debo concentrarme a solas, en mi habitación.

—¿Me contarías lo que hace y dice un amigo mío?

—Si usted quiere, sí.

—Pero necesito saberlo absolutamente todo. Aunque sea desagradable. ¿De acuerdo, Lucía?

—De acuerdo. —Asentía con la cabeza—. Pero todo, todo, no lo puedo saber, y aunque adivino algunas cosas, lo único que sé seguro es lo que veo en el momento que me concentro y logro llegar hasta la persona. Pero sólo en el presente. No veo pasado ni futuro.

—¿Y qué más quieres? ¡Es increíble!

—Mi abuelo puede hacer más —repuso ella con una sonrisa tímida.

—¿Más? Bueno, a mí ya me sirve lo que tú puedes hacer. —Hizo una pausa pensando en aquel abuelo inesperado. Estaba en México, por lo que no molestaría—. Pero esto es muy personal. —Continuó Rich—. No me gustaría que Muriel lo supiera. Ni tampoco mi mujer, ni nadie.

—No se apure, patrón, nadie lo sabrá.

—Estupendo, Lucía —él la obsequiaba con su deliciosa sonrisa—. Será nuestro secreto.

—A ése lo tienes en el bote, Bobby —le dijo uno de los muchachos con los que tomaba una cerveza sentado en los sofás de aquel local de ambiente.

Bobby miró a un hombre corpulento, de traje oscuro y camiseta negra de cuello cerrado que, sentado en un taburete en la barra del bar, bebía de un vaso de whisky ancho.

Bob Marley cantaba
No Woman no Cry
a un volumen discreto, como correspondía a un lugar con clase.

Bobby observó a aquel tipo; ya lo había visto allí un par de veces aquella semana. Sólo miraba y cuando se le había acercado alguno de los chicos se mostraba tímido. No se había ido con ninguno.

Pero cuando sus miradas se cruzaron, el hombre le sonrió vergonzoso, para desviar la vista de inmediato. Eso había pasado antes y siempre sus ojos regresaban a él al poco.

—Ése va por ti —le dijo otro de los muchachos—. No lo dejes escapar.

Bobby tomó su copa, y al levantarse del asiento, el primero de los chicos le alentó:

—A por él; sácale mucha pasta.

El muchacho anduvo, tranquilo, con un contoneo chulesco hacia el hombre, y apoyándose en la barra cerca de él, se lo quedó mirando.

—Hola —le dijo. Y al devolverle el tipo una mirada asustada, Bobby se envalentonó. «Vaya, un primerizo», pensaba.

—Hola —repuso el otro en un susurro.

—Te he visto antes por aquí —el chico le sonreía, provocativo—. Me llamo Bobby. ¿Y tú?

El hombre aparentaba estar confuso y se mantuvo en silencio unos instantes antes de responder precipitadamente:

—John.

—¿John? —Bobby soltó una risita—. Seguro que no. Pero es igual. Salud, John. —E hizo un ademán de brindar con su copa.

—Salud —dijo John, entrechocando vasos.

—¿Sabes, John?

—¿Qué?

—Que me vas, tío. Seguro que te cuelga algo bueno ahí.

El tipo lo miró. Estaba cogiendo confianza y aquello convenía al negocio.

—Anda, vente conmigo —le ofreció Bobby—. Te voy a alegrar el día.

—Yo no he estado nunca con un chico. —John aún tenía aspecto asustado.

—Pues si vienes conmigo querrás repetir cada tarde. —Bobby lo miraba a los ojos, acercándose hasta que sus labios quedaron a poca distancia—. Tengo algo especialmente delicado para los que empiezan.

—Bueno, es que yo...

—No te preocupes, John, relájate, ya te saldrá. Verás qué bien lo pasamos. —Bobby hizo una pausa y le guiñó un ojo—. Sólo doscientos.

—¡Doscientos! Es mucho dinero.

—Es la primera vez, necesitarás más cariño. La próxima ya te haré descuento...

