Presagio (23 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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Uno de los hechos que le sorprendía de aquella historia era que el líder de la revuelta que terminó con Guadalupe fue el capitán Jatñíl, un jefe indígena tipai de la región de Nejí que había colaborado con los frailes trabajando voluntariamente en las misiones, y luego dándoles protección, en ausencia de ayuda del gobierno, combatiendo a las tribus rebeldes. Desde 1830 hasta 1840, Jatñíl y Ñicuarr, otro importante cacique indígena de San Antonio Necua, a pesar de sus rivalidades, lideraron grupos guerreros para defender en repetidas ocasiones a los misioneros, frente a indígenas hostiles. Eran tiempos de frecuentes hambrunas a causa de la prolongada sequía que había castigado Baja desde 1750, y las gentes se desesperaban.

Jatñíl peleó contra una tropa de más de mil indígenas pai-pai y cucapá, y salvó a la misión de San Vicente de ser arrasada. También defendió a las misiones de San Diego y Santa Catalina de los asaltos de los grupos de los rebeldes indígenas Pedro Pablo y Martín Cartucho.

Pero inesperadamente, en 1840, Jatñíl lidera una revuelta de kiliwas, pai-pais, k'miais y cucapás contra la misión de Guadalupe del Norte. Ñicuarr, que continuaba leal a la misión, la defendió con sus hombres, pero finalmente fue derrotado.

Agustín creía que la destrucción de la misión había sido un episodio más de la lucha por el poder local. Ante la ausencia de autoridad por parte del gobierno central, los dos caudillos indígenas se enzarzaron en una guerra por el dominio del territorio, y la misión, situada entre ambos, pagó por ello.

La historia que el tal Rojo contaba —decía que Jatñíl destruyó Guadalupe del Norte por el maltrato recibido por los misioneros al bautizarlo a la fuerza— le resultaba inverosímil a Agustín. ¿A qué misionero se le ocurriría azotar o presionar al caudillo indígena que lo defendía? No tenía ningún sentido. Además, los alcaldes o capitanes indígenas que los misioneros nombraban coincidían con los líderes naturales indios y eran respetados por los propios sacerdotes.

Agustín imaginaba al fraile arrodillado frente al altar de la pequeña iglesia de adobe de Nuestra Señora de Guadalupe, y su diálogo interno mientras la campana tocaba a rebato. La noticia de que la indiada de Ñicuarr había sido derrotada por la tropa de Jatñíl acababa de llegar y el fértil valle de Guadalupe, entonces menos generoso a causa de la ininterrumpida sequía, se llenaba de indios armados que avanzaban hacia el altiplano donde se encontraba la misión.

«Señor, hacedme digno. Dadme valor para afrontar el martirio», rezaba el fraile. Todos sabían que Jatñíl había hecho promesa de matarlo.

Aquélla era su hora. Le habían enseñado a desear el martirio. Él no lo buscaba, pero no estaba dispuesto a huir; aquella misión era la obra de su vida. En el seminario aprendió que el martirio por la fe, como el de los primeros cristianos en el circo de Roma, era la muerte más deseable, camino directo al cielo, a la santidad. Todos sus pecados quedarían perdonados y él sabía que tenía varios por expiar.

Y aquél era el momento. Pero la paz de espíritu que la proximidad del cielo debía proporcionarle no llegaba. Tenía miedo.

En los últimos tiempos, desde que Ñicuarr, el jefe indígena defensor de la misión, empezó a sufrir derrotas, el fraile se imaginaba con frecuencia como san Sebastián en las estampas religiosas: asaeteado a causa de su fe. Pero seguramente Jatñíl no malgastaría flechas; le partiría el cráneo con su clava de madera de mezquite.

Jatñíl decía que él bautizaba a los indígenas a la fuerza. ¿Y qué? Casi todos los bautizos de adultos eran voluntarios y sólo a los muy reticentes se los forzaba, y lo hacía para salvarles el alma. También lo acusaban de maltratarlos. Pero es que algunos, sin azotes, no trabajaban. Jatñíl y su tropa se habían aprovechado durante diez años de los suministros obtenidos de las misiones. ¿Y ahora azotar perezosos se había convertido en crimen?

De eso, de luchar por la subsistencia de la misión, de salvar almas para Dios. De eso lo acusaba Jatñíl.

Pero él, el fraile Caballero, a pesar del miedo que lo atenazaba, daría ejemplo a todos los indígenas con su martirio. ¿Pero dónde esperar la muerte? ¿Rezando en el altar? No, mejor a la puerta de la iglesia, protegiéndola con su vida, a la vista de todos. Para que los nativos que presenciaran su sacrificio pudieran relatarlo a sus hijos y a sus nietos.

Caballero salió a la puerta para esperar allí, erguido, luciendo su hábito dominico, con un crucifijo de madera en las manos, su destino. Notaba cómo le temblaban las piernas. El patio que formaban los edificios de la misión se veía desierto.

La campana continuaba tañendo y muchos de los indígenas de la misión habían huido. Otros se ocultaban creyendo que era mejor quedarse ya que, teniendo familiares o amigos entre la indiada de Jatñíl, esperaban salvar la vida.

El griterío anunciaba la llegada de los vencedores y de pronto derribaron el portón de madera que protegía el patio y que estaba situado al otro extremo de la capilla. Eran muchos. Al verlo a él, sólo frente a la iglesia, detuvieron su paso y callaron, pero fue un silencio momentáneo; en seguida empezaron los gritos y al poco se tornaron en amenazas e insultos. Jatñíl, que se destacaba de los demás por su gran estatura, lo miraba con fiereza y avanzó hacia él blandiendo la maza. Los demás lo seguían para no perderse detalle. El fraile rezaba, pero las palabras le brotaban automáticamente y sus manos temblaban. Los curiosos iban llegando de todos lados. Jatñíl estaba a menos de treinta metros y su rostro, inexpresivo por lo común, mostró una sonrisa cruel.

Aquello colmó de miedo a Caballero y al avanzar Jatñíl volteando la cachiporra por encima de su cabeza, el miedo se transformó en pánico. Y el fraile, aún con las piernas temblando, se puso a correr para salvar la vida. Y todos en la plaza gritaron entusiasmados. ¡El espectáculo sería mucho mejor!

Entró en la iglesia, para salir de inmediato por la puerta de la sacristía. Allí no había nadie. Corrió por los edificios, pegados unos a otros, hasta el de las mujeres solteras. La casa estaba abierta durante el día, pero él la cerraba con llave por la noche para impedir que las chicas pecaran con los hombres. Necesitaba ver a María, aunque fuera por última vez. Nadie lo vio entrando; todos parecían haber huido.

Se sintió inmensamente feliz al ver que ella estaba allí, recibiéndolo con la sonrisa de siempre, le esperaba.

—¡Padre! —dijo ella intentando tomarle la mano para besarla—. ¿Se encuentra usted bien? ¿No le hicieron nada?

—Jatñíl viene hacia acá. —Él sujetaba sus manos entre las suyas—. Quiere matarme.

—¡Dios mío! —exclamó ella, angustiada, mirando a su alrededor—. Aquí no hay donde esconderlo, apenas hay muebles. —Sus hermosos ojos se habían agrandado por el miedo.

—Intentaré llegar al monte sin que me vean.

—¿Al monte, padre? —Ella lo miraba con tristeza—. Jatñíl es indio tipai y conoce el monte tan bien como usted conoce la palma de su mano. Lo cogerán de inmediato. Busque un escondrijo en la misión y así los indios amigos le podremos ayudar.

—¿Pero dónde, María?

—¡Bajo mis faldas! —dijo ella de repente.

—¿Bajo tus faldas?

—Sí, fingiré que estoy tejiendo. —María se mostraba enérgica—. Y estaré sentada sobre su cabeza.

—Pero si me descubre también te matará a ti.