Aquél era un buen dinero para Bobby y el tipo no regateó, debía de tener mucha pasta. Pero la discusión surgió cuando John, ya ambos en el coche, no quiso ir al apartamento, ni siquiera a un hotel. Insistía en que esos lugares le daban vergüenza. Deseaba hacerlo en el coche, en un lugar apartado.

—¿En el coche? —se extrañaba Bobby—. ¡Vaya forma de tirar el dinero! Además de incómodo es muy peligroso. Si nos coge la policía, nos jode vivos.

—Será sólo un rato, pero es que me da mucho corte ir a un lugar de ésos —se defendía el hombre—. Es la primera vez.

—¿Qué te pasa? ¿Desconfías, eh? —le preguntaba el chico entre molesto y divertido—. ¿Temes que te grabe en vídeo y te chantajee después?

El hombre lo miró de una forma extraña.

—¡Ah! Eres uno de ésos —concluyó el chico—. Un desconfiado.

Cuando llegaron a un lugar lo suficientemente apartado y oscuro, John apagó el motor y se quedó quieto. Bobby le puso la mano en la entrepierna; aquel tipo era un cortado y tendría que animarlo. John correspondió y el chico notaba cómo movía la mano por encima de su pantalón. Después el hombre le palpó los testículos. Pero de pronto Bobby sintió que aquella mano se los atenazaba, retorciéndoselos con la fuerza de unos alicates. Cuando gritó se dio cuenta de que nadie, en aquel rincón, podría oírlo. Al mirar la cara de su verdugo pudo ver, aun con la poca luz exterior, cómo éste sonreía con la boca abierta. Estaba disfrutando y sus dientes parecían los de un perro.

Horrorizado, el muchacho supo que se las veía con un sádico. ¡Cómo se había dejado engañar de aquella forma! ¿Por qué había aceptado ir a un lugar tan solitario? El dolor duró una infinidad mientras luchaba sin éxito para liberarse de aquella tenaza que lo destrozaba. Los músculos del hombre parecían de hierro y él se iba a desmayar. Cuando el tipo le soltó los huevos, notó que abría la portezuela del coche y, asiéndolo de la ropa, empezaba a tirar para arrastrarlo por encima del cambio de marchas y sacarlo por la puerta del conductor. No tenía fuerzas para luchar, ni siquiera para correr.

—Haré lo que quieras —suplicó entre lágrimas, cuando el otro estaba ya a punto de echarlo al suelo—. ¡Pero no me pegues en la cara, por favor!

El hombre no contestó, pero la primera patada se la propinó en el estómago. La sonrisa perruna continuaba en su faz.

Cuando lo miraba, él sonreía. Cuando miraba si la estaba mirando, él la miraba y sonreía. Ella creía que aquella casa era el cielo y Rich lo más semejante a un ángel.

Pero un ángel varonil, que la miraba como a una mujer, con deseo. A los senos, a las caderas, a las piernas, seguro que también la miraba por detrás; y luego él sonreía. Y cuando le hablaba, lo hacía con ternura. ¡Qué cariñoso!

Antes de salir de su habitación, Lucía pasaba un buen rato ante el espejo. Nunca antes se había preocupado tanto de su aspecto; quería gustarle. Ella se sabía hermosa, joven, llena de fuerza, de deseo no tocado, y cuando él la miraba, complacido, intuía que la deseaba y se sentía feliz pero ansiosa.

Porque cuando ocurrió aquello, cuando Rich y Muriel se unieron la primera vez en la cama del hotel, ella ya estuvo con aquel hombre. Su cuerpo se encontraba en «el otro lado», pero su parte etérea hizo el amor con él. Entonces pensó que en algún momento también ocurriría físicamente. Cualquier barrera mental o moral se había roto; ahora sólo era cuestión de jugar al juego de la espera. No tenía demasiada prisa; disfrutaba de aquellas miradas llenas de pasión que él le enviaba y ella devolvía. Era un juego de escondite. Lucía iba con cuidado; ni Cindy ni la mujer de Rich debían interceptar aquellos mensajes mudos que la hacían estremecer.

Aquella tarde la llamó a su despacho. Cindy tenía el día libre y ella se creía sola en casa; se sorprendió de que él estuviera allí a esa hora.