—No lo creo. Jatñíl es pariente mío y debe perdonarme. ¡Dese prisa, que llegan!

Cuando el indio, maza al hombro, abrió la puerta de un patadón, vio a su prima y después de recorrer la estancia con la vista preguntó:

—¿Cómo te va, pariente?

María no supo qué contestar y estalló en llanto.

—Por favor, no me mates —suplicaba.

—No tengas miedo —respondió el caudillo—. Al que ando buscando es al padre, porque bautiza a la fuerza a la gente de mi tribu, y luego tienen que trabajar en la misión como esclavos, tal como tú ahora. No sois libres, vivís como el ganado. Él lo pagará con su vida.

Y después de pronunciar ese discurso que atribuían a Jatñíl, el hombre, maza al hombro y arco a la espalda, reanudó la búsqueda del dominico mientras las llamas quemaban ya la iglesia.

Jamás pudo encontrarlo.

Y así fue cómo el fraile Caballero pasó de dar su vida en martirio por la fe a ofrecer su cabeza como asiento para las jóvenes y redondeadas nalgas de María.

Agustín no podía creer que Caballero se hubiera ocultado bajo las faldas de María. ¡Era un infundio de aquel Rojo! ¡Una mentira!

Un tipo como Félix Caballero habría muerto como mártir. Aún lo veía sujetando la cruz, con su hábito blanco y marrón, tendido en un charco de sangre, frente a su iglesia en llamas.

Además, como sirvienta en la misión, María no debía de vestir grandes faldas de vuelo y habría resultado obvio que ocultaba a alguien debajo. También era evidente que una indígena en el año 1840 no llevaba ropa interior y el contacto de ambos hubiera sido carne contra pelo. Inquietante.

Pero había algo más que le turbaba; la intimidad entre María y el fraile que el relato denunciaba. Parecía como si vivieran un intenso romance. ¡Pecado!

La imagen de aquella pasión ilícita acudía a su mente una y otra vez culpándose al sentir, al pensarlo, un placer muy distinto pero incluso mayor que el que experimentaba al imaginar su propia muerte como mártir por la fe.

Y cuando en sus pensamientos figuraba el rostro de la María del relato, veía las facciones de Alba.

Estaba convencido de que Alba también habría arriesgado su vida por él si ambos hubieran vivido, como María y Félix, la destrucción de la misión de Guadalupe del Norte.

Le costaba reconocerlo pero debía aceptar que, de nuevo, ese maldito brujo, Anselmo, tenía razón. Quizá él amara a Alba. Quizá Alba lo amara a él. Pero la virtud estaba en eso, en resistir la tentación. El diablo también tentó a Jesucristo, pero el Señor supo resistir.

Él resistiría. Cumpliría sus votos. Aunque doliera. Y ese brujo, Anselmo, lo estaba acosando como el diablo hizo con el Señor en el desierto: tentándolo con Alba. Haciéndole recordar sus dudas, sus flaquezas, causándole el terrible sufrimiento de dudar de Dios, el dolor lacerante de cuando la gracia de la fe, que proclamó san Agustín, lo abandonaba.

«Conoce mis puntos débiles, sabe dónde herirme —murmuró Agustín—. Quizá sea él el verdadero diablo. El diablo de la duda, el diablo de la tentación».

A Jeff le divertía aquello. Hacía tiempo que no jugaba a la intriga con Muriel, y ése era un indicio de que las aguas regresaban a su cauce. El mensaje con que lo había citado no podía ser más misterioso.

Aparcó su coche en la zona de visitantes del complejo de apartamentos y cruzó el vestíbulo sin que los guardas de recepción le pidieran explicaciones. Ya era conocido en la casa.

Al tomar el ascensor sentía ese placer anticipado que le cosquilleaba en el estómago. ¿Qué travesura habría preparado Muriel?

Sí, la llave estaba allí escondida en la esquina y apareció con sólo levantar el extremo de la moqueta. Escuchó detrás de la puerta. No se oía nada y girando la llave en la cerradura fue abriendo la puerta con cuidado. Podía pasar cualquier cosa. Desde una fiesta sorpresa a que le cayera un cubo de agua encima. Con los músculos en tensión y una sonrisa en los labios, Jeff entró cauteloso, encontrándose la luz del gran salón, que albergaba comedor y cocina, apagada. Las cortinas estaban descorridas y la luz nocturna de Marina del Rey iluminaba la estancia discretamente. No, allí no parecía que hubiera nadie esperando para sorprenderlo. A no ser que se escondieran en la parte de la terraza que él no podía ver. O detrás de la barra de la cocina. No, si hubiera alguien en el apartamento, se ocultaría en los aseos o en los vestidores de las habitaciones.

Se detuvo para escuchar. El ruido era exterior: un tráfico distante, quizá una conversación lejana o el televisor de un vecino. Entonces vio luz tras la puerta entornada de Muriel. ¡Su chica lo esperaba en la habitación! ¡Aquél podía ser un encuentro erótico de alta intensidad! ¿Estaría vestida? ¿O no? Pero Jeff no descartaba que aparecieran todos cuando él pretendiera meterse en la cama con ella. Se sentía protagonista, y como si una cámara oculta fuera retransmitiendo en directo todos sus movimientos a un público escondido que reía a intervalos, como en las telecomedias. No se fiaba de la diabólica mente de Muriel cuando ambos competían en embromar al otro. La puerta abría hacia él y no hizo ningún ruido. Jeff entró con cautela; a la derecha estaba el dormitorio y a la izquierda el vestidor y el baño, donde quizá aguardaran escondidos los invitados. Antes de mirar hacia la cama, se fijó en ambas puertas; estaban cerradas. Y al observar el dormitorio se sobresaltó; ¡las lámparas de las mesillas de noche iluminaban a una pareja, en la cama!

«¡Diablos! ¡Ésta sí que es buena! —se dijo, mientras constataba que ambos estaban cubiertos con ropa de cama y que la melena negra de la chica era idéntica a la de Muriel—. Esperan que monte el espectáculo del marido sorprendiendo a su mujer en la cama con otro. Entonces saldrán todos a reírse de mi cara.»Esta vez Muriel había hecho un derroche de malicia e imaginación. La broma empezaba a ser pesada. Sí, los demás se iban a reír mucho, y a él no le quedaría más remedio que celebrar la gracia, aunque aquello no tenía nada de gracioso. Esperaba que ambos estuvieran muy vestidos debajo del edredón y avanzó para tirar de la colcha.

Al acercarse reparó en la ropa esparcida por el suelo, ropa de calle, interior femenina y masculina; los muy cabrones no habían descuidado detalle de realismo. Entonces fue cuando Muriel, dándose la vuelta, exclamó al verlo:

—¡Jeff! —abría los ojos y la boca como muy sorprendida.

—Y ahora con actuaciones —se dijo Jeff esperando oír de un instante a otro las risas a sus espaldas—. Ja, ja —hizo como si riera y tomó un extremo de la colcha para tirar de ella.

En aquel momento el hombre se giraba y Jeff se quedó helado al verle la cara. ¡Era Rich Reynolds! Jamás hubiera creído que Reynolds participara en una fiesta sorpresa de ese tipo. Hubiera esperado que cualquiera de sus amigos formara parte de la broma, pero no él. Y su expresión, su expresión era de un realismo demasiado logrado. Parecía muy sorprendido, demasiado sorprendido.

Jeff agarró el extremo de la colcha con fuerza, vio que su novia la sujetaba del otro lado y cómo Rich, al darse cuenta de la situación, se unía a Muriel en el empeño de continuar cubiertos. Ahora era cuando en las comedias de televisión sonaban las risas de lata. Sí, daba mucha risa ver al gran jefe sujetando la colcha junto a su novia. Aún se sentía protagonista de una comedia barata filmada por una cámara oculta.

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