—¿Continúa yendo todo bien, aquí con nosotros? —Allí estaba su sonrisa fácil, su barbilla cuadrada con un hoyuelo, su mirada azul, su atractivo.

—Muy bien, señor. Estoy estupendamente.

—¿Encuentras a faltar algo? ¿Hay algo que necesites?

—No, muchas gracias. Son todos muy amables.

—¿Qué tal las clases de inglés? Has mejorado mucho, en sólo unos días.

—Muy bien. Gracias por pagarlas.

—Precisamente te he llamado para agradecerte lo que me contaste de aquel amigo.

—No hay de qué.

—Sí hay de qué. —Él le tomó su mano derecha entre las suyas. Lucía sintió una corriente en su espina dorsal—. Me has hecho un gran favor. —Las manos de él acariciaban las suyas y ella supo que el momento estaba a punto de llegar—. No sabes de qué aprieto me has librado y te lo agradeceré siempre.

Levantó su mano hasta sus labios y la besó. Lucía se acercó un poquito más a él.

—Eres una muchacha muy hermosa, y ¡me has ayudado tanto! —Continuaba acariciando su mano—. Te debo mucho y me encanta estar aquí, a solas contigo. —Ella lo miraba con los ojos muy abiertos hasta que vio que él empezaba a acercar sus labios. Entonces entornó los párpados, advirtiendo que sus labios antes apretados se entreabrían. Esperó.

Al sentir el contacto se dejó ir, para luego enlazarse en el abrazo de él. Sintió su calor, su fuerza, notó que él era hombre y ella más mujer que nunca.

—Vamos a tu habitación —dijo él.

Sin responder, Lucía salió de la biblioteca y, resuelta, anduvo hasta su cuarto. Él entró detrás, corrió el pestillo y las cortinas de las ventanas. En la penumbra se abrazaron y cuando él empezó a quitarle la ropa, ella no ofreció resistencia. Dejaba que él hiciera, aquello ya había ocurrido antes.

—¿Eras virgen? —preguntó él, sorprendido, al terminar.

—Sí.

—Deberías haberme avisado. —Él la abrazó—. Habría ido con más cuidado.

—No importa. —Ella sonreía con timidez.

—¿No tomas precauciones, verdad?

—¿Precauciones?

—No, claro. No te preocupes ahora. Ya lo aprenderás. —La besó con ternura y Lucía se dejó ir en aquel dulce abrazo—. Yo te daré lo que necesitas, confía en mí.

Ella se sentía feliz, protegida.

Agustín se despertó sobresaltado al oír los aldabonazos en la puerta. No eran muy fuertes pero reconoció la cadencia. Sabía que aquella visita iba a llegar, pero no cuándo, y la esperaba con inquietud.

Después de la comida se tumbó en el lecho para descansar unos minutos y justo había cogido el sueño cuando los golpes lo sobresaltaron. Seguro que era Anselmo; al viejo no le gustaba el timbre.

Su primer impulso fue no abrir, hacer como si no estuviera. Pero supo que no podía escapar, que debía enfrentarse a aquel hombre.

Así que se puso la sotana, fue a la puerta y la abrió de par en par. En efecto, allí estaba, y ambos se miraron durante unos segundos sin decir palabra.

—¿Qué es lo que quieres? —inquirió Agustín, agresivo, a pesar de saber la respuesta.

—Hablar de Lucía.

—Di lo que sea.

—Aquí no. Adentro.

Agustín dudó unos momentos. No tenía por qué dejarlo entrar en su casa. Luego se dio cuenta de que iban a armar un escándalo allí en la calle y no le apetecía. Así que, apartándose del umbral, le franqueó la entrada.

Como la vez anterior, Anselmo pasó revista a la habitación y al ver el cenicero lleno de colillas hizo un mohín de disgusto. Agustín no lo invitó a tomar asiento y ambos se quedaron de pie; a pesar de que el viejo no se había quitado su sombrero campesino, continuaba siendo más bajo que el sacerdote.

—Bien, di lo que sea —repitió el cura cruzándose de brazos en actitud amenazadora.

